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Puedes adquirir esta publicación en la LIBRERÍA ONLINE de la Fundación Federico Engels pinchando aquí. 200 páginas. 8 euros.

Se cumplen 150 años del nacimiento de V I. Lenin. Fundador del partido bolchevique y dirigente de la Revolución de Octubre, sus aportaciones políticas supusieron un desarrollo notable del socialismo científico y de la práctica revolucionaria.

Desde la teoría marxista del partido, la caracterización y el análisis del imperialismo, de la democracia burguesa y proletaria, o sobre la revolución en el mundo colonial, la obra de Lenin representa una imprescindible guía para la acción.

Lenin rechazó incansablemente la política de colaboración de clases, y desafío a todos los abogados de la unidad nacional. Proclamó la completa independencia del partido revolucionario manifestando una hostilidad militante hacia la participación en los gobiernos capitalistas. Siempre presentaba el bolchevismo como el partido del proletariado combatiente y de la oposición más intransigente.

El internacionalismo de Lenin está fuera de duda. Creador junto con Trotsky de la Internacional Comunista, no hay ningún rastro en sus escritos de la teoría antimarxista del socialismo en un solo país.

De sus grandes textos, El Estado y la revolución constituye una completa refutación de aquellos socialistas que, abandonando un punto de vista de clase, piensan que El Estado es una herramienta para combatir el capitalismo y lograr reformas sociales progresivas.

Un clásico marxista de rabiosa actualidad

El Estado y la revolución. La doctrina marxista del Estado y las tareas del proletariado en la revolución fue escrito por Lenin en la clandestinidad, entre agosto y septiembre de 1917, cuando se ocultó de las persecuciones del Gobierno Provisional tras las Jornadas de Julio. Basándose en los textos clásicos del marxismo, desde El Manifiesto Comunista a La guerra civil en Francia, desde la Crítica del programa de Gotha al Anti-Dühring , Lenin perseguía un fin teórico y práctico: desenmascarar la política socialpatriota de los dirigentes de la Segunda Internacional, expurgando la obra de Marx del compendio de tergiversaciones reformistas que se extendieron a lo largo de años.

Cuando al calor de la experiencia de la revolución rusa Lenin escribió esta obra, su impacto en las filas del movimiento obrero internacional —tanto de inspiración marxista como anarquista— fue tremendo. Trotsky lo reseñó así: “En ese momento Lenin dirigió todo el fuego de su crítica teórica contra la teoría de la democracia pura. Sus innovaciones fueron las de un restaurador. Limpió la doctrina de Marx y Engels —el Estado como instru­mento de la opresión de clases— de todas las amalga­mas y falsificaciones, devolviéndole su intransigente pureza teórica. Al mito de la democracia pura contrapu­so la realidad de la democracia burguesa, edificada sobre los cimientos de la propiedad privada y trasfor­mada por el desarrollo del proceso en instrumento del imperialismo. Según Lenin, la estructura de clase del estado, determinada por la estructura de clase de la sociedad, excluía la posibilidad de que el proletariado conquistara el poder dentro de los marcos de la demo­cracia y empleando sus métodos. No se puede derrotar a un adversario armado hasta los dientes con los métodos impuestos por el propio adversario si, por añadidu­ra, es también el árbitro supremo de la lucha” (León Trotsky, El congreso de liquidación de la Comintern, 21 de agosto de 1935).

La función primordial del Estado es la defensa de los intereses de la clase dominante en una fase concreta de su desarrollo histórico. El Estado burgués moderno se basa en unas relaciones sociales de producción fundamentadas en la propiedad privada de los medios de producción. Este hecho había sido olvidado por los socialdemócratas que revisaron el programa marxista, hasta el punto de considerar que la transición al socialismo podría realizarse gradualmente utilizando el propio aparato del Estado capitalista, los escaños parlamentarios, los ayuntamientos, las cooperativas.

Lenin se encargó de poner las cosas en su sitio: “La sociedad capitalista considerada en sus condiciones de desarrollo más favorable, nos ofrece una democracia más o menos completa en la república democrática. Pero esta democracia se halla siempre comprimida dentro del estrecho marco de la explotación capitalista y, por esta razón, es siempre, en esencia, una democracia para la minoría, sólo para las clases poseedoras, sólo para los ricos. La libertad de la sociedad capitalista sigue siendo siempre, poco más o menos, lo que era la libertad en las antiguas repúblicas de Grecia: libertad para los esclavistas. En virtud de las condiciones de la explotación capitalista, los esclavos asalariados modernos viven tan agobiados por la penuria y la miseria, que ‘no están para democracias’, ‘no están para política’, y en el curso corriente y pacífico de los acontecimientos, la mayoría de la población queda al margen de toda participación en la vida político-social” (Lenin, El Estado y la revolución, Fundación Federico Engels, Madrid 1997, p. 87).

Lo que diferencia a los marxistas de los anarquistas no es que los primeros queramos conservar el Estado. El Estado es el resultado de la sociedad de clases y no puede desaparecer de un plumazo. Los marxistas estamos por la destrucción revolucionaria del Estado capitalista, pero somos conscientes que debe ser sustituido de manera transitoria por un poder democrático que refleje los intereses de la mayoría explotada. Un régimen de democracia obrera que, apoyándose en el predominio de la propiedad colectiva sobre los medios de producción y de cambio, aumente la productividad del trabajo y reduzca la jornada laboral de manera drástica, para asegurar la gestión y control del conjunto de la población en todas las esferas de la vida económica, política y social. Un avance que dignificará la condición humana hasta límites que hoy nos son desconocidos.

Contar con la participación, la creatividad y el compromiso de la inmensa mayoría de la clase obrera, es la precondición indispensable para construir el socialismo. Nnguna forma de Estado desaparece hasta haber agotado las funciones para las que fue creado; por esas mismas razones el Estado obrero está abocado a su propia extinción una vez haya conseguido eliminar todo resto de privilegio.

En las palabras de Lenin: “Sólo en la sociedad comunista, cuando se haya roto ya definitivamente la resistencia de los capitalistas, cuando hayan desaparecido los capitalistas, cuando no haya clases (es decir, cuando no existan diferencias entre los miembros de la sociedad por su relación hacia los medios sociales de producción), sólo entonces ‘desaparecerá el Estado y podrá hablarse de libertad’. Sólo entonces será posible y se hará realidad una democracia verdaderamente completa, una democracia que no implique, en efecto, ninguna restricción. Y sólo entonces comenzará a extinguirse la democracia por la sencilla razón de que los hombres, liberados de la esclavitud capitalista, de los innumerables horrores, bestialidades, absurdos y vilezas de la explotación capitalista, se habituarán poco a poco a observar las reglas elementales de convivencia, conocidas a lo largo de los siglos y repetidas desde hace miles de años en todos los preceptos, a observarlas sin violencia, sin coacción, sin subordinación, sin ese aparato especial de coacción que se llama Estado” (Ibíd., p. 89).

Hoy en día la podredumbre del Estado burgués se muestra ante nuestros ojos con toda crudeza: en la monarquía, en el gobierno, en el parlamento, en la judicatura, en los cuerpos represivos, en la barbarie de la guerra, en la persecución de los refugiados, en la esclavitud infantil, en el crecimiento de la pobreza y la opresión de todo tipo.

La democracia capitalista no es más que la envoltura de la dictadura del capital financiero, un régimen en decadencia que permite el juego electoral mientras no amenace el poder de la élite miserable que nos gobierna con puño de hierro.

Cuando el Estado vuelve a ser utilizado como el medio para rescatar las grandes corporaciones mientras se sacrifica la vida de millones, y los dirigentes de la nueva izquierda socialdemócrata resucitan su amor hacia Roosevelt, la ONU, el Papa Francisco y la Constitución del 78, leer la obra de Lenin es sentir un soplo de aire fresco, es reconciliarse con la honestidad del genuino pensamiento de la izquierda transformadora. Su llamada a la rebelión conserva toda la fuerza de la necesidad histórica y nos convoca a todas y todos.


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