Inmensos beneficios privados a costa del dinero público y del empleo

El reciente anuncio de su fusión con CaixaBank vuelve a traer a Bankia a las portadas de los medios de comunicación.

La crisis financiera de 2008 destapó el pozo negro en que se había convertido la Caja de Ahorros de Madrid, rebautizada después como Bankia. Operaciones especulativas de una magnitud desconocida hasta entonces, que causaron un agujero financiero que costó a las arcas públicas más de 24.000 millones de euros; dos presidentes de su consejo de administración encarcelados por corrupción —Rodrigo Rato, exministro de Hacienda con el PP y exdirector-gerente del FMI, y Miguel Blesa, íntimo de José Mª Aznar, cuya muerte en 2017 fue declarada suicidio— y una estafa masiva a través de una emisión de preferentes que arruinó a decenas de miles de pequeños ahorradores.

Todo ello desnudó a unos dirigentes sindicales, de CCOO y UGT, corrompidos, que aceptaron todo tipo de sobornos, principalmente las célebres tarjetas “black”, y que, a cambio, facilitaron la destrucción de 4.500 puestos de trabajo y un recorte salvaje de salarios. En resumen, todo un compendio de las prácticas que caracterizaron al capitalismo español especialmente desde principios de los años 90 hasta el estallido de la crisis en 2008.

¿Qué pasó con el sistema bancario y en qué consistió su rescate?

La crisis de Bankia no puede explicarse únicamente por las actividades delictivas de sus directivos o por deficiencias en su gestión. Es cierto que sus niveles de corrupción alcanzaron niveles espectaculares, pero las raíces de su crisis son las mismas que llevaron al sistema financiero, y con él a toda la economía mundial, al histórico crash de 2008, cuyas consecuencias seguimos sufriendo.

En los años 90, los grandes capitalistas del Estado español, apoyándose en las reformas legales de Aznar, vieron las enormes posibilidades que les ofrecía el negocio inmobiliario y se lanzaron a él de cabeza. Fueron los años de la famosa “burbuja inmobiliaria”, cuando se construían cada año muchas más casas de las que el mercado podía absorber y cuando, a pesar del exceso de oferta, los precios de la vivienda alcanzaban cotas estratosféricas.

Por supuesto, los recursos necesarios para alimentar esa burbuja especulativa no procedían de los patrimonios personales de los grandes inversores, sino que estos recurrían al crédito bancario, y cuando las capacidades crediticias de los bancos se agotaban recurrían a todo tipo de ingenierías financieras. Las cajas de ahorros, y Caja Madrid entre ellas, que canalizaban los ahorros de muchos millones de pequeños ahorradores, fueron vistas por los grandes financieros como un casi inagotable filón de recursos, y en ellas pusieron sus codiciosas manos.

De este modo, Caja Madrid no solo financió a precios de saldo proyectos inmobiliarios muchos de los cuales resultaron ruinosos, sino que se convirtió en un instrumento de sofisticadas operaciones bursátiles en grandes empresas como Iberia, Indra o Realia (participada por FCC) que generaron inmensos beneficios a un puñado de capitalistas.

Pero la actividad especulativa organizada en torno a Caja Madrid no se limitó al ámbito del Estado español. A medida que la burbuja inmobiliaria interna daba síntomas de agotarse los grandes inversores que controlaban la gestión de Caja Madrid buscaron oportunidades de lucrarse sin riesgo y de forma inmediata en los mercados internacionales.

La más significativa de estas operaciones fue la compra en 2008 del City National Bank, un banco norteamericano con sede en Miami, por 620 millones de euros, que resultó ser un negocio ruinoso que en unos meses hizo perder a Caja Madrid más de 500 millones. Lo mismo ocurrió con la adquisición de otras entidades financieras, especialmente en América Latina, que, como la hipotecaria mexicana Su Casita, no tardaron en quebrar.

La brusca crisis de 2008 puso un fin abrupto a esta orgía de beneficios fáciles. Los grandes inversores plegaron velas, pusieron a buen recaudo sus ganancias y nos dejaron un coste directo de algo más de 60.000 millones de euros, que hemos pagado la clase trabajadora con recortes, sacrificios e incremento de la pobreza.

Solo en el caso de Caja Madrid, ya rebautizada como Bankia, su rescate en 2012 costó 22.424 millones en capitalización —un dinero que es más que dudoso que recuperemos— y más de 125.000 millones adicionales en diversas ayudas financieras, cuyo coste final aún no puede ser evaluado.

La crisis capitalista alienta la concentración del sistema financiero

A pesar de lo impresionante de las cifras, los rescates que solventaron la crisis financiera de 2008 no solucionaron, ni mucho menos, la crisis de fondo del sistema capitalista. Los miles de millones que se entregaron a bancos y empresas entre 2008 y 2012 solo fueron una primera entrega. A partir de entonces, a través de las políticas de expansión monetaria y de ayudas directas e indirectas, cerca de 7 billones de dólares (el equivalente aproximado de 7 años de PIB del Estado español) se han destinado a mantener en marcha la maquinaria del capitalismo.

El nuevo colapso de la economía mundial, desencadenado a raíz de la pandemia, ha dejado claro que la crisis iniciada en 2008 está lejos de estar superada y, como ha ocurrido en todas las crisis anteriores, los inversores intentan proteger sus beneficios concentrando el capital y recortando sus costes laborales al precio que sea.

La fusión de Caixabank y Bankia se produce en el marco de esta acuciante necesidad del sistema capitalista.

Caixabank y Bankia comparte accionistas. Tres grandes gestoras norteamericanas de capital riesgo, BlackRock, Vanguard e Invesco, han tomado posiciones en ambas entidades, y aunque su participación accionarial pueda parecer pequeña (el 6,87% en Caixabank y el 3,81% en Bankia) el peso de estas tres entidades en la economía mundial es tan grande que les asegura un poder de decisión desproporcionado. Entre estas tres empresas de capital riesgo gestionan unos activos equivalentes al PIB de toda la Unión Europea.

Estos colosos de las finanzas, de cuyas decisiones depende el futuro de decenas de millones de familias, quieren sacar partido a su inversión y crear una entidad bancaria que por su volumen de activos (cerca de 665.000 millones de euros) sería la primera del Estado español y estaría en condiciones de saltar a la arena de las finanzas globales.

Claro está que el contexto internacional, con una perspectiva de actividad económica débil y de tipos de interés cercanos a cero o incluso negativos, va a dificultar la mejora de los márgenes empresariales. Pero gracias a la fusión va a ser posible una drástica reducción de la red de oficinas y de la plantilla de ambas entidades.

Los 51.000 trabajadores de CaixaBank y Bankia van a enfrentarse a un intento de destrucción masiva de sus puestos de trabajo. Si el Banco Santander, con unos activos ligeramente inferiores a los que tendrá CaixaBank tras la fusión, cuenta con una plantilla de 27.000 trabajadores y sigue reduciendo empleo, la perspectiva para los trabajadores de Bankia y CaixaBank dista de ser optimista.

Por supuesto, en los cálculos de estos gigantes de las finanzas globales no hay lugar para pensar en devolver los 24.000 millones del rescate. Hay que tener en cuenta que este dinero no fue un préstamo ni una ayuda que pueda formalmente reclamarse. Fue una aportación de capital que se convirtió en acciones y que en gran parte se consumió cuando Bankia realizó los ajustes contables necesarios para cubrir sus pérdidas, de modo que esas acciones que costaron 24.000 millones hoy no valen ni 2.000.

En resumidas cuentas, esos 24.000 millones sirvieron para pagar los dividendos de las empresas que, como Indra, FCC, Iberia, Mapfre y muchas otras, sobre todo del sector inmobiliario, se beneficiaron durante años de los créditos a bajo coste de Bankia y de sus operaciones bursátiles especulativas.

Nacionalizar la banca bajo control de los trabajadores y sin compensación a los capitalistas

Frente a esta gigantesca y lucrativa operación especulativa que amenaza con una nueva oleada de despidos en el sector, la reacción de los sindicatos ha sido absolutamente lamentable.

José María Martínez, secretario general de la Federación de Servicios de CCOO, en un artículo publicado en Cinco Días, se mostraba entusiasmado con la fusión. Por su parte, los secretarios generales confederales de CCOO y UGT, Unai Sordo y Pepe Álvarez, han sido algo más recatados manifestando lacónicamente su “preocupación” por el empleo. En todo caso, su posición de partida es clara: renunciar a emprender una lucha seria en defensa de todos los puestos de trabajo. En lugar de esto, se limitarán a negociar la cuantía de las indemnizaciones.

Todo esto ocurre bajo un Gobierno que se reclama de izquierdas, y en el que participa de forma destacada Unidas Podemos. Uno de sus máximos dirigentes, Nacho Álvarez, responsable de Economía de Podemos y secretario de Estado de Derechos Sociales, ha mostrado su preocupación ante la fusión, declarando que “el Estado invirtió 24.000 millones en sanear Bankia y por tanto debe proteger a los contribuyentes, que rescataron con sus impuestos la entidad. Las ayudas públicas deben servir para atender necesidades económicas generales, y no para mejorar la rentabilidad de otras entidades”.

Sin duda son buenos deseos, pero el motor del sistema capitalista es la acumulación privada de beneficios, y no va a ser con buenos deseos ni con apelaciones a la justicia con lo que cambiaremos su funcionamiento ni derrotaremos al poderosísimo puñado de plutócratas que pretenden, por todos los medios, seguir lucrándose a costa del esfuerzo de la inmensa mayoría.

La fusión de Caixabank y Bankia es una mala noticia para los trabajadores, que, una vez que se complete, contribuirá a hacer nuestras vidas aún más difíciles. Ahora es el momento en que UP debe honrar sus compromisos con su base social y aprovechar su posición en el Gobierno para explicar que sí se puede detener el proceso de concentración financiera y que hay un medio de pararle los pies al gran capital.

Ese medio es un programa de gobierno que, al servicio del bienestar de la inmensa mayoría y basado en la movilización social, nacionalice, sin indemnización, el conjunto del sistema financiero, poniéndolo bajo el control obrero y cambiando el destino de los ingentes recursos que maneja, para que en vez de ser utilizados para extender la precariedad y la pobreza y asegurar beneficios obscenos a un puñado de potentados, se utilicen para cubrir necesidades sociales, para garantizar puestos de trabajo dignos y para combatir eficazmente la pandemia.

UP debe aferrarse a esta oportunidad de corregir su rumbo. Si no lo hace, continuará su camino hacia su mimetización con el PSOE y malgastará el extraordinario impulso popular que los llevó triunfalmente a las instituciones. Es la hora de poner sobre la mesa un programa socialista que convierta las aspiraciones a una vida mejor para la mayoría en una fuerza imparable de transformación social.

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