Hace treinta años en la plaza de Tiananmen de Pekín (Beijin), en el mismo escenario donde Mao Ze Dong había proclamado la República Popular China un primero de octubre de 1949, cientos de miles de jóvenes estudiantes protagonizaron un movimiento revolucionario en defensa de un socialismo democrático, sin corrupción ni diferencias sociales.

La revuelta iniciada a mediados de abril de 1989 conmocionó el mundo y puso en jaque a la burocracia estalinista del Partido Comunista Chino (PCCh), que en aquellos momentos ya fraguaba las reformas económicas que más tarde conducirían a la restauración capitalista. Enfrentados a un poderoso movimiento de masas, el régimen respondió con una sangrienta represión en la noche del 4 de junio.

La revolución china

Para entender el significado de los sucesos de Tiananmen hay que remontarse a los orígenes de la revolución china y su evolución posterior.

Bajo la dinastía Qing que gobernó desde 1644 a 1911, China había pasado de ser “el Imperio del Centro” a un país colonial humillado por las continuas injerencias e intervenciones militares de las grandes potencias imperialistas. La lucha por la independencia nacional, iniciada en 1911, sólo culmino en 1949 después de años de insurrecciones obreras aplastadas por el Kuomintang de Chiang Kai-shek1 y tras una prolongada guerra campesina librada por el Partido Comunista de Mao.

Tras el triunfo revolucionario el Partido Comunista planeaba la colaboración con la burguesía “progresista” para construir una “nueva democracia” y desarrollar el capitalismo nacional, concebida como una etapa necesaria antes de la instauración del socialismo en un futuro indeterminado. Pero todos estos planes no pasaron de la teoría: la burguesía china y los grandes terratenientes sabotearon todas las medidas progresistas del gobierno, especialmente la consolidación de una amplia reforma agraria que diese la tierra al campesinado, y ante su fracaso manifiesto organizaron su exilio hacia la isla de Taiwán junto a los ejércitos del Kuomingtang y la protección del imperialismo estadounidense.

La presión de la lucha de clases, especialmente la necesidad de dar satisfacción a millones de campesinos en armas, empujó a la dirección del PCCh a nacionalizar la economía y abolir las relaciones de propiedad capitalista. Pero a diferencia de la revolución rusa de Octubre de 1917, el régimen instaurado por Mao no se basó en sóviets ni en la democracia obrera.

Los generales maoístas tomaron las ciudades en una “larga marcha” desde sus bases campesinas e imitaron la forma de organización estatal de la URSS estalinista: el poder quedó bajo el férreo control de la casta de altos funcionarios del PCCh y del Ejército Popular de Liberación (EPL), emancipándose del control político de los trabajadores e impidiendo la creación de organismos democráticos de poder obrero.

China —como la URSS de su época o los países de Europa del Este que cayeron bajo la influencia soviética después de la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial— era un Estado obrero deformado burocráticamente basado en un régimen bonapartista, pero también el resultado de una gran conmoción revolucionaria. China dejó de ser un país muy atrasado a desarrollar aceleradamente las fuerzas productivas y lograr conquistas sociales relevantes:

“En 1949 era el país más pobre del mundo. Su PIB per cápita era alrededor de la mitad del de África y menos de tres cuartas partes del de la India. Pero de 1950 a 1980, durante el período maoísta, el PIB creció de forma regular (2,8 % de media anual), el país se industrializó y la población pasó de 552 a 1.017 millones de habitantes. Los progresos en materia de salud fueron espectaculares y se erradicaron las principales epidemias. El indicador que resume todo, la esperanza de vida, pasó de 44 años en 1950 a 68 años en 1980. Los progresos en materia de educación fueron masivos, especialmente en la primaria: el porcentaje de población analfabeta pasó del 80 % en 1950 al 16 % en 1980.”2

En la medida que estos avances se tradujeron en una mayor complejidad de la economía, el carácter burocrático de la planificación y la ausencia de control y participación democrática de la clase obrera se manifestaron como un obstáculo creciente. A esto hay que añadir el despilfarro de la parte de plusvalía nacional que era consumida por el aparato del Estado y del partido improductivamente, y que servía para sostener privilegios y una diferenciación social que, aunque mucho menor a la actual, ya se hacía visible.

La línea errónea de la teoría del “socialismo en un solo país” se expresó en fracasos como el Gran Salto Adelante en 1958, un intentó de acelerar la producción industrial sin una base material consistente que causó fuertes hambrunas y la muerte de millones de personas. Posteriormente se produjeron los trastornos de la denominada “revolución cultural” de 1966, una reacción de los sectores de la dirección estalinista más cercanos a Mao para aliviar el descontento social golpeando a una parte de la burocracia. Este nuevo giro supuso una purga de cuadros del Estado en numerosas instituciones y sectores, el retroceso de la producción industrial en un 15%, deportaciones masivas de población y más de 400.000 muertes.

Las medidas burocráticas fueron incapaces de paliar el progresivo estancamiento económico. Pero el establecimiento de una auténtica democracia obrera y la extensión de la revolución socialista en Asia y África —continentes dónde el triunfo maoísta había animado poderosamente la lucha anticolonialista— estaba fuera de las intenciones de la burocracia del PCCh, pues ello hubiera conllevado la pérdida de su poder y privilegios.

Reformas pro-capitalistas

Tras la muerte de Mao en 1976 un amplio sector de la burocracia, encabezado por Deng Xiaoping (que había sido represaliado en la revolución cultural) no albergaba otra solución a los graves problemas de la economía que la introducción de medidas capitalistas y la integración de China en el mercado mundial para abrir paso a la inversión extranjera, por supuesto bajo el control omnipresente del aparato del partido.

La nueva orientación se decidió en el tercer plenario del Comité Central del PCCh celebrado entre el 18 y 22 de diciembre de 1978, en el que se aprobaron una serie de medidas de gran trascendencia entre las cuales destacan dos: A) La creación de cuatro zonas económicas especiales (Shantou, Xiamen, Shenzhen y Zhuhai) que luego se extendieron a ciudades como Shangai, para la instalación de industrias ligeras financiadas con capital extranjero y mixto dedicadas a la alimentación, confección, electrónica, textil..., y que  gozaron de  exenciones fiscales y otros beneficios. B) La descolectivización de la tierra permitiendo su arriendo a particulares y la venta de sus productos a precios de mercado, con el consiguiente incremento de la inflación, la desigualdad y el paro agrícola.

El aumento de trabajadores “sobrantes” en el campo y el nuevo impulso manufacturero provocó una emigración masiva hacia las ciudades que en los años siguientes adquirió grandes dimensiones: decenas de millones de ex campesinos nutrieron una reserva casi inagotable de fuerza de trabajo barata.

Aunque el Estado seguía en manos del PCCh se introdujeron métodos de gestión en las empresas siguiendo las normas de rentabilidad del mercado mundial, pilotados por una capa de gestores ambiciosos estrechamente ligados a las autoridades locales del PCCh. Así, el incremento de la producción para la exportación fue permitiendo que gerentes y burócratas acumularan una gran cantidad de capital en los intersticios de la economía planificada —apoyándose no pocas veces en una corrupción gigantesca—, y estableciendo a su vez una tupida red de intereses materiales y políticos en común.

Si en un principio estas reformas supusieron un cierto alivio en una economía atascada (la producción agrícola creció a una media del 8% entre 1979 y 1984) pronto mostraron los nuevos y graves problemas que causaban a la sociedad china:

“En primer lugar, los desequilibrios en la distribución de la renta. Los beneficios del fuerte crecimiento económico que la nueva orientación produjo favorecieron más a los trabajadores del sector agrícola o a los de las empresas joint venture,3 por ejemplo, que a los trabajadores de la industria estatal o a los funcionarios. Desde un punto de vista regional, las zonas del interior se sintieron discriminadas frente a las zonas costeras, en las que la reforma y la apertura al exterior tuvieron una especial intensidad.

En segundo lugar, la inflación, prácticamente desconocida en la era maoísta, pasó a convertirse en uno de los problemas económicos más importantes, origen también de un profundo descontento.

En tercer lugar, la corrupción, el nepotismo, los privilegios (...) se dispararon al calor de la nueva política, en la que la obsesión por el crecimiento, por el enriquecimiento, por la obtención de divisas, se convirtió en el tema dominante…”4

El malestar con esta situación se expresó primero a través de manifestaciones estudiantiles, especialmente las de finales de 1986 y principios de 1987, en las que un sector de la juventud ilustrada pidió “menos corrupción en el partido”, acabar con los privilegios del PCCh y libertades democráticas frente al control autoritario del Estado.

Las movilizaciones juveniles eran la punta del iceberg de un descontento social mucho más profundo, y que se dejaron sentir en el aparato del partido. Hu Yaobang, su secretario general, fue destituido por Den Xiaoping tras haber sido acusado por sectores de la burocracia de haber simpatizado con las protestas. Yaobang se transformó en un “reformador” para la juventud universitaria de Beijin y su muerte, el 15 de abril de 1986, precipitó los acontecimientos.

Estalla el movimiento

Las honras fúnebres de Hu, celebradas en la Plaza de Tiananmen, fueron aprovechadas por los estudiantes para lanzar sus demandas de más democracia, libertades políticas y fin de la corrupción y la inflación. A partir de ese momento, los mítines cada vez más concurridos desconcertaron a las autoridades.

El movimiento estudiantil pronto atrajo a los obreros. El 17 de abril un grupo no muy numeroso de jóvenes trabajadores formaron la BWAF, la Federación Autónoma de los Trabajadores de Beijing, que en el transcurso de los acontecimientos jugaría un papel relevante intentando introducir de un programa de clase, unificar a los trabajadores con los estudiantes, y combatiendo las ilusiones pro-capitalistas de un sector de los dirigentes juveniles.

La BWAF no se limitó sólo a pedir más democracia, exigió aumentos salariales y contención de los precios, que los ingresos y posesiones de los dirigentes del partido se publicitaran y limitasen, y libertad para organizar sindicatos independientes del aparato del Estado. El ambiente entre los sectores avanzados de una nueva clase obrera emergente se refleja muy bien en la declaración de la BWAF del 25 de mayo: “Nuestra nación fue creada por la lucha y el esfuerzo de los trabajadores, tanto de los manuales como de los intelectuales. Nosotros somos los amos legítimos de esta nación y debemos ser escuchados en los asuntos nacionales. No debemos permitir que esta pequeña banda degenerada usurpe nuestro nombre, el de la clase trabajadora, y reprima a los estudiantes, asesine a la democracia y pisotee los derechos humanos”. 5

Como respuesta a las peticiones de dialogo de los estudiantes, el Diario del Pueblo (DP) —órgano de prensa del PCCh— publicó un editorial el 26 de abril que llevaba por título “La necesidad de fijar una postura clara contra la agitación”, en el que se tachaba al movimiento de contrarrevolucionario y amenazaba abiertamente con la represión. Fue una declaración que incendió los ánimos: Al día siguiente más de 300.000 estudiantes se manifestaron en Beijing contra el editorial, la manifestación antigubernamental más numerosa desde el establecimiento de la República Popular en 1949.

El 28 de abril un nuevo editorial del DP daba un giro intentando congeniar con la postura y demandas de los estudiantes. Pero esto no calmó el ambiente. El 13 de mayo cientos de estudiantes iniciaron una huelga de hambre pidiendo al gobierno diálogo y el reconocimiento del carácter democrático del movimiento cuyo objetivo era “mejorar el socialismo”.

La plaza se convirtió en el epicentro de un desafió cada vez más masivo. Durante días, cientos de miles de jóvenes y trabajadores ocuparon su explanada, pero entre el 17 y 18 de mayo el movimiento dio un salto de cantidad y calidad: un millón de personas salieron a las calles en Beijing en apoyo a los estudiantes, entre ellos decenas de miles de trabajadores y sus familias. Las manifestaciones se repitieron en otras ciudades con asistencia de decenas de miles de personas.

La BWAF, que se habían extendido a otras ciudades como Changsha, Hengyang, Shaoyang, Xiangtan y Yueyang, acudió a las manifestaciones con sus propias banderas y propaganda, y comenzó a atraer a miles de trabajadores a sus filas. Incluso desde la base del sindicato oficial (ACFTU) se levantaron voces reclamando castigo a la corrupción, atención a las demandas estudiantiles, autonomía sindical y libertades democráticas.

La masacre

El movimiento de Tiananmen produjo una diferenciación política en la cúpula del PCCh, que en un principio confió en que las protestas serían pasajeras y que en todo caso la promesa de algunas concesiones, más aparentes que reales, terminaría por disolverlas. Zhao Ziyang, secretario general del PCCh, intentó presentarse como un interlocutor ante los estudiantes emulando a Hu Yaobang y se opuso al establecimiento de la ley marcial.

Pero entre la cúpula dirigente del partido existía el temor a que acontecimientos como los de Polonia en los años 1980-81, con las grandes huelgas de los astilleros de Gdansk y el surgimiento del sindicato Solidarność, y las sacudidas sociales y económicas que ya se estaban produciendo en la URSS bajo Gorbachov —y que pronto se extenderían a la República Democrática Alemana (RDA) y a Europa del Este— pudieran reproducirse en territorio chino.

Finalmente, el aparato del partido proclamó la Ley Marcial el 20 de mayo, pero la indignación que desencadenó entre la población era una advertencia de la profundidad de la rebelión. Cuando el gobierno intentó enviar a más de 10.000 soldados para hacerla efectiva, decenas de miles de estudiantes y trabajadores levantaron barricadas y confraternizaron con las tropas. Tras cuatro días de incertidumbre los soldados fueron retirados de la capital, en muchos casos tras negarse a obedecer órdenes. Existen testimonios de que la desobediencia se reprodujo en el cuerpo de oficiales e incluso afectó a los generales Xu Feng y Hu Xinquiang, éste último comandante del 38º cuerpo de élite que posteriormente sería detenido y sometido a un consejo de guerra por su negativa a cumplir las órdenes.

Mientras la resistencia de los estudiantes se hacía cada vez más visible y el contagio de sus demandas al conjunto de la clase obrera se extendía, la dinámica de los acontecimientos se hacía intolerable para la burocracia. En los primeros días de junio un contingente de 200.000 soldados fue enviado nuevamente a Beijing. Para evitar la insubordinación en las unidades los soldados provenían de provincias lejanas por lo que ni sus familias ni ellos mismos tenían ningún vínculo personal en la capital, y se les preparó para hacer frente a “un peligro contrarrevolucionario y criminal”.

Con estas fuerzas seguras se produjo la masacre de la madrugada del 4 de junio: las tropas intervinieron violentamente causando más de 7.000 muertos y 20.000 heridos según diferentes testimonios y estudios. La represión afectó a todo el país y la cifra de detenidos superó decenas de miles.

Un punto de inflexión

Cuando el movimiento llegó a su punto más álgido a mediados de mayo, las condiciones estaban maduras para que los dirigentes estudiantiles hubieran levantado la consigna de huelga general en la capital, llamando a la clase obrera a paralizar las fábricas y establecer comités de acción. La unidad entre los estudiantes y la clase obrera con un programa revolucionario para enfrentar las reformas capitalistas, y conquistar una auténtica democracia socialista sin burocracia, corrupción y privilegios, era la única estrategia para lograr la victoria.

Sin embargo, muchos dirigentes estudiantiles desarrollaron todos los prejuicios típicos de la pequeña burguesía ensoberbecida, despreciaron las muestras de solidaridad de la BWAF y se negaron en redondo a orientarse al movimiento obrero. La identificación de democracia con “libertad de mercado” también fue apoyada por estos sectores, enredados en negociaciones inútiles con los representantes de la burocracia. En estas condiciones, y con la ausencia de un partido revolucionario con una base entre las masas, las carencias políticas de la dirección debilitaron la capacidad de resistencia del movimiento frente a la represión.

El aplastamiento de Tiananmen supuso un punto de inflexión para acelerar las reformas hacia el capitalismo a la vez que reforzó el poder del Estado. En 1992 el XIV Congreso del PCCh decidió adoptar el modelo de “economía socialista de mercado con características chinas”, eufemismo que permitió desmantelar las bases de la economía planificada y el monopolio estatal del comercio exterior, hasta reconocer finalmente la actividad empresarial y la propiedad privada.

Miles de burócratas y gestores de empresas estatales se convirtieron en propietarios legítimos de las mismas y acumularon fabulosas fortunas. El proceso de restauración capitalista, alentado por un desarrollo de las fuerzas productivas gracias a la explotación despiadada de millones de campesinos convertidos en trabajadores de la gran industria, y un Estado que ha subsidiado generosamente la actividad exportadora privada, se ha consolidado definitivamente liquidando las conquistas sociales de la época revolucionaria.

El instinto de supervivencia de la burocracia china —que ha tenido muy en cuenta el ejemplo del derrumbe de la URSS— está detrás de su decisión estratégica para establecer un sistema de capitalismo de Estado con aspiraciones imperialistas, en cuya cima se sitúa un régimen cada vez más bonapartista. Pero a su vez, este proceso ha llevado a la creación de una poderosa clase obrera de 400 millones que, enfrentada a condiciones de vida y trabajo miserables, está protagonizado una escalada de luchas y huelgas cada vez más vigorosa. Este será un factor fundamental cuando se produzca una nueva situación revolucionaria, pues su fuerza es ahora mucho mayor que en 1989.

Décadas de reformas capitalistas “exitosas” han dejado un poso de resentimiento hacia la nueva burguesía corrupta, su “cultura” del enriquecimiento y sus métodos totalitarios. La nueva rebelión late subterráneamente entre una amplia capa de jóvenes estudiantes que están “redescubriendo” el marxismo, paradójicamente a través de los textos de Mao, o se manifiesta abiertamente en el movimiento de masas en Hong Kong contra las leyes de extradición alentadas por los déspotas de Beijing. Una seria advertencia para la burocracia y la nueva burguesía china de lo que está por venir.

NOTAS

1. Chiang Kai-shek sucedió a Sun Yat-sen como líder del Partido Nacionalista Chino Kuomintang. Con el ascenso del estalinismo, la burocracia soviética supeditó la política del PCCh a esta formación nacionalista burguesa en aras de culminar “la etapa democrático-nacional de la revolución”. Pero en el momento del ascenso revolucionario, el Kuomintang se unió a los capitalistas, latifundistas y al imperialismo para masacrar a miles de obreros en Shangài y Cantón (1927) y perseguir duramente al Partido Comunista.

2. Bruno Guigue “El socialismo chino y el mito del fin de la historia”. 28-11-2018 www rebelión.org

3. Joint venture: Asociación empresarial en la que los socios comparten los riesgos de capital y los beneficios según las tasas acordadas.

 4. Enrique Fanjul “China: la crisis de la reforma” , EL PAIS , 21 de octubre de 1989

5. Trabajadores en las protestas de Tiananmen: La política de la Federación Autónoma de Trabajadores de Beijing, Andrew G. Walder y Gong Xiaoxia, publicado por primera vez en el Australian Journal of Chinese Affairs, No 29, enero de 1993.

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