En el quinto aniversario de lo que se ha denominado la Primavera Árabe, una explosión social vuelve a recorrer Túnez. Como entonces, miles de jóvenes y trabajadores se manifiestan (pese al toque de queda), se enfrentan a la policía, toman comisarías y otras sedes gubernamentales, y exigen pan y trabajo. Se trata de la movilización más importante en el país desde la caída de la dictadura de Ben Alí, y refleja el callejón sin salida que el capitalismo, aun con el barniz democrático, supone para las aspiraciones populares.

Como en 2011, la lucha comenzó con el suicidio de un joven parado. El sábado 16 de enero, Rida Yayaui, desesperado por haber sido excluido de la lista de empleo de Kasrin, en el centro del país, decidió quitarse la vida. No ha sido un caso único: el año pasado hubo quinientos intentos (frustrados o no) de suicidio, que muchas veces no es sólo resultado de la desesperación sino también de la determinación de provocar una reacción, de dar un aldabonazo, a la situación de miseria, paro y falta de expectativas que el nuevo régimen, heredero directo de la dictadura, mantiene.

De nuevo, la chispa prendió en una pradera seca. Miles de jóvenes salieron a la calle en Kasrin pese a la represión policial, y su determinación se extendió al resto de localidades del centro, y de ahí al resto del país: Sfax, Susa... Como hace cinco años. Se contabilizan 42 policías y cientos de manifestantes heridos. En Sidi Busi cortaron las carreteras con neumáticos ardiendo, y en Feriana un policía murió linchado. Tanto la destitución del vicegobernador de Kasrin, como la proclamación del toque de queda, el domingo 17, han sido totalmente inútiles. El martes 19 las manifestaciones y enfrentamientos llegaron a la capital, en uno de cuyos suburbios (Eltadamon) la comisaría fue ocupada. Recordando la insurrección de 2011, la multitud se manifiesta frente al ministerio del Interior, en la emblemática Avenida Habib Burguiba, y también frente a las sedes del sindicato UGTT, para presionar a su dirección. A las clásicas consignas “Trabajo, libertad y dignidad nacional”, “el pueblo quiere la caída del régimen”, se añaden otras como “el trabajo es un derecho, banda de ladrones”, “te han engañado, ciudadano, te han dado pobreza y hambre”, o “vergüenza, gobernantes, Kasrin arde”.

Peores condiciones de vida que en la dictadura

Kasrin es una región especialmente pobre. El paro es el doble de la media (en algunas localidades llega al 40%), sólo una cuarta parte de la población tiene acceso al agua potable (la mitad que la media nacional), la tasa de analfabetismo (32%) es tres veces mayor, la esperanza de vida siete años menor, y el índice de mortalidad infantil el doble. Sin embargo, las condiciones de vida para las masas han empeorado en todo el país desde la caída de Ben Alí. El desempleo es tres puntos más alto que entonces, y la economía creció en 2015 su tasa más baja desde entonces (entre medio y un punto). El 82% de los préstamos del Banco Mundial y el FMI (concedidos a cambio de dolorosos recortes) va destinado al pago de la deuda contraída por el dictador Ben Alí y sus cómplices, lo que ha duplicado la deuda externa (22.000 millones de euros). El turismo, que contribuye al 10% del PIB, está en caída libre tras los atentados yihadistas; y la también importante industria fosfatera, donde se agudiza la conflictividad laboral, pierde mercado exterior. El 54% de la economía es informal y la mitad de ella está controlada por un puñado de familias. No es de extrañar que en 2015 se contabilizaran 4.288 conflictos sociales. Ni que se calcule en seis mil los jóvenes desesperados que han buscado en Siria una salida, en las filas del Estado Islámico.

El Gobierno, de coalición entre Nidá Tunis (bloque que agrupa a antiguos altos cargos de la dictadura), los islamistas de En Nahda y partidos de “izquierda”, ha llevado una política salvaje de ataque al movimiento de las masas. En lo económico, de privatizaciones, recortes y apertura al capital extranjero. En lo político, de represión policial con la excusa del terrorismo yihadista (el presidente, Habib Essed, acusó a las manifestaciones de estar infiltradas por terroristas), y de rehabilitación de la dictadura (está en proyecto una ley de reconciliación nacional). En estos momentos Nidá Tunis, el partido del presidente, está en descomposición, con deserciones masivas, y ha perdido la mayoría en el Parlamento. Hay que decir que si ganó las elecciones últimas fue al presentarse con una imagen de combate frente al islamismo, imagen fomentada por las principales organizaciones de izquierda, que buscaban sin descanso una supuesta burguesía laica y progresista que anteponer a la reacción islamista.

Abajo la política de conciliación de clases

Cinco años después, las enormes expectativas tras la deposición del dictador no se han cumplido, ni durante el Gobierno del islamista En Nahda ni durante el de unidad nacional actual. Y gran parte de la responsabilidad la tiene la cúpula de la UGTT, que conscientemente ha luchado por desactivar la lucha. Su participación ha sido clave para la creación del Cuarteto Nacional del Diálogo, premiado por la burguesía mundial con el Nobel de la Paz en 2015. Esta entidad ha sido un paso más en la colaboración de clases de los dirigentes sindicales. Samir Shaafi, secretario general adjunto del sindicato, lo deja claro: “tras el asesinato del político Mohamed Brahmi [referente izquierdista víctima del integrismo en el verano de 2013 durante el Gobierno de En Nahda], el país cayó en un período oscuro de confrontación civil. Entonces, conscientes de nuestra responsabilidad histórica, desde la UGTT propusimos a otras tres instituciones prestigiosas [la principal de las cuales es ¡la patronal!] mediar entre el Gobierno [cómplice del atentado] y la oposición. (…) Fuimos capaces de (…) consensuar (…) la formación de un Gobierno tecnocrático de unidad nacional” (elpais.es, 9/10/15). De esta forma, lavaron la imagen de los islamistas de En Nahda y de la patronal, y desperdiciaron la fuerza expresada en la calle (incluso con una masiva huelga general) contra el nuevo régimen, democrático de fachada, y continuista de fondo de la dictadura. Veamos ahora el talante de la UTICA, la patronal, expresado con estas palabras de su presidenta Uidé Bushamaui a principios de año: “Si es necesario ser más severos desde el punto de vista de las libertades para garantizar la seguridad, creo que es necesario escoger esta opción”.

El aparato del Estado burgués (que fue puesto en entredicho tras la caída de Ben Alí por el surgimiento de comités sindicales y populares por todo el país) está preocupado, y con él la oligarquía tunecina y el imperialismo. La represión no sirve para aniquilar el ánimo de lucha, las promesas (6.000 empleos o subvenciones sociales en la región de Kasrin, 500 proyectos financiados por el Banco Central, mejora de la sanidad pública, construcción de carreteras…) tampoco. El problema para ellos es que la experiencia no pasa en balde. Después de cinco años, es cada vez más evidente que el problema de fondo no ha cambiado, que la existencia de ciertos derechos democráticos conquistados en la lucha y cada vez más vaciados de contenido por el poder no solucionan las condiciones de vida. El yugo del capital, de la subordinación de los intereses de la mayoría a los beneficios de una extrema minoría de tunecinos y a un puñado de multinacionales, debe ser sacudido. El proceso desarrollado en todo el mundo árabe entonces, y heroicamente iniciado por las masas tunecinas, debe, y sólo puede, completarse, con la caída de la tiranía capitalista, y de este Gobierno contrarrevolucionario, con la expropiación y nacionalización de los principales medios de producción y la construcción de una sociedad socialista con la participación y el control democrático de la población organizada en comités sindicales y populares. En esta labor, recuperar el sindicato como instrumento de organización y lucha, y para organizar una masiva huelga general contra este Gobierno, es un paso imprescindible.


En el quinto aniversario de lo que se ha denominado la Primavera Árabe, una explosión social vuelve a recorrer Túnez. Como entonces, miles de jóvenes y trabajadores se manifiestan (pese al toque de queda), se enfrentan a la policía, toman comisarías y otras sedes gubernamentales, y exigen pan y trabajo. Se trata de la movilización más importante en el país desde la caída de la dictadura de Ben Alí, y refleja el callejón sin salida que el capitalismo, aun con el barniz democrático, supone para las aspiraciones populares.

Como en 2011, la lucha comenzó con el suicidio de un joven parado. El sábado 16 de enero, Rida Yayaui, desesperado por haber sido excluido de la lista de empleo de Kasrin, en el centro del país, decidió quitarse la vida. No ha sido un caso único: el año pasado hubo quinientos intentos (frustrados o no) de suicidio, que muchas veces no es sólo resultado de la desesperación sino también de la determinación de provocar una reacción, de dar un aldabonazo, a la situación de miseria, paro y falta de expectativas que el nuevo régimen, heredero directo de la dictadura, mantiene.

De nuevo, la chispa prendió en una pradera seca. Miles de jóvenes salieron a la calle en Kasrin pese a la represión policial, y su determinación se extendió al resto de localidades del centro, y de ahí al resto del país: Sfax, Susa... Como hace cinco años. Se contabilizan 42 policías y cientos de manifestantes heridos. En Sidi Busi cortaron las carreteras con neumáticos ardiendo, y en Feriana un policía murió linchado. Tanto la destitución del vicegobernador de Kasrin, como la proclamación del toque de queda, el domingo 17, han sido totalmente inútiles. El martes 19 las manifestaciones y enfrentamientos llegaron a la capital, en uno de cuyos suburbios (Eltadamon) la comisaría fue ocupada. Recordando la insurrección de 2011, la multitud se manifiesta frente al ministerio del Interior, en la emblemática Avenida Habib Burguiba, y también frente a las sedes del sindicato UGTT, para presionar a su dirección. A las clásicas consignas “Trabajo, libertad y dignidad nacional”, “el pueblo quiere la caída del régimen”, se añaden otras como “el trabajo es un derecho, banda de ladrones”, “te han engañado, ciudadano, te han dado pobreza y hambre”, o “vergüenza, gobernantes, Kasrin arde”.

Peores condiciones de vida que en la dictadura

Kasrin es una región especialmente pobre. El paro es el doble de la media (en algunas localidades llega al 40%), sólo una cuarta parte de la población tiene acceso al agua potable (la mitad que la media nacional), la tasa de analfabetismo (32%) es tres veces mayor, la esperanza de vida siete años menor, y el índice de mortalidad infantil el doble. Sin embargo, las condiciones de vida para las masas han empeorado en todo el país desde la caída de Ben Alí. El desempleo es tres puntos más alto que entonces, y la economía creció en 2015 su tasa más baja desde entonces (entre medio y un punto). El 82% de los préstamos del Banco Mundial y el FMI (concedidos a cambio de dolorosos recortes) va destinado al pago de la deuda contraída por el dictador Ben Alí y sus cómplices, lo que ha duplicado la deuda externa (22.000 millones de euros). El turismo, que contribuye al 10% del PIB, está en caída libre tras los atentados yihadistas; y la también importante industria fosfatera, donde se agudiza la conflictividad laboral, pierde mercado exterior. El 54% de la economía es informal y la mitad de ella está controlada por un puñado de familias. No es de extrañar que en 2015 se contabilizaran 4.288 conflictos sociales. Ni que se calcule en seis mil los jóvenes desesperados que han buscado en Siria una salida, en las filas del Estado Islámico.

El Gobierno, de coalición entre Nidá Tunis (bloque que agrupa a antiguos altos cargos de la dictadura), los islamistas de En Nahda y partidos de “izquierda”, ha llevado una política salvaje de ataque al movimiento de las masas. En lo económico, de privatizaciones, recortes y apertura al capital extranjero. En lo político, de represión policial con la excusa del terrorismo yihadista (el presidente, Habib Essed, acusó a las manifestaciones de estar infiltradas por terroristas), y de rehabilitación de la dictadura (está en proyecto una ley de reconciliación nacional). En estos momentos Nidá Tunis, el partido del presidente, está en descomposición, con deserciones masivas, y ha perdido la mayoría en el Parlamento. Hay que decir que si ganó las elecciones últimas fue al presentarse con una imagen de combate frente al islamismo, imagen fomentada por las principales organizaciones de izquierda, que buscaban sin descanso una supuesta burguesía laica y progresista que anteponer a la reacción islamista.

Abajo la política de conciliación de clases

Cinco años después, las enormes expectativas tras la deposición del dictador no se han cumplido, ni durante el Gobierno del islamista En Nahda ni durante el de unidad nacional actual. Y gran parte de la responsabilidad la tiene la cúpula de la UGTT, que conscientemente ha luchado por desactivar la lucha. Su participación ha sido clave para la creación del Cuarteto Nacional del Diálogo, premiado por la burguesía mundial con el Nobel de la Paz en 2015. Esta entidad ha sido un paso más en la colaboración de clases de los dirigentes sindicales. Samir Shaafi, secretario general adjunto del sindicato, lo deja claro: “tras el asesinato del político Mohamed Brahmi [referente izquierdista víctima del integrismo en el verano de 2013 durante el Gobierno de En Nahda], el país cayó en un período oscuro de confrontación civil. Entonces, conscientes de nuestra responsabilidad histórica, desde la UGTT propusimos a otras tres instituciones prestigiosas [la principal de las cuales es ¡la patronal!] mediar entre el Gobierno [cómplice del atentado] y la oposición. (…) Fuimos capaces de (…) consensuar (…) la formación de un Gobierno tecnocrático de unidad nacional” (elpais.es, 9/10/15). De esta forma, lavaron la imagen de los islamistas de En Nahda y de la patronal, y desperdiciaron la fuerza expresada en la calle (incluso con una masiva huelga general) contra el nuevo régimen, democrático de fachada, y continuista de fondo de la dictadura. Veamos ahora el talante de la UTICA, la patronal, expresado con estas palabras de su presidenta Uidé Bushamaui a principios de año: “Si es necesario ser más severos desde el punto de vista de las libertades para garantizar la seguridad, creo que es necesario escoger esta opción”.

El aparato del Estado burgués (que fue puesto en entredicho tras la caída de Ben Alí por el surgimiento de comités sindicales y populares por todo el país) está preocupado, y con él la oligarquía tunecina y el imperialismo. La represión no sirve para aniquilar el ánimo de lucha, las promesas (6.000 empleos o subvenciones sociales en la región de Kasrin, 500 proyectos financiados por el Banco Central, mejora de la sanidad pública, construcción de carreteras…) tampoco. El problema para ellos es que la experiencia no pasa en balde. Después de cinco años, es cada vez más evidente que el problema de fondo no ha cambiado, que la existencia de ciertos derechos democráticos conquistados en la lucha y cada vez más vaciados de contenido por el poder no solucionan las condiciones de vida. El yugo del capital, de la subordinación de los intereses de la mayoría a los beneficios de una extrema minoría de tunecinos y a un puñado de multinacionales, debe ser sacudido. El proceso desarrollado en todo el mundo árabe entonces, y heroicamente iniciado por las masas tunecinas, debe, y sólo puede, completarse, con la caída de la tiranía capitalista, y de este Gobierno contrarrevolucionario, con la expropiación y nacionalización de los principales medios de producción y la construcción de una sociedad socialista con la participación y el control democrático de la población organizada en comités sindicales y populares. En esta labor, recuperar el sindicato como instrumento de organización y lucha, y para organizar una masiva huelga general contra este Gobierno, es un paso imprescindible.

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