¡Abajo el Gobierno asesino de Piñera! ¡Por el socialismo y la democracia obrera!
El levantamiento del pueblo chileno iniciado a mediados de octubre ha llegado a un punto crítico. El Gobierno asesino de Piñera está contra las cuerdas gracias a la acción de las masas. Ni la salvaje represión, ni las promesas fraudulentas y las maniobras dilatorias de la oligarquía, ni la política conciliadora de la Mesa de Unidad Social han restado empuje, masividad y extensión a un movimiento insurreccional sin precedentes en los últimos treinta años.
La clase obrera y la juventud han desbordado desde el principio a los dirigentes reformistas de la izquierda, tanto del Partido Socialista (PS) como del Partido Comunista (PCCh) y la CUT, y han impuesto desde abajo cada paso adelante de la movilización, incluidas ya tres huelgas generales y las marchas más multitudinarias que se recuerdan. Millones en las calles y una organización que se extiende a través de comités de acción, cabildos y asambleas populares, sientan las condiciones para llevar la batalla hasta la transformación socialista de Chile y terminar de una vez por todas con el capitalismo. La cuestión central está en juego: quién detenta el poder. Y la correlación de fuerzas es claramente favorable a la clase obrera y los oprimidos.
Chile vive una auténtica situación revolucionaria. Lo que comenzó hace casi un mes como una protesta contra la subida de las tarifas del transporte público, se ha transformado en una rebelión para hacer frente a la represión salvaje del ejército y los carabineros y, finalmente, en un movimiento de masas de una envergadura formidable: una huelga general histórica de 48 horas que paralizó el país los días 23 y 24 de octubre, seguida de marchas multitudinarias que el viernes 25 reunieron, solo en Santiago, a un millón y medio de personas.
Un movimiento que no ha cesado ni un instante y ha impulsado con un rotundo éxito otro paro nacional el 30 de octubre, y otras dos marchas masivas, especialmente la del 9 de noviembre, que volvió a reunir en la capital alrededor del millón de personas. Las huelgas en los distintos sectores productivos continúan y una nueva huelga general está convocada para el 12 de noviembre. La situación está tan fuera de control que al Gobierno no le ha quedado otra que suspender dos importantes eventos internacionales: el Foro Económico Asia-Pacífico y la Cumbre Mundial del Clima.
“No son 30 pesos, son 30 años”
Este eslogan, coreado masivamente en las barricadas y las manifestaciones, resume muy bien lo que está pasando en Chile. Todo el entramado institucional construido tras la caída de la dictadura de Pinochet, que dejó sin depurar los crímenes de la Junta Militar, aseguró las bases de un capitalismo depredador, la supresión de los servicios públicos y la privatización masiva, y dio alas a la mayor desigualdad del continente, ha sido puesto en cuestión por un levantamiento popular asombroso. Un levantamiento que señala directamente a todos aquellos partidos de la izquierda que han colaborado activamente en apuntalar este régimen, especialmente al Partido Socialista y al Partido Comunista.
El poder de las masas, cuando están determinadas a llegar hasta el final, “obra milagros”. Lo que los partidos tradicionales de la izquierda —con sus direcciones reformistas todo el día enfangadas en los lances parlamentarios y mesas de diálogo— no han sido capaces de lograr nunca, lo ha arrancado a la clase dominante la juventud heroica y la clase obrera chilena batiéndose contra la represión y el orden capitalista. ¡Qué inspiración más extraordinaria para todos los oprimidos del mundo!
Los acontecimientos revolucionarios han cogido completamente por sorpresa a la burguesía. Hasta hace solo unas semanas, Chile era descrito por los grandes empresarios y por el propio FMI como el modelo a seguir por el resto de países de América Latina, como un ejemplo paradigmático de la estabilidad y el orden capitalista. Pero también es una lección para todos aquellos que, desde la izquierda, incluso desde organizaciones que se reclaman “revolucionarias”, solo se lamentan recordando supuestos tiempos pasados mejores, y culpan constantemente a la clase obrera y la juventud por “su bajo nivel de conciencia”. Estas organizaciones llenas de “dirigentes” escépticos y desmoralizados, que toman la lección a la clase obrera y la juventud desde sus mesas de profesor, también han sido incapaces de prever nada.
La responsabilidad de la izquierda parlamentaria
La actual explosión se ha venido incubando desde hace años, especialmente por la frustración provocada bajo los gobiernos del Partido Socialista y la Concertación, y la complicidad que con ellos ha mantenido el Partido Comunista y la CUT.
Siguiendo el modelo de la Transición española, los crímenes de la dictadura de Pinochet quedaron impunes. El aparato del Estado no fue depurado de fascistas, tal y como demuestra la actuación brutal de los militares en las calles, y las direcciones del Partido Socialista y Comunista cedieron vergonzosamente en la lucha de masas que derrotó a la dictadura, pactando con sus herederos una “transición democrática” que salvaguardara el sistema capitalista.
La dictadura de Pinochet impuso un modelo de capitalismo salvaje, siguiendo la estela de Thatcher y Reagan, privatizando todos los servicios públicos y convirtiendo Chile en un auténtico paraíso fiscal en beneficio de los multimillonarios. Posteriormente, los gobiernos socialistas de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet dieron continuidad a esas mismas políticas, abriendo las puertas al nuevo Gobierno de la derecha presidido por una de las principales fortunas de Chile. Una situación que ha provocado un empobrecimiento generalizado y una desafección inevitable hacia todo el régimen político.
Sin embargo, en vez de aprender de los errores y rectificar, los dirigentes del PC tratan de reivindicar su fracasada política de colaboración de clases con la burguesía, que en nada ha ayudado a las masas pero sí ha perpetuado la desigualdad, la miseria y la represión.
La lucha masiva tumba el estado de excepción y acorrala al Gobierno
Desde el primer momento el Gobierno ha respondido al levantamiento popular con una represión salvaje, intentando cortar de cuajo las protestas mediante el terror.
Se habla oficialmente de al menos 20 muertos por la acción brutal de los milicos y las fuerzas policiales, aunque otras fuentes señalan que son más. Las denuncias por torturas y violaciones en las comisarías se cuentan por centenares. Según el Instituto Nacional de Derechos Humanos, se han registrado 1.915 personas heridas, más de la mitad por disparos de los milicos y carabineros (balines de goma, disparos de bala o arma no identificada), cerca de 600 por perdigones, ocasionando pérdidas oculares a 182 personas. El director de esta institución, Sergio Micco, denunciaba que las violaciones de los derechos humanos son “muy graves y reiteradas” y “que en manifestaciones donde no hay violencia, se ha disparado a mansalva a las personas”. El propio Ministerio de Justicia reconoce la detención de 9.203 personas, cientos de ellos menores de edad, solo hasta el 28 de octubre.
En las redes sociales circulan decenas de vídeos que recuerdan las imágenes de la represión sangrienta durante la dictadura de Pinochet, con militares disparando y apaleando indiscriminadamente en las calles a cualquiera que encuentran, aprovechando la impunidad que les otorgó Piñera al declarar el estado de excepción. Sin embargo, la represión no solo ha sido incapaz de frenar la movilización de masas, sino que la ha convertido rápidamente en una auténtica insurrección revolucionaria.
La movilización permanente en las calles derrotó el toque de queda y al Estado militarizado. Finalmente, Piñera certificó esta realidad anunciando patéticamente el levantamiento oficial del estado de excepción y la retirada de los militares de las calles. Una lección muy valiosa sobre los límites del Estado burgués, por más armamento con que cuente, frente a las masas que deciden ponerse en marcha y pierden el miedo.
La fuerza de las movilizaciones ha sido de tal envergadura que no solo han replegado a los militares a sus cuarteles, el Gobierno de Piñera no ha tenido más remedio que retirar la subida del transporte y proponer un “Plan Social” de mejoras en las pensiones, en el salario mínimo, en el precio de los medicamentos o en las tarifas eléctricas... incluso el Congreso, dominado por partidos de la derecha, aprobó la jornada laboral de 40 horas.
Piñera tuvo que pasar de señalar que “el país estaba en guerra” contra los jóvenes y los trabajadores en lucha, a pedir perdón. Estas declaraciones reflejan, en sí mismas, la auténtica correlación de fuerzas entre las clases y lo que piensa la burguesía chilena.
Sí, para las élites económicas, para los altos mandos militares, para los que durante décadas han engordado sus privilegios con una democracia vigilada y tutelada por los herederos de la dictadura pinochetista, la situación es espantosa: un pueblo insurrecto ha dicho basta a sus fortunas obscenas, a la corrupción, y a una desigualdad endémica que mantiene a la inmensa mayoría del pueblo en la pobreza y la precariedad.
Sin embargo, la burguesía jamás va a renunciar a la baza de la violencia contra el levantamiento popular. De hecho, mientras el Gobierno asesino dice haber “escuchado al pueblo” la realidad es que el pasado 7 de noviembre Piñera anunciaba la puesta en marcha de una nueva “agenda de seguridad” para endurecer la represión contra el movimiento. Ese paquete de medidas prevé fortalecer la “eficacia de las fuerzas del orden” contra “barricadas y el entorpecimiento de la libre circulación”; dar facilidades legales para criminalizar y perseguir “desórdenes públicos”, crear un cuerpo especial de espionaje e infiltración (“inteligencia”) para la prevención de “delitos”; incrementar la impunidad de los cuerpos represivos (“estatuto de protección para las fuerzas de orden y seguridad”), etc.
Todo esto no es un síntoma de fortaleza, sino de tremenda debilidad. Pero también es una advertencia muy seria: o este Gobierno es derribado por el movimiento en las calles o la clase dominante tratará, cuando la ocasión le sea más favorable, de machacarlo como sea. Por eso los llamamientos por parte de los dirigentes del PS, PCCh, de la CUT y del Frente Amplio a que este Gobierno “se siente a negociar”, legitimándole y dándole un barniz democrático en la práctica, permitiendo que recupere la iniciativa en lugar de echarle, es completamente criminal.
Organizar la huelga general indefinida hasta tumbar a Piñera. ¡No al Diálogo Nacional con los represores!
Un punto de inflexión, sin duda, fue la huelga general de 48 horas de octubre impulsada por los sectores más combativos de la clase obrera y la juventud, decenas de movimientos sociales y organizaciones de la izquierda y que, a pesar de sus numerosas vacilaciones, tuvo que convocar finalmente la dirección de la Central Única de Trabajadores por la presión desde abajo.
Pero la dirección de la CUT en lugar de apoyarse en el triunfo alcanzado por el movimiento, y dar continuidad a la lucha con un plan contundente que incluya la huelga general indefinida hasta lograr la renuncia de Piñera, se limitan a llamar a un “diálogo nacional” pidiendo al Gobierno que “devuelva la democracia al Estado de Chile”. ¿A qué Gobierno? ¿Al que ha declarado el estado de excepción? ¿Al responsable de más de 20 muertes, miles de heridos y detenidos, de torturas y violaciones? ¿Al que hambrea al pueblo?
En el mismo sentido, la dirección y los parlamentarios del Partido Comunista de Chile se han erigido en los campeones del pacto social, exigiendo una mesa de diálogo que incluya al Gobierno y, sobre todo, ¡que les incluya a ellos! Se quejan de que “el Gobierno ha excluido y ha marginado al mundo social y popular”. No, compañeros, el Gobierno no ha excluido al pueblo, el Gobierno de Piñera ha masacrado y está masacrando al pueblo. Y lo que tiene que hacer quien se reivindique comunista no es buscar desesperadamente el diálogo con los represores, sino organizar la lucha para que triunfe y evitar más muertes y abusos.
En un momento en que las masas avanzan con paso firme, los dirigentes del PCCh centran sus esperanzas en poner en marcha un engorroso procedimiento de acusación constitucional contra Piñera… ¡por haber utilizado ilegalmente el estado de excepción! Este tipo de planteamientos solo dan oxígeno y tiempo a Piñera. No se requiere de ninguna acusación constitucional: Piñera y su Gobierno tienen que irse ya, y hay suficiente fuerza y determinación en las masas para lograrlo.
La Asamblea Constituyente no acabará con el poder de la oligarquía. La única alternativa es derribar el capitalismo
Chile se halla en un punto de inflexión. Las condiciones para acabar con Piñera y con su Gobierno, para romper con el sistema capitalista y su legado de desigualdad y represión, y para comenzar a transformar realmente la vida de millones de jóvenes y trabajadores, están dadas.
La consigna de una Asamblea Constituyente defendida por el PCCh y las organizaciones sociales, sindicales y políticas que forman la Mesa de Unidad Social, y que algunas organizaciones que se consideran revolucionarias repiten, pero añadiendo que sea “libre y soberana”, insiste en que los graves problemas de las masas, puestos encima de la mesa por este levantamiento, se pueden resolver dentro del marco del capitalismo.
Es una y mil veces falso plantear que en el Chile de hoy una Asamblea Constituyente, que elabore una constitución dentro de la legalidad capitalista, pueda afrontar el problema del desempleo masivo, la precarización, la privatización de los servicios públicos o la depuración completa de fascistas del aparato estatal. No hay la posibilidad de una “democracia más avanzada” en el marco del capitalismo en crisis del siglo XXI. Esta consigna, y sus diferentes variantes, es una renuncia vergonzosa a plantear abiertamente la necesidad de luchar por el socialismo, por el poder obrero, levantando un programa revolucionario consecuente.
Este gran levantamiento no solo ha demostrado una correlación de fuerzas favorable, ha revelado un gran avance en la conciencia de las masas que no quieren soportar un minuto más el actual estado de cosas. Y es la tarea de los revolucionarios traducir todo esto en una estrategia y un programa capaz de alcanzar la victoria y transformar la sociedad.
Es muy sintomático que el Gobierno de Piñera aceptara reformar la Constitución —en una entrevista al diario chileno El Mercurio del 9 de noviembre afirmaba: “Los cambios a la Constitución tienen que ser más profundos y más intensos de lo que pensaba hace algunos años. No quiero comprometerme con plazos, pero tengo claro que hay un sentido de urgencia. Esto es para ahora”— y, más significativo aún, que finalmente haya asumido incluso la propia consigna de la Asamblea Constituyente. El ministro de Interior anunciaba la noche del 10 de noviembre que el Ejecutivo "apuesta por un Congreso constituyente, una amplia participación ciudadana y un plebiscito ratificatorio".
Situado al borde del abismo, asediado por el movimiento de masas y con un ridículo 13% de popularidad, Piñera trata así de ganar tiempo, de enfriar el movimiento, dividirlo y preparar nuevas medidas represivas más selectivas contra los sectores más avanzados y organizados.
Para esa maniobra dilatoria, la actitud de los dirigentes de la Mesa de Unidad Social está siendo clave. Le permite a Piñera aparecer como un mandatario que escucha y responde al pueblo, en lugar de denunciarle y señalar que centrar las expectativas de cambio en la Constituyente implica quitar el protagonismo de la calle (el único motor real de cualquier transformación real para las masas) y devolverlo a unas instituciones burguesas debidamente maquilladas, sin que se modifique un ápice el poder real de la oligarquía, basado en el control del ejército y la propiedad privada de los medios de producción. Mientras todo el poder económico y político esté en manos de los oligarcas de siempre, ninguna constitución resolverá los problemas acuciantes de los trabajadores y los oprimidos. Será papel mojado.
La tarea del momento es profundizar y dar consistencia revolucionaria al poderoso movimiento que se ha desatado: impulsar la formación de comités de acción en todas las fábricas, centros de trabajo, de estudios, barrios… y coordinarlos nacionalmente mediante delegados elegibles y revocables. Las bases para ello están dadas. En los últimos días se han extendido los cabildos ciudadanos y las asambleas populares. Más de doscientos han agrupado a 10.000 personas el primer fin de semana de noviembre, recogiendo sus reivindicaciones y, sobre todo, insistiendo en no abandonar la movilización en las calles. Esto ha sido decisivo para que se concretara la huelga general del 12 de noviembre. Una vez más los dirigentes han sido sobrepasados por la base, solo la fuerza y la determinación de los trabajadores ha hecho posible esta nueva convocatoria.
Este el camino, construir la huelga general indefinida —con ocupaciones de los centros de trabajo y estudio— y organizar la autodefensa de los trabajadores y la juventud, haciendo un llamamiento enérgico a los soldados para que no repriman al pueblo, organicen comités dentro de los cuarteles y paralicen las órdenes de los mandos sumándose a las movilizaciones populares. Esto tendría un efecto inmediato. De hecho, la profundidad de la rebelión social que se está viviendo ya ha tenido efecto en este sector. El soldado de 21 años David Veloso Codocedo, que se negó a reprimir a la población lanzando su arma al suelo y apoyó “a todo el pueblo de Chile que está peleando”. Esta valiente actitud fue seguida de declaraciones similares por parte de los reservistas del Ejército, quienes se han negado a participar de las acciones represivas para las cuales fueron convocados.
El plan de lucha tiene que ir acompañado de un programa claro: ¡Fuera Piñera! ¡Por un Gobierno de los trabajadores en beneficio del pueblo! Nacionalización de la banca, de los monopolios y de la tierra, sin indemnización y bajo el control democrático de los trabajadores y sus organizaciones. Educación y sanidad públicas, dignas, gratuitas y universales. Salarios dignos y empleo estable. Derecho a una vivienda pública asequible. Jubilaciones dignas cien por cien públicas. Depuración inmediata de fascistas del ejército, la policía y la judicatura: juicio y castigo a los responsables de la represión y los crímenes de la dictadura. Todos los derechos al pueblo mapuche. ¡Por la democracia obrera, abajo la democracia de los capitalistas!
El pueblo de Chile no está solo. Una nueva oleada de insurrecciones y levantamientos revolucionarios está barriendo América Latina, desde México hasta Argentina, pasando por Ecuador, Honduras, Haití o Costa Rica, y tienen su réplica en Líbano, Iraq, Argelia o Sudán. Una oleada que es fruto de la miseria y la desigualdad endémica que vive desde hace décadas todo el continente, y que no tendrá solución bajo el sistema capitalista. La clase obrera y la juventud chilena están reatando el nudo de la historia, poniendo otra vez de manifiesto sus tradiciones revolucionarias. Su triunfo será el triunfo de todos los trabajadores y oprimidos del mundo, abriendo el camino para la victoria del socialismo internacional.