Crisis del gobierno PT, ofensiva burguesa y rebelión social
Brasil ha entrado de lleno en una profunda crisis económica, y la tensión social y política se retroalimentan vertiginosamente. El crecimiento sostenido durante una década ha dado paso a una caída severa del 4% del PIB en 2015, pero existe un consenso general en que no se trata de una racha negativa sino de un retroceso que se prolongará en los próximos años.
Algunos analistas hablan de una reducción del 3,5% del PIB en 2016, y del 1% para 2017. Paralelamente, la bolsa se encuentra en mínimos históricos, y la devaluación del real frente al dólar merma el poder adquisitivo de la población, con una inflación situada en el 10%.
La clase trabajadora brasileña ya acusa, y mucho, los golpes de la crisis: el desempleo en el último año se ha duplicado, situándose cerca del 8%, mientras los salarios sufren la caída más pronunciada en una década (cerca del 7%). Pero las medidas que exigen los capitalistas son de tal envergadura que han rebasado los límites del gobierno petista, acelerando su crisis y provocando la ruptura de muchos pactos que los gobiernos de Lula y Dilma habían establecido con un sector de la derecha política y los empresarios*.
La burguesía tiene claro que para sortear la crisis necesita golpear brutalmente las condiciones de vida de las masas y, por supuesto, profundizar en todas las contrarreformas iniciadas bajo los gobiernos de Lula y acentuadas por Dilma Rousseff. En una estrategia global, el gran capital latinoamericano, con el respaldo del imperialismo estadounidense, está lanzado a recuperar el control directo sobre el aparato del Estado y revertir todas las conquistas de la clase obrera. En Argentina, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, la tarea inmediata es acabar con los gobiernos que ocuparon la escena después del giro a la izquierda y los procesos revolucionarios que ha vivido Latinoamérica en casi dos décadas. Gobiernos que, presionados por el fuerte empuje de las masas, llevaron a cabo reformas, más o menos consistentes según los casos, pero que no han roto con las relaciones de producción capitalistas, no han mermado el poder de las oligarquías, ni superado la dependencia del mercado mundial (que se ha acentuado en este periodo con la subordinación de sus economías nacionales a los ingresos obtenidos por la exportación de petróleo, gas, soja, y todo tipo de materias primas).
La ofensiva de la derecha y la capitulación del gobierno petista
En el caso de Brasil, durante su primer periodo, los gobiernos del PT pudieron oscilar entre los intereses de los trabajadores y la burguesía, adoptando algunas medidas asistenciales que beneficiaron a los sectores más pobres y marginados del pueblo brasileño, pero también abriendo el país a la especulación monetaria y financiera, a las inversiones de capital extranjero que disponían de mano de obra en abundancia, con bajos salarios y condiciones de precariedad. El “milagro brasileño”, que encendió los delirios teóricos sobre los “emergentes”, ahora cede ante una realidad mucho más sombría. La crisis mundial y la desaceleración de China golpean duramente el país, generando nuevas contradicciones que son explotadas demagógicamente por la derecha.
Aprovechando el desencanto de importantes sectores de la clase trabajadora y la juventud con el gobierno, expresado en las imponentes manifestaciones del 2013 contra la subida del precio del transporte, y en el escaso margen (3% de los votos) con que Dilma ganó su segundo mandato en 2014, la derecha se sintió envalentonada para acotar y ejercer un mayor tutelaje sobre el gobierno.
Agitando la bandera de la corrupción (tras estallar los escándalos que implicaban a altos funcionarios del PT en el saqueo de Petrobrás, el gigantesco entramado estatal del petróleo) movilizaron a su base social, especialmente las capas medias descontentas, consiguiendo reunir en marzo de 2015 aproximadamente un millón de manifestantes en las ciudades más importantes. Pero la confianza de la derecha se volvió euforia cuando el gobierno no pudo generar movilizaciones de envergadura en su respaldo.
Para octubre, Dilma destituyó a buena parte de su gabinete y entregó posiciones claves, como el Ministerio de Hacienda, a representantes directos del gran capital; el más destacado de ellos es Joaquim Levy Manos de tijera, que de inmediato tomó la sartén por el mango y planteó un recorte presupuestario que hacía peligrar todos los programas sociales. Las cámaras empresariales, los partidos de la derecha y hasta el vicepresidente, reforzaron la ofensiva con la denominada Agenda Brasil, un plan de privatizaciones, recortes al gasto social, reforma laboral, leyes para criminalizar la protesta social, etcétera, similar al que está imponiendo Macri en Argentina.
Después de que Lula y Dilma se pronunciaran a favor de dicha Agenda, el retroceso en desbandada del gobierno únicamente sirvió para incrementar la audacia de la derecha. En el mes de noviembre, la amenaza de juicio político-destitución contra Dilma (impeachment) y la amenaza de cárcel contra los más altos dirigentes del PT, se convirtieron en un nuevo ariete para acabar con el gobierno.
La acción de la clase trabajadora y las perspectivas
La fuerza, voluntad y resistencia que el gobierno de Dilma no mostró para detener a la derecha, las manifestó con creces la clase obrera. Paralelamente a las maniobras de la derecha, se gestó una oleada huelguística formidable. En enero y agosto las plantillas de Volkswagen, General Motors y Mercedes Benz protagonizaron huelgas exitosas. Todas ellas detuvieron despidos que se pretendían masivos. En marzo estalló una huelga de 21 días que abarcó a medio millón de trabajadores, la mayoría de empleados de los bancos privados y públicos, y que culminó con un aumento salarial del 10%. En junio estallaron huelgas en 48 de las 63 universidades federales donde participaron docentes, no docentes y estudiantes. Un punto cumbre de esta ofensiva obrera se vivió entre el 1 y el 23 de noviembre cuando estalló la huelga en Petrobrás, la más importante desde 1995 y que acabó con un acuerdo salarial positivo. La guinda del pastel fue el triunfo el 4 de diciembre de la aguerrida huelga de estudiantes en Sao Paulo, que derrotó la reforma educativa impulsada por el derechista PSDB.
Aunque la enrevesada trama política continuó su curso y el 3 de diciembre se inició el proceso de impeachment contra Rousseff, la acción de la clase trabajadora marcó límites al avance de la derecha. La burguesía comprobó que el verdadero rival a vencer no es exactamente la burocracia estatal del PT, sino una clase trabajadora que está dispuesta a defender sus conquistas. De hecho, la presión del movimiento obrero también se ha dejado sentir en las filas del PT, cuando la presidenta tuvo que cesar, el 18 de diciembre, a Joaquim Levy ante su pretensión de acabar con la Bolsa Familia, un plan de ayuda destinado a los hijos de familias pobres en edad escolar.
En estas condiciones, y aunque el impeachment no prospere, la burguesía no va a renunciar a seguir desgastando a un gobierno petista maniatado, para que aplique el programa de la derecha y siga socavando sus vínculos con la clase trabajadora.
El campo de batalla está dispuesto. El reto para la clase obrera es mayúsculo, pues tiene que enfrentar a la burguesía y a una cúpula del PT y de la CUT, el principal sindicato de clase brasileño, que están dando muestras más que evidentes de ceder miserablemente ante estas presiones, y cuyos elementos más destacados están fusionados abiertamente con la burguesía. Esta nueva fase de la lucha de clases representará una escuela dolorosa pero necesaria, y creará las condiciones para que el potente movimiento obrero de Brasil reate sus tradiciones revolucionarias.
* Una muestra de estos vínculos fue la fórmula electoral con que Dilma se presentó a las elecciones en 2014, donde su vicepresidente fue Michel Temer, del derechista PMDB, el mismo partido que abandera el juicio político y la destitución en su contra.