El pasado 17 de febrero, el ministro de Finanzas de Japón, Shoichi Nakagawa, se vio obligado a presentar su dimisión tras las críticas recibidas por comparecer totalmente borracho en la rueda de prensa posterior a la reunión del G-7, que se celebró en Roma la semana anterior. Aunque desconozcamos si esta afición del ministro es un comportamiento habitual, no cabe duda de que los resultados económicos de Japón en el último trimestre de 2008 bien pueden explicar su decisión de buscar alivio en la botella. Desde 1974 no se habían registrado en Japón unos resultados económicos tan desastrosos: el retroceso del PIB respecto al mismo período de 2007 fue del 12,7%, con una caída aún mayor de las exportaciones -13,9%- y, lo que es peor, con la inversión empresarial disminuyendo en un 5,3%, claro anticipo de que en el próximo período la recesión se va a profundizar.
El pasado 17 de febrero, el ministro de Finanzas de Japón, Shoichi Nakagawa, se vio obligado a presentar su dimisión tras las críticas recibidas por comparecer totalmente borracho en la rueda de prensa posterior a la reunión del G-7, que se celebró en Roma la semana anterior. Aunque desconozcamos si esta afición del ministro es un comportamiento habitual, no cabe duda de que los resultados económicos de Japón en el último trimestre de 2008 bien pueden explicar su decisión de buscar alivio en la botella. Desde 1974 no se habían registrado en Japón unos resultados económicos tan desastrosos: el retroceso del PIB respecto al mismo período de 2007 fue del 12,7%, con una caída aún mayor de las exportaciones -13,9%- y, lo que es peor, con la inversión empresarial disminuyendo en un 5,3%, claro anticipo de que en el próximo período la recesión se va a profundizar.
Y si estas cifras, por sí solas, representan una situación considerablemente peor que la del resto de países capitalistas desarrollados, la gravedad de la situación económica sólo se aprecia en toda su dimensión si se considera la evolución económica de Japón desde el estallido de su particular burbuja inmobiliaria y crediticia, en el ya lejano año de 1990.
El análisis de esta situación es importante no sólo para entender qué está pasando hoy en la economía japonesa, sino para encontrar claves que nos ayuden a prever la evolución probable de la crisis generalizada del sistema capitalista. Lo que está ocurriendo en la economía mundial desde agosto de 2007, cuando se desató la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos, presenta notables similitudes con la situación que hundió a la economía japonesa en un persistente estancamiento durante los años 90. Y lo que puede ser aún más significativo: la recuperación económica iniciada en Japón en 2002 se está demostrando como una recuperación raquítica, con unas bases todavía minadas por las políticas económicas aplicada hace 25 años.
La ‘década perdida'
Desde mediados de los años 80 la economía japonesa empieza a experimentar un impresionante "boom" financiero e inmobiliario. Alentadas por unos tipos de interés extraordinariamente bajos -en 1988 el tipo de interés aplicado por el Banco Central de Japón se redujo hasta el 2,5%, desde el 5% en que se situaba sólo dos años antes-, y por un tipo de cambio del yen que dificultaba las exportaciones, las empresas japonesas iniciaron una loca carrera de inversiones en acciones y en suelo e inmuebles.
El auge financiero fue espectacular. Las acciones y el precio del suelo empezaron a subir de forma sostenida, animando a las empresas a dedicar sus cuantiosos recursos a la especulación, fuente de rápidas y cómodas ganancias, en lugar de dedicarlos a la más trabajosa y menos rentable inversión productiva en fábricas, maquinaria, etc.
La fortísima expansión económica que siguió a la Segunda Guerra Mundial, paralela a la disfrutada por EEUU y Europa, había permitido a la burguesía japonesa amasar ingentes beneficios. Eran los años del famoso "milagro japonés", cuando Japón se presentaba ante el mundo como modelo de economía eficiente, y cuando los propagandistas del capitalismo alababan a las empresas japonesas por sus extraordinarios logros.
Desde luego, el crecimiento de la industria japonesa fue totalmente real. Durante los años 60 el crecimiento del PIB alcanzó una media anual del 10,4%, e incluso la crisis de 1973-74 no impidió que el crecimiento anual medio se mantuviese por encima del 5%. Por ello, cuando la economía productiva ya no fue capaz de seguir garantizando los elevados beneficios de los años anteriores y el empresariado japonés puso sus ojos en los mercados financieros, la masa de capital excedente disponible para la pura actividad especulativa era de tal magnitud que la subida de los precios de los activos fue inmediata y espectacular.
Entre 1985 y 1990 el valor del suelo se incrementó en un 200%. El valor de los pisos subió de tal manera que las hipotecas con plazo de cien años se convirtieron en habituales. Y las acciones no se quedaron atrás en esta carrera especulativa: el valor promedio de las acciones de la bolsa de Tokio pasó de los 12.500 yenes de 1985 a 39.000 a principios de 1990.
Naturalmente, los beneficios de las empresas se dispararon, y ante la expectativa de conseguir beneficios aún mayores, las empresas se endeudaron de forma masiva, aportando como garantía de sus créditos las propias acciones e inmuebles que estaban adquiriendo.
Pero, como cabía esperar, y de forma similar a lo ocurrido en 2007, la expansión del crédito alcanzó pronto sus límites. La burbuja financiera japonesa no pudo mantenerse más allá de 1990, los precios de los activos se desplomaron, y los bancos se encontraron con serias dificultades para recuperar el dinero prestado. Empresas y familias, agobiadas por las deudas, se vieron obligados a recortar su inversión y su consumo, y en muy poco tiempo, la caída de los precios de los activos se extendió al conjunto de los bienes y servicios. Fue el inicio de un período de deflación, la caída sostenida de los precios que constituye el peor veneno para una economía capitalista.
Fin de la paz social
Durante más de diez años, la economía japonesa languideció. Sólo la caída espectacular de los precios de los activos provocó pequeños repuntes de actividad económica, motivados básicamente por inversores extranjeros que, jugando con el diferencial en los tipos de cambio de las divisas, aprovechaban las gangas originadas por la liquidación de empresas en quiebra. En conjunto, la década se cerró con un crecimiento medio del 1,6% y, lo más importante, con una quiebra definitiva del modelo de paz social que había caracterizado a la economía japonesa desde el "boom" de la postguerra.
La crisis dinamitó los cimientos de la paz social japonesa. El empleo de por vida, los amplios mecanismos de aseguramiento del bienestar de los trabajadores y jubilados creados por las grandes empresas japonesas en los años 50 y 60, el pleno empleo, la vivienda segura, la tranquilidad ante la enfermedad o la invalidez, desaparecieron del mapa. De pronto, los trabajadores japoneses se enfrentaron a fenómenos desconocidos para toda una generación: despidos masivos, pérdida de la vivienda, reducción drástica del valor de los fondos de pensiones, etc., abriendo un período de crisis social que se prolonga hasta hoy.
Como consecuencia de esta crisis, el Partido Comunista Japonés experimentó en los años 90 un fuerte crecimiento, tanto en militantes como en apoyo electoral (12,55% de los votos en 1996, que fue su mejor resultado en esa época). Desgraciadamente, la política del PCJ, de la que está ausente una clara perspectiva socialista, le impide convertirse en una alternativa a la decadencia del capitalismo, aunque sigue aumentando sus apoyos, especialmente entre los jóvenes.
Las políticas anticrisis
Si el origen y evolución de la crisis presenta numerosas similitudes y paralelismos con la crisis actual, es aún más interesante comprobar como las medidas anticrisis adoptadas hace 15 años por el gobierno japonés parecen sacadas del mismo libro de recetas económicas que están aplicando los gobiernos capitalistas desde hace algunos meses.
La primera gran medida fue la de recortar los tipos de interés hasta el 0%, que es, obviamente, la tasa de interés más baja posible. De esta manera, las empresas podían invertir sin prácticamente ningún coste financiero. ¿Qué más podría pedirse para provocar una recuperación? Pues la realidad fue que la deflación demostró ser resistente frente al dinero gratis. La caída persistente de los precios provoca que, aunque el tipo de interés nominal sea cero, el tipo de interés real siga siendo demasiado alto. Además, la caída de los precios no se ve acompañada por la caída del valor de las deudas, que permanece invariable. De esta forma, a medida que pasa el tiempo la carga de la deuda es cada vez más pesada tanto para las familias como para las empresas, obligando a aplazar indefinidamente las decisiones de gasto e inversión. Es la famosa trampa de liquidez descrita por los economistas clásicos.
La segunda medida contra la crisis fue la aprobación de una serie de paquetes de ayudas fiscales y de gasto público. Uno tras otro, diez grandes planes se pusieron en marcha, con un gasto total de cerca de cinco billones de dólares. Para evaluar la magnitud de estas ayudas hay que tener en cuenta que el PIB japonés era en 2000 de 4,3 billones de dólares, es decir, que el gobierno de Japón inyectó al sector privado más de la producción total de bienes y servicios de todo el país durante un año. Ingentes inyecciones que se sumaban a tipos de interés cero... ¿y cuáles fueron los resultados?
Ninguna de estas medidas provocó la más mínima señal de recuperación. Uno tras otro, el dinero público de los planes se sumió en el sistema bancario, se aplicó a sanear los balances ruinosos, a recuperar las pérdidas y desapareció para siempre. Dejó, eso sí, una deuda pública equivalente al 180% del PIB de Japón, que los trabajadores japoneses todavía tardarán años en pagar a través de sus impuestos.
Finalmente, después de casi ocho años de crisis, y a pesar de las ingentes ayudas, la situación del sector bancario seguía siendo catastrófica. En diciembre de 1998 el gobierno se vio obligado a nacionalizar el Nippon Credit Bank ante su inminente hundimiento. Tres meses después, en marzo de 1999, se requirió una nueva inyección, esta vez de de 25 billones de yenes, para salvar al conjunto de los grandes bancos.
Y mientras el estado japonés salvaba a su burguesía de sus errores y de la locura especulativa a la que conduce el funcionamiento del capitalismo, las condiciones de vida de los trabajadores no dejaban de endurecerse. De forma lenta, y evitando un enfrentamiento abierto con los sindicatos y la clase obrera, el gobierno adoptó medidas de privatización, endureció las condiciones laborales de los funcionarios, y promovió una bajada real de los salarios.
Recuperación nuevamente frustrada
Aunque algunas de las privatizaciones propuestas, como la del servicio de Correos (que en Japón cubría también funciones de Caja de Ahorros), desencadenaron luchas muy importantes, el crecimiento del paro y, por encima de todo, la ausencia de un partido obrero con un programa socialista permitieron que las políticas de ataque a las condiciones de vida de los trabajadores tuvieran un cierto resultado. En 2002, las tasas de beneficio de las empresas japonesas ya se habían recompuesto y su situación financiera había sido saneada con dinero público, y, al calor de un "boom" mundial, la inversión privada se reanimó. Y durante cinco años la economía japonesa presentó una ligera apariencia de recuperación, basada en una aún mayor sobreexplotación de la clase obrera.
Ahora, la apariencia se ha esfumado. La realidad infame del capitalismo vuelve a manifestarse en Japón con toda su crudeza, mostrando al mundo cuál es la naturaleza de las crisis y lo que cabe esperar de las políticas anticíclicas del estado burgués.
Pero a pesar de la catástrofe económica, las fuerzas de la poderosa clase obrera japonesa están prácticamente intactas. La vida cotidiana de los trabajadores se ha resentido, y muchas de las conquistas obtenidas en las décadas anteriores se han volatilizado, pero el proletariado japonés no ha sufrido ninguna derrota política, ni ha sido aplastado en modo alguno. Únicamente la ausencia de un partido revolucionario impide canalizar la indignación de los trabajadores hacia una alternativa socialista. Aprendiendo de su experiencia, y de los procesos revolucionarios que se están abriendo en muchos países, el proletariado japonés acabará encontrando su camino hacia la revolución socialista.
Y si estas cifras, por sí solas, representan una situación considerablemente peor que la del resto de países capitalistas desarrollados, la gravedad de la situación económica sólo se aprecia en toda su dimensión si se considera la evolución económica de Japón desde el estallido de su particular burbuja inmobiliaria y crediticia, en el ya lejano año de 1990.
El análisis de esta situación es importante no sólo para entender qué está pasando hoy en la economía japonesa, sino para encontrar claves que nos ayuden a prever la evolución probable de la crisis generalizada del sistema capitalista. Lo que está ocurriendo en la economía mundial desde agosto de 2007, cuando se desató la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos, presenta notables similitudes con la situación que hundió a la economía japonesa en un persistente estancamiento durante los años 90. Y lo que puede ser aún más significativo: la recuperación económica iniciada en Japón en 2002 se está demostrando como una recuperación raquítica, con unas bases todavía minadas por las políticas económicas aplicada hace 25 años.
La ‘década perdida'
Desde mediados de los años 80 la economía japonesa empieza a experimentar un impresionante "boom" financiero e inmobiliario. Alentadas por unos tipos de interés extraordinariamente bajos -en 1988 el tipo de interés aplicado por el Banco Central de Japón se redujo hasta el 2,5%, desde el 5% en que se situaba sólo dos años antes-, y por un tipo de cambio del yen que dificultaba las exportaciones, las empresas japonesas iniciaron una loca carrera de inversiones en acciones y en suelo e inmuebles.
El auge financiero fue espectacular. Las acciones y el precio del suelo empezaron a subir de forma sostenida, animando a las empresas a dedicar sus cuantiosos recursos a la especulación, fuente de rápidas y cómodas ganancias, en lugar de dedicarlos a la más trabajosa y menos rentable inversión productiva en fábricas, maquinaria, etc.
La fortísima expansión económica que siguió a la Segunda Guerra Mundial, paralela a la disfrutada por EEUU y Europa, había permitido a la burguesía japonesa amasar ingentes beneficios. Eran los años del famoso "milagro japonés", cuando Japón se presentaba ante el mundo como modelo de economía eficiente, y cuando los propagandistas del capitalismo alababan a las empresas japonesas por sus extraordinarios logros.
Desde luego, el crecimiento de la industria japonesa fue totalmente real. Durante los años 60 el crecimiento del PIB alcanzó una media anual del 10,4%, e incluso la crisis de 1973-74 no impidió que el crecimiento anual medio se mantuviese por encima del 5%. Por ello, cuando la economía productiva ya no fue capaz de seguir garantizando los elevados beneficios de los años anteriores y el empresariado japonés puso sus ojos en los mercados financieros, la masa de capital excedente disponible para la pura actividad especulativa era de tal magnitud que la subida de los precios de los activos fue inmediata y espectacular.
Entre 1985 y 1990 el valor del suelo se incrementó en un 200%. El valor de los pisos subió de tal manera que las hipotecas con plazo de cien años se convirtieron en habituales. Y las acciones no se quedaron atrás en esta carrera especulativa: el valor promedio de las acciones de la bolsa de Tokio pasó de los 12.500 yenes de 1985 a 39.000 a principios de 1990.
Naturalmente, los beneficios de las empresas se dispararon, y ante la expectativa de conseguir beneficios aún mayores, las empresas se endeudaron de forma masiva, aportando como garantía de sus créditos las propias acciones e inmuebles que estaban adquiriendo.
Pero, como cabía esperar, y de forma similar a lo ocurrido en 2007, la expansión del crédito alcanzó pronto sus límites. La burbuja financiera japonesa no pudo mantenerse más allá de 1990, los precios de los activos se desplomaron, y los bancos se encontraron con serias dificultades para recuperar el dinero prestado. Empresas y familias, agobiadas por las deudas, se vieron obligados a recortar su inversión y su consumo, y en muy poco tiempo, la caída de los precios de los activos se extendió al conjunto de los bienes y servicios. Fue el inicio de un período de deflación, la caída sostenida de los precios que constituye el peor veneno para una economía capitalista.
Fin de la paz social
Durante más de diez años, la economía japonesa languideció. Sólo la caída espectacular de los precios de los activos provocó pequeños repuntes de actividad económica, motivados básicamente por inversores extranjeros que, jugando con el diferencial en los tipos de cambio de las divisas, aprovechaban las gangas originadas por la liquidación de empresas en quiebra. En conjunto, la década se cerró con un crecimiento medio del 1,6% y, lo más importante, con una quiebra definitiva del modelo de paz social que había caracterizado a la economía japonesa desde el "boom" de la postguerra.
La crisis dinamitó los cimientos de la paz social japonesa. El empleo de por vida, los amplios mecanismos de aseguramiento del bienestar de los trabajadores y jubilados creados por las grandes empresas japonesas en los años 50 y 60, el pleno empleo, la vivienda segura, la tranquilidad ante la enfermedad o la invalidez, desaparecieron del mapa. De pronto, los trabajadores japoneses se enfrentaron a fenómenos desconocidos para toda una generación: despidos masivos, pérdida de la vivienda, reducción drástica del valor de los fondos de pensiones, etc., abriendo un período de crisis social que se prolonga hasta hoy.
Como consecuencia de esta crisis, el Partido Comunista Japonés experimentó en los años 90 un fuerte crecimiento, tanto en militantes como en apoyo electoral (12,55% de los votos en 1996, que fue su mejor resultado en esa época). Desgraciadamente, la política del PCJ, de la que está ausente una clara perspectiva socialista, le impide convertirse en una alternativa a la decadencia del capitalismo, aunque sigue aumentando sus apoyos, especialmente entre los jóvenes.
Las políticas anticrisis
Si el origen y evolución de la crisis presenta numerosas similitudes y paralelismos con la crisis actual, es aún más interesante comprobar como las medidas anticrisis adoptadas hace 15 años por el gobierno japonés parecen sacadas del mismo libro de recetas económicas que están aplicando los gobiernos capitalistas desde hace algunos meses.
La primera gran medida fue la de recortar los tipos de interés hasta el 0%, que es, obviamente, la tasa de interés más baja posible. De esta manera, las empresas podían invertir sin prácticamente ningún coste financiero. ¿Qué más podría pedirse para provocar una recuperación? Pues la realidad fue que la deflación demostró ser resistente frente al dinero gratis. La caída persistente de los precios provoca que, aunque el tipo de interés nominal sea cero, el tipo de interés real siga siendo demasiado alto. Además, la caída de los precios no se ve acompañada por la caída del valor de las deudas, que permanece invariable. De esta forma, a medida que pasa el tiempo la carga de la deuda es cada vez más pesada tanto para las familias como para las empresas, obligando a aplazar indefinidamente las decisiones de gasto e inversión. Es la famosa trampa de liquidez descrita por los economistas clásicos.
La segunda medida contra la crisis fue la aprobación de una serie de paquetes de ayudas fiscales y de gasto público. Uno tras otro, diez grandes planes se pusieron en marcha, con un gasto total de cerca de cinco billones de dólares. Para evaluar la magnitud de estas ayudas hay que tener en cuenta que el PIB japonés era en 2000 de 4,3 billones de dólares, es decir, que el gobierno de Japón inyectó al sector privado más de la producción total de bienes y servicios de todo el país durante un año. Ingentes inyecciones que se sumaban a tipos de interés cero... ¿y cuáles fueron los resultados?
Ninguna de estas medidas provocó la más mínima señal de recuperación. Uno tras otro, el dinero público de los planes se sumió en el sistema bancario, se aplicó a sanear los balances ruinosos, a recuperar las pérdidas y desapareció para siempre. Dejó, eso sí, una deuda pública equivalente al 180% del PIB de Japón, que los trabajadores japoneses todavía tardarán años en pagar a través de sus impuestos.
Finalmente, después de casi ocho años de crisis, y a pesar de las ingentes ayudas, la situación del sector bancario seguía siendo catastrófica. En diciembre de 1998 el gobierno se vio obligado a nacionalizar el Nippon Credit Bank ante su inminente hundimiento. Tres meses después, en marzo de 1999, se requirió una nueva inyección, esta vez de de 25 billones de yenes, para salvar al conjunto de los grandes bancos.
Y mientras el estado japonés salvaba a su burguesía de sus errores y de la locura especulativa a la que conduce el funcionamiento del capitalismo, las condiciones de vida de los trabajadores no dejaban de endurecerse. De forma lenta, y evitando un enfrentamiento abierto con los sindicatos y la clase obrera, el gobierno adoptó medidas de privatización, endureció las condiciones laborales de los funcionarios, y promovió una bajada real de los salarios.
Recuperación nuevamente frustrada
Aunque algunas de las privatizaciones propuestas, como la del servicio de Correos (que en Japón cubría también funciones de Caja de Ahorros), desencadenaron luchas muy importantes, el crecimiento del paro y, por encima de todo, la ausencia de un partido obrero con un programa socialista permitieron que las políticas de ataque a las condiciones de vida de los trabajadores tuvieran un cierto resultado. En 2002, las tasas de beneficio de las empresas japonesas ya se habían recompuesto y su situación financiera había sido saneada con dinero público, y, al calor de un "boom" mundial, la inversión privada se reanimó. Y durante cinco años la economía japonesa presentó una ligera apariencia de recuperación, basada en una aún mayor sobreexplotación de la clase obrera.
Ahora, la apariencia se ha esfumado. La realidad infame del capitalismo vuelve a manifestarse en Japón con toda su crudeza, mostrando al mundo cuál es la naturaleza de las crisis y lo que cabe esperar de las políticas anticíclicas del estado burgués.
Pero a pesar de la catástrofe económica, las fuerzas de la poderosa clase obrera japonesa están prácticamente intactas. La vida cotidiana de los trabajadores se ha resentido, y muchas de las conquistas obtenidas en las décadas anteriores se han volatilizado, pero el proletariado japonés no ha sufrido ninguna derrota política, ni ha sido aplastado en modo alguno. Únicamente la ausencia de un partido revolucionario impide canalizar la indignación de los trabajadores hacia una alternativa socialista. Aprendiendo de su experiencia, y de los procesos revolucionarios que se están abriendo en muchos países, el proletariado japonés acabará encontrando su camino hacia la revolución socialista.