El pasado 1 de junio Donald Trump anunció en la Casa Blanca la salida de los Estados Unidos de América del Acuerdo de París. La noticia no debería extrañar, la administración estadounidense no está más que cumpliendo su programa electoral de masivas bajadas de impuestos a los ricos y eliminación de todo tipo de regulaciones laborales, financieras o medioambientales.

Debido a la tremenda presión social ejercida por la juventud y los trabajadores de EEUU contra el misógino en jefe, y que ha conseguido tirar por los suelos su nivel de popularidad, el argumento esgrimido para justificar esta decisión no ha sido tanto el del negacionismo del calentamiento global sino el de la demagogia barata de la defensa de los puestos de trabajo: “Fui elegido para representar a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París. No se puede poner a los trabajadores ante el riesgo de perder sus empleos. No podemos estar en permanente desventaja”.

El mismo argumento fue utilizado en 2001 por George W. Bush cuando abandonó el Protocolo de Kyoto: “tendrá un impacto económico negativo, con despidos de trabajadores y aumentos de precios para los consumidores”. Tanto los despidos como los precios aumentaron a pesar de la salida. Y lo mismo sucederá con estas declaraciones demagógicas de Trump: su gobierno está compuesto por ultrarreaccionarios y multimillonarios cuyo principal objetivo es la defensa de los intereses de las multinacionales del carbón y del petróleo.

El medio ambiente no importa si se interpone en los beneficios capitalistas

Al frente de la cartera de medio ambiente está situado Scott Pruitt, fiscal de Oklahoma (estado volcado en el petróleo y el carbón), un firme negacionista del cambio climático que ha dedicado los últimos años de su carrera política a bloquear en los tribunales, hasta en catorce veces, las regulaciones en materia medioambiental del gobierno Obama. En la secretaría de Estado encontramos a Rex Tillerson, ni más ni menos que presidente y consejero delegado del gigante petrolero Exxon Mobil, que acaba de reforzar su presencia en Rusia con una alianza con la petrolera estatal Rosfnat. Tillerson no es un agente de las multinacionales en el gobierno, es directamente un magnate de las energías fósiles.

Con semejantes personajes al frente era de esperar que desde el minuto uno la apuesta de la administración Trump por el uso de los combustibles fósiles fuese una constante. Desde la toma de posesión se han aprobado proyectos para nuevas explotaciones petroleras y carboníferas, se ha dado vía libre a las extracciones en zonas costeras, se ha desregulado e incrementado el uso de la técnica del fracking y se ha reactivado la construcción de dos polémicos oleoductos.

El proyecto del Keystone XL y del Dakota Acess que la administración Obama se vio obligada a paralizar por la resistencia de los trabajadores, la juventud y los pueblos nativos, son un claro ejemplo de a quien benefician estas obras. El Keystone XL, un oleoducto de más de 1.400 Km, permitirá trasladar más de 830.000 barriles de crudo al día desde las arenas de la región de Alberta en Canadá hasta Nebraska, completando la línea de tuberías que ya conecta Nebraska con las refinerías del Golfo de México. La empresa beneficiada será la Transcanada, dedicada al petróleo, el gas y la electricidad; y por otro lado las tierras que alimentarán el oleoducto están participadas por la Exxon de Tillerson. En la construcción del tubo (Trump exige que sea en EEUU) inicialmente participarán unos miles de trabajadores, pero una vez acabado y según el Departamento de Estado de EEUU el traslado del crudo dará trabajo a ¡¡¡35 personas!!!

El otro oleoducto, el Dakota Acess, cuyo proyecto puso en pie de guerra a la tribu sioux de Dakota del Norte, uniría un estado clave en el boom del fracking con Illinois. Atravesaría tierras protegidas y una reserva india a la que contaminará sus aguas con total seguridad.

A la vez que Donald Trump anunciaba estos megaproyectos prometía a los ejecutivos de los grupos automovilísticos General Motors, Ford Motor y Fiat Chrysler, incentivos fiscales a cambio de potenciar la producción en EEUU. Evidentemente no de coches eléctricos.

No son de extrañar las declaraciones de Rus Girling, presidente de Transcanada, refiriéndose a los oleoductos: “apreciamos enormemente a la administración Trump por revisar y aprobar esta importante iniciativa”. Como muestra también de la hipocresía capitalista, el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, pese a haber firmado el Acuerdo de París y haber activado un impuesto sobre esta materia para las provincias canadienses, aseguraba en Calgari que el Keystone XL será una fuente de creación de empleos para la región de Alberta. A dios rogando y con el mazo dando.

La política medioambiental del gobierno Trump demuestra una vez más como los intereses de la minoría más rica de la sociedad están por encima de los de la mayoría de la población y del planeta Tierra.

La hipocresía de China y la UE. El acuerdo de París

Si repugnante es contemplar como los negocios de unos pocos están por encima de las vidas de millones de seres humanos no menos repugnante es el cinismo desplegado por los dirigentes de las potencias europeas y de China que lloran lágrimas de cocodrilo ante la decisión de la administración Trump.

Durante estos días hemos escuchado todo tipo de mensajes mesiánicos sobre la salvación del planeta. La doble moral de las élites es absolutamente escandalosa. El Comisario Europeo de Acción por el Clima y Energía, Miguel Arias Cañete afirmaba ante la salida de EEUU: “un día triste para la comunidad global, pero el Acuerdo de París resistirá. El mundo puede contar con Europa”. Hay que recordar que este personaje ostentando ya el cargo de comisario europeo tuvo que desembarazarse, al ser descubierto, de sus participaciones en las petroleras Petrologis Canaria y Petrolífera Dricar controladas por la firma holandesa Havorad BV asentada en paraísos fiscales. Cañete hizo negocios con esta empresa pantalla durante diez años. Por supuesto el presidente Juncker fue absolutamente comprensivo y solidario con la actuación de su colega.

Todos, absolutamente todos, no dejaron de apelar al Acuerdo de París como un instrumento vital para el planeta. Desde el “nada nos detendrá” de Angela Merkel, pasando por la chistosa frase de Emmanuel Macron “hagamos el planeta grande de nuevo” y acabando con el surrealista ofrecimiento de los dirigentes chinos para sustituir a EEUU como potencia que lidere la salvación del planeta, ellos que emiten el 30% del CO2 total y que son responsables de un desastre medioambiental sin precedentes.

Aunque un poco tarde también se quiso sumar a este coro de lamentos vía tuit el presidente español Mariano Rajoy: “España mantiene su compromiso con el Acuerdo de París. EU seguirá liderando la lucha contra el cambio climático en la dirección correcta”. Lo que se olvida de explicarnos Mariano, el hombre que le puso un impuesto al sol para beneficiar a las multinacionales eléctricas y que acaba de presentar los Presupuestos Generales más restrictivos en políticas medioambientales de la última década, es porqué su gobierno se comprometió a reducir las emisiones de CO2 en un 26% antes de 2030 y estas aumentaron en 2015 un 3,5% según el Ministerio de Medio Ambiente.

En diciembre de 2015, y bajo la presidencia del socialdemócrata Hollande, los representantes de las burguesías de 195 países firmaron un acuerdo en París al que se le dio el carácter de histórico por la coincidencia en su firma de EEUU y China, responsables entre los dos de la mitad del CO2 emitido a la atmósfera, situación esta que no se había dado en el anterior Protocolo de Kyoto.

El objetivo principal de este acuerdo es mantener el aumento de la temperatura en este siglo por debajo de los 2 grados centígrados, e impulsar los esfuerzos para limitar el aumento de la temperatura incluso más, por debajo de 1,5 grados centígrados sobre los niveles preindustriales. En lo que llevamos de siglo la temperatura ya ha aumentado 1,1 grados.

Lo insultante y escandaloso del Acuerdo de París son las medidas a tomar para conseguir este objetivo, todas ellas se podrían resumir en una sola palabra: ninguna.

El acuerdo no recoge ninguna referencia temporal, ningún porcentaje de reducción por país, ningún ciclo serio de contabilidad de emisión de CO2, ninguna sanción para el que no cumpla. ¡¡ Todo queda supeditado a que cada país elabore su propio plan de reducción de emisiones!! Es decir, la consecución del objetivo depende del compromiso, de la buena voluntad. Y todo esto en un contexto de crisis de sobreproducción capitalista y de guerras comerciales donde las diferentes burguesías están aplicando programas económicos proteccionistas y enfrentándose por la conquista de los mercados y las materias primas. La guerra en Oriente Medio es un claro ejemplo de ello.

La propia comunidad científica invitada al evento expresó su alarma ante la ambigüedad de lo firmado. Y no es para menos, la única medida tangible que se tomó fue la de crear un fondo de 100.000 millones de dólares para ayudar a los países más pobres y más vulnerables ante los desastres medioambientales venideros, una decisión destinada a paliar los efectos del cambio climático más que a solucionarlos. Pero hasta esta medida es una trampa. En noviembre de 2016 y dando continuidad a París se celebró en Marruecos la Cumbre de Marrakesch, que podríamos definir como más de lo mismo, muy buenas intenciones pero ninguna medida concreta. Eso si, se tomó la decisión de que ese fondo de ayuda para los países más pobres sea gestionado por el Banco Mundial y otras entidades financieras privadas; es decir, los capitalistas se preparan para seguir haciendo negocio con los desastres de la humanidad.

El tan apelado en estos días Acuerdo de París no es más que una farsa, un acto propagandístico con el que se quiere engañar a la población mundial. Los capitalistas no tienen ningún plan para frenar el calentamiento global, nada podemos esperar de ellos. Seguirán de cumbre en cumbre representando su pantomima, continuarán engañándonos con medidas cosméticas, con falsas soluciones tecnológicas como la captura y almacenamiento de carbono o la energía nuclear; y mientras tanto seguirán invirtiendo ingentes cantidades de recursos en armamento y en guerras para controlar las reservas mundiales de combustibles fósiles.

La solución para el planeta y la humanidad ante tan tremenda amenaza reside en la organización de los trabajadores para transformar la sociedad. Necesitamos urgentemente expropiar a los capitalistas, acabar con el dominio de la minoría sobre la mayoría, arrebatarles los medios de producción para poder decidir democráticamente la manera en la que explotamos la naturaleza. Sólo así podremos abandonar el consumo de energías fósiles, desarrollar las energías limpias y reorientar nuestro sistema productivo. Ahora más que nunca salvar a la humanidad es luchar por el socialismo.

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