La ofensiva de las fuerzas reaccionarias domina la coyuntura política. Desde que el pueblo de Catalunya se puso en pie para ejercer su derecho a la autodeterminación y resistir ejemplarmente el asedio represivo del Estado y la derecha españolista, la izquierda parlamentaria ha sido incapaz de ejercer ninguna oposición digna de tal nombre.

Las esperanzas de un giro real a la izquierda de Pedro Sánchez, tras su triunfo en las primarias de hace menos de un año, se han marchitado hasta pudrirse. El secretario general del PSOE, aupado por una militancia que decidió hacer frente a un aparato vendido por completo a la derecha y al IBEX-35, ha capitulado de la manera más vergonzante. Arrastrándose tras Rajoy, y apoyando todas las medidas antidemocráticas adoptadas al amparo del artículo 155, Pedro Sánchez participa de facto en un gobierno de unidad nacional a las órdenes del PP y Ciudadanos. Sin su colaboración sumisa habría sido difícil que la derecha y el Estado neofranquista pudieran llegar tan lejos, laminando la autonomía catalana, encarcelando políticos independentistas, y llevando a cabo un golpe judicial para anular los resultados de las elecciones catalanas del 21D. La socialdemocracia ha probado una vez más su lealtad a la Corona y al régimen capitalista del 78, en un momento especialmente crítico para ambos.

Las llamadas 'fuerzas del cambio' aceptan la lógica del sistema

La debilidad invita a la agresión, un axioma que se ha vuelto a repetir. De este modo un gobierno anegado por la corrupción, con una base electoral menguante, y cuestionado en la calle por un movimiento masivo de protesta que se extendió durante años, puede mostrar un músculo represivo inaudito por la ausencia completa de contrincantes o, para ser más precisos, gracias a las políticas que llevan a cabo los que en teoría son sus opositores. Si la socialdemocracia oficial ha otorgado numerosos balones de oxígeno a la derecha haciéndola más fuerte en la práctica, la estrategia de Unidos Podemos se ha manifestado impotente para frenar a Rajoy.

Como hemos señalado desde las páginas de El Militante, el desprecio que Pablo Iglesias y Alberto Garzón han manifestado hacia el movimiento de liberación nacional en Catalunya es un completo error y les pasará una dura factura política. Colocando a la misma altura al Estado represivo que ejerce una violencia desenfrenada y al pueblo que le planta cara, acusando al movimiento de masas que lucha por la república de “despertar al fascismo”, y oponiéndose en los hechos al derecho de autodeterminación, estos dirigentes no hacen más que acarrear agua al molino del bloque monárquico-españolista, sembrando la confusión política entre sectores de la clase obrera y la juventud.

Pablo Iglesias está arrojando por la borda una gran parte del crédito y la autoridad política que conquistó años atrás, cuando su discurso atacaba sin regateos a la élite parlamentaria, a la oligarquía económica y al régimen que los protegía. Lo hacía además apoyándose en la gran rebelión social que recorría todo el Estado para reivindicar el “sí se puede”. Lamentablemente, igual que su colega Tsipras en Grecia pero sin haber llegado al gobierno, su política se ha descafeinado hasta confundirse cada vez más con las formas y la práctica de la socialdemocracia tradicional. Ciegos de cretinismo parlamentario y renunciando a la lucha de masas, él y otros muchos han demostrado que su supuesto desafío del régimen del 78, a la hora de la verdad, es un mero brindis al sol.

Pablo Iglesias está “harto del culebrón catalán” que, según sus palabras, impide que hablemos de los problemas reales que afectan a los españoles. Pues bien, ¡cómo piensa situar en la agenda política los problemas sociales? Su estrategia de pactar con Pedro Sánchez una nueva moción de censura al PP es un completo fiasco. El PSOE le ha respondido con el desprecio. Por otro lado, mantiene un silencio cómplice hacia la estrategia de desmovilización y pacto social de CCOO y UGT, no se vayan a molestar los dirigentes apoltronados y burocratizados con los que de vez en cuando hace alguna rueda de prensa. Y no deja pasar un día sin hacer campaña publicitaria de los supuestos “ayuntamientos del cambio”, cuando en realidad la gestión de estos ha sido incapaz de mejorar las condiciones de vida de la población, de hacer frente a los recortes sociales impuestos por el PP, de acabar con la especulación urbanística o de remunicipalizar los servicios privatizados.

No queremos hacer ninguna caricatura sectaria de los dirigentes de Unidos Podemos. Pero cientos de miles de trabajadores, jóvenes, y sectores de capas medias empobrecidos que les votaron con entusiasmo, hoy se sienten muy defraudados. Aceptar las reglas del juego del sistema, acomodarse a la lógica parlamentaria, sustituir la lucha de clases por el consenso y el pacto con nuestros adversarios de clase, es un camino que ya sabemos a dónde conduce.

Hay que llamar a las cosas por su nombre

Sí, esta izquierda débil, fabricada en las aulas universitarias pero alejada de los barrios humildes y los centros de trabajo, que además se atreve a culpar a la clase obrera de sus propias carencias y de sus fracasos, es impotente para frenar al PP. Esta izquierda que llora y se lamenta todo el día, que desconfía orgánicamente de la fuerza de los trabajadores y la juventud, muestra su completa incoherencia precisamente cuando la burguesía se pone sería. Y, a pesar de los prejuicios que esparcen estos teóricos de salón, la derecha no es fuerte. Ellos la hacen fuerte con sus concesiones políticas, con sus renuncias a la lucha de masas y a las ideas del socialismo.

Todos ellos temen los resultados en unas próximas elecciones. No ven más allá de sus narices, de sus puestos de parlamentarios, de diputados autonómicos, de concejales. Pero a pesar de las soflamas reaccionarias que dominan el panorama, a la que ellos han contribuido con su acción paralizante, la clase obrera sigue acumulando rabia y furia. Más de 19 millones de contratos temporales firmados en 2017, de los que más de la mitad eran inferiores a una semana de duración. Más de 10 millones de trabajadores cobrando menos de 800 euros mensuales. Una violencia que no cesa contra la mujer trabajadora, aplastada también por la discriminación salarial, los recortes sociales y una justicia machista. Una juventud obligada a sobrevivir en condiciones humillantes, exactamente igual que sus abuelos, mientras los dirigentes sindicales firman retroceso tras retroceso e imponen topes salariales que llenan los bolsillos de los grandes empresarios.

Sí, hay una situación de desmovilización social, impuesta artificialmente por unos dirigentes de la izquierda política y sindical que se encuentran muy cómodos en el Parlamento y en los despachos patronales. Pero tras esta calma chicha bulle el descontento. Y cada vez que se puede manifestar lo hace de una forma inequívoca. La movilización del pueblo de Catalunya, la manifestación en defensa de la sanidad pública en Valladolid, con más de 50.000 asistentes, la rebelión ciudadana de Murcia por el soterramiento del AVE, las movilizaciones del pueblo de Alsasua contra el encarcelamiento injusto de sus jóvenes por el “Estado de derecho”, la de miles de jubilados en Bilbao exigiendo pensiones dignas, la gran huelga feminista del 8 de marzo… Esta es la realidad que late bajo las apariencias.

Por todas estas razones necesitamos una izquierda a la altura de las circunstancias que la crisis del capitalismo nos ha impuesto. Que se base en la movilización de la clase obrera y la juventud, que combata a la derecha, a su Estado represivo, a sus leyes reaccionarias, que conquiste derechos y mejoras sociales, que abra el camino a la transformación socialista de la sociedad. Por eso hay que construir la Izquierda Revolucionaria desde abajo, a pico y pala, en cada barrio, en cada fábrica, en los centros de estudio, en el movimiento obrero y en el feminismo de clase. No hay otro camino.

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