Hemos vivido postergados y a merced de los desvergonzados sicarios que ayudaron a incubar el delito de alta traición (...) ¿Quiénes son los que ataron a mi patria al poste de la ignominia? (…) Y aún quieren tener derecho a gobernar esta desventurada patria, apoyados por las bayonetas y las Springfield del invasor.
Augusto César Sandino
Una economía atrasada
Nicaragua, al igual que las demás repúblicas centro y suramericanas, reproduce todas las características del desarrollo capitalista en un país atrasado y dependiente. Ya bajo el Imperio español, la economía nicaragüense quedó rezagada con respecto a los principales centros económicos y políticos de la colonia, desempeñando un papel de segundo orden: como base para el tráfico de esclavos hacia las regiones productoras de metales preciosos (Perú, Bolivia, Ecuador...) y como productora de añil, ganadería extensiva y diversos cultivos de subsistencia.
El resultado de este atraso económico es la conformación de una sociedad igualmente atrasada y muy estancada, dominada por una reducida clase de grandes propietarios latifundistas, que mantiene sumida en la miseria y la indigencia a la masa de campesinos y peones agrícolas. Tras la independencia, alcanzada en 1821, el carácter atrasado de la economía nicaragüense y el parasitismo de la clase dominante cambiarán de forma pero mantendrán su fondo inalterado.
El rubro fundamental sobre el que se desarrolló el capitalismo en Nicaragua fue el café. La combinación de las grandes explotaciones ganaderas procedentes de la colonia y las haciendas cafetaleras será la base de la economía nicaragüense hasta prácticamente mediados del siglo XX. Durante la primera mitad del siglo pasado el café llega a representar entre la mitad y un tercio de las exportaciones nicaragüenses. La explotación cafetera aceleró la acumulación capitalista sin modificar la injusta distribución de la tierra ni la grosera concentración de riqueza en manos de la oligarquía. Antes al contrario, la brecha entre la opulencia en la que vivía una reducidísima minoría de la población y la miseria que padecía la inmensa mayoría se vio considerablemente ampliada.
“La búsqueda de tierras aptas para el nuevo cultivo no afectó a los terratenientes sino a los colonos, comuneros indígenas, asentados sin título y similares, que fueron despojados violentamente de sus tierras (…) Para muchos terratenientes y comerciantes el café significó la oportunidad de expandir su actividad a un rubro nuevo y muy lucrativo. El café implicó (…) una reorientación y mayor diversificación de la vieja estructura productiva, más que una ruptura con ella” (Carlos M. Vilas, Perfiles de la revolución sandinista).
Aunque la aristocracia terrateniente siguió manteniendo el control del Estado y de la economía, una pequeña y mediana burguesía comercial empezó a formarse en Corinto, principal puerto del país, León y otras ciudades. Esta emergente burguesía comercial tenderá a desarrollar algunos intereses económicos y políticos propios que en determinados momentos pueden entrar en contradicción con los de los latifundistas agrarios. Estas diferencias encontrarán expresión política en el desarrollo de dos partidos: el conservador, más vinculado a la aristocracia terrateniente y apoyado por la jerarquía de la Iglesia Católica; y el liberal, dirigido por sectores de la burguesía comercial y basado fundamentalmente en los artesanos, profesionales urbanos y pequeños comerciantes... Los liberales conseguirán en los últimos años del siglo XIX y primeras décadas del XX una ascendencia importante sobre el naciente proletariado urbano y rural.
El intento del Partido Conservador de mantener a toda costa el poder provocará numerosos conflictos internos, golpes de Estado e incluso guerras civiles. Este hecho será utilizado antes y durante la revolución de 1979—1990 por sectores reformistas y estalinistas para defender la idea de que en el seno de la clase dominante nicaragüense, junto a un sector claramente reaccionario y sometido al imperialismo, siempre ha existido una burguesía progresista (o patriótica) que podía y debía jugar un papel dirigente en la revolución y con la que era necesario aliarse evitando ir demasiado rápido y plantear medidas que pudiesen ahuyentarla.
La realidad es que, si examinamos en detalle cada uno de estos conflictos interburgueses, lo que descubrimos es precisamente lo contrario: la absoluta incapacidad de los sectores supuestamente progresistas de la burguesía —encabezados durante toda esta etapa histórica por el Partido Liberal— para llevar hasta el final una lucha seria por el desarrollo del país, establecer un régimen de democracia burguesa, aplicar una reforma agraria que acabe con el latifundio y en definitiva construir una economía y un Estado capaces de asegurar la independencia y soberanía nacional.
La ruptura de la unidad centroamericana
El primero de la interminable lista de crímenes contra los intereses populares que llevarán a cabo la oligarquía nicaragüense y el resto de oligarquías de la región fue precisamente la división del cuerpo vivo de Centroamérica en varios pequeños estados. Ya durante la época colonial el Imperio español se había basado en la reaccionaria oligarquía local de la que en aquel entonces era la principal provincia centroamericana, la Capitanía General de Guatemala, para mantener dividida la región bajo su dominio. Como resultado del carácter especialmente débil, atrasado y parásito de las clases dominantes semifeudales centroamericanas, cuando en otras colonias latinoamericanas se inicia la lucha por la Independencia (como en Venezuela y Colombia, dirigida por Bolívar, o en Argentina por Sanmartín) los latifundistas guatemaltecos, nicaragüenses, hondureños y salvadoreños se oponen a la independencia y juran lealtad a la Corona española. Solamente una vez que en la metrópoli los liberales, dirigidos por Riego, lleguen al poder la reaccionaria y ultraconservadora oligarquía centroamericana se transformará súbitamente en ferviente partidaria de la independencia.
Tras alcanzar ésta en 1821, su primera intención es integrarse en el recientemente creado Imperio mexicano. Una vez más, en cuanto comprenden que en el vecino México se fortalecen también las tendencias republicanas y liberales optan por independizarse con el único objetivo de huir de cualquier cosa que huela a revolución y pueda poner en cuestión sus privilegios. Sin embargo, los vientos de liberación que soplan en todo el continente, y el simple hecho de alcanzar la independencia política formal y liberarse del yugo español, rompe los diques de la inercia y el estancamiento y comienza a movilizar a los sectores más dinámicos de la región. En 1823 Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y El Salvador se constituyen como las Provincias Unidas del Centro de América. Tras la convocatoria de una Asamblea Constituyente regional, en 1824 es proclamada la República Federal Centroamericana. Uno de los principales impulsores de la naciente República, y el último presidente antes de la disolución de la misma, será el revolucionario hondureño Francisco Morazán.
Morazán, un líder liberal fuertemente influido por las ideas de la Revolución francesa, intenta llevar a cabo varias tareas democrático-burguesas como la separación de la iglesia y el Estado, la expropiación de varios latifundios para repartir la tierra a los campesinos y la unificación regional, anteponiendo el objetivo general de una Centroamérica unida a los estrechos y miopes intereses de cada oligarquía local. Tras imponerse por las armas a los sectores más conservadores y alcanzar la presidencia, Morazán expulsa en 1830 al arzobispo de Guatemala, en torno al cual se agrupan los sectores más reaccionarios de la sociedad. No sólo eso; también expropia diversas propiedades de la Iglesia y de los sectores de la oligarquía que combaten y sabotean la unificación. Ello será contestado nuevamente con las armas por los oligarcas, quienes se ven beneficiados por las condiciones de extremo atraso económico y social en que se ven obligados a desarrollar su lucha los revolucionarios centroamericanos.
La falta de vías de comunicación, de un mercado común y vínculos económicos que cohesionen una vida nacional centroamericana unificada hará que los particularismos y tendencias localistas propias del feudalismo todavía predominen en la práctica sobre las fuerzas que empujan hacia la unidad. Las distintas oligarquías locales explotarán tanto estos prejuicios localistas como los religiosos (ambos resultado del atraso económico heredado de la colonia) para forjarse una base social entre los sectores más atrasados de las masas. El clero católico llega al extremo de culpar a Morazán y los revolucionarios centroamericanos de la epidemia de cólera morbus que diezma a la población indígena en Guatemala y otras regiones, achacándola a un castigo divino por su liberalismo y anticlericalismo.
Las divisiones internas entre los propias filas revolucionarias, que también reflejan la ausencia de una burguesía con conciencia de sus intereses particulares frente a la aristocracia terrateniente semifeudal, así como la práctica inexistencia en ese momento de proletariado, será otro obstáculo enorme en el camino de Morazán. Además, el imperialismo británico —que tras la decadencia española se había convertido en la potencia hegemónica en la zona— intriga constantemente contra cualquier intento de unificar Centroamérica y apoya las tendencias separatistas. El proyecto de la unidad centroamericana, saboteado desde su inicio por los sectores decisivos de la clase dominante con el apoyo británico, se romperá definitivamente, tras numerosas guerras y conflictos internos, en 1839. Las oligarquías nicaragüense y guatemalteca serán las primeras en impulsar la ruptura.
Morazán, exiliado y expulsado del principal centro político de la región en aquel momento (Guatemala), intenta reorganizar las fuerzas revolucionarias en 1842, entra en Costa Rica y lanza una nueva ofensiva desesperada pero es apresado y condenado a muerte. Como le ocurriera a Bolívar con la Gran Colombia (que incluía las actuales Colombia, Panamá, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Perú), Morazán había ido mucho más lejos de lo que tanto la aristocracia terrateniente como las nacientes burguesías locales —y por supuesto las potencias imperialistas— estaban dispuestas a aceptar. Y de lo que un capitalismo tan débil, atrasado y dependiente como el que empezaba a desarrollarse en las distintas regiones centroamericanas permitía.
Un capitalismo parásito
La agrupación de las diferentes regiones, ciudades y antiguos feudos en un Estado nacional unificado y el resto de tareas de la revolución democrático-burguesa (reforma agraria, modernización e industrialización del país...) fueron en última instancia un resultado del desarrollo de las fuerzas productivas bajo el naciente modo de producción capitalista. A su vez, dialécticamente, la realización de estas tareas actúa como el estímulo que necesita el naciente capitalismo para tomar un nuevo impulso y desarrollarse a un nivel superior.
La creación del Estado nacional, históricamente, obedece a la necesidad de las nacientes burguesías de consolidar y fortalecer un mercado nacional para sus productos. Los burgueses intentaban superar así las limitaciones que imponía al comercio y la producción la división en pequeñas unidades políticas y económicas locales —característica del feudalismo— con sus diferentes legislaciones, controles aduaneros y aranceles. Empujados por esa necesidad, los burgueses derriban las barreras locales y unifican la nación. En su intento de lograr este objetivo se ven obligados a luchar contra la gran nobleza terrateniente procedente del feudalismo y arrebatarle el control tanto de la economía como del aparato estatal.
En muchos casos, para hacerlo, debieron llevar a cabo una reforma agraria que eliminase o redujese los latifundios y repartiese la tierra a los campesinos, desarrollando —en esta primera etapa— la pequeña propiedad agraria. Esto, además de proporcionar a la burguesía una base social amplia en su lucha contra la aristocracia feudal, creó un terreno económico y social fértil para acelerar el desarrollo capitalista. A medio y largo plazo, el resultado de estas medidas será el de concentrar los medios de producción en manos de una minoría de propietarios capitalistas y despojar de ellos a la mayoría de la población, creando así las bases para el surgimiento y masificación del proletariado moderno.
El desarrollo del capitalismo en Centroamérica —y en general en América Latina— tuvo peculiaridades importantes. Para empezar, en estos países el modo de producción capitalista se desarrolló con enorme retraso y, desde su mismo nacimiento, las economías capitalistas locales se vieron condicionadas por el hecho de que ya existía una división internacional del trabajo y un mercado mundial —bajo el control de los países capitalistas más avanzados— a cuyo dominio no podían sustraerse.
La independencia de la dominación española en ningún caso significará el reemplazo al frente del gobierno, el Estado y la propia economía de la aristocracia terrateniente por una burguesía industrial y comercial autóctona que ni siquiera había tenido ocasión de desarrollarse. El capitalismo se abrirá paso en todo en estos países en una fase posterior y a trompicones, como producto de la creación del mercado mundial por las burguesías imperialistas. Nicaragua y el resto de naciones centroamericanas sólo podrán integrarse en la división internacional del trabajo característica del capitalismo plenamente desarrollado (el imperialismo) como economías exportadoras de productos agrarios y materias primas, totalmente dependientes y supeditadas a las potencias dominantes.
Las aristocracias latifundistas de Nicaragua y el resto del continente se limitarán a sustituir su dependencia económica de España por la de los centros del capitalismo emergente a nivel mundial: Francia, Holanda y sobre todo Gran Bretaña..., pero sin modificar en prácticamente nada la estructura económica y política heredadas de la colonia. Mientras encuentre compradores para los productos agrícolas o materias primas que vende al exterior esta aristocracia latifundista no se ve obligada ni a renovar el aparato productivo incrementando la inversión en maquinaria, mano de obra, etc., para competir, ni a ampliar el mercado nacional. Por supuesto, menos aún llevará a cabo ninguna de las tareas políticas y económicas de la revolución democrático-burguesa: reforma agraria, edificación de un sistema político de democracia representativa, separación de la Iglesia y el Estado, desarrollo de una economía soberana y lucha por la unificación y soberanía nacional. Todas estas tareas entran en contradicción con sus intereses inmediatos y con la ideología profundamente reaccionaria y conservadora en la que “los señores de la tierra” se han formado durante siglos.
Por otra parte, la burguesía comercial que se va desarrollando en los intersticios de esta economía atrasada y dependiente es demasiado débil como para imponer una dinámica diferente. Por si fuera poco, el rápido desarrollo del capitalismo a escala mundial y su extensión a todo el mundo hace que esta burguesía naciente, desde que da sus primeros pasos, vea unidos sus intereses tanto a los de las burguesías imperialistas de los países capitalistas más avanzados como a los de la propia aristocracia terrateniente. Estos capitalistas estarán vinculados a los terratenientes agrarios y a las burguesías imperialistas por el mejor pegamento que existe: los negocios en común, la explotación a que ambos someten a las masas obreras y campesinas y, muy importante, el miedo que todos comparten a cualquier movimiento revolucionario de los oprimidos.
La revolución permanente
Como explicaba León Trotsky en la teoría de la revolución permanente, las burguesías de los países coloniales y semicoloniales —como consecuencia de todas estas características— se verán totalmente incapacitadas para encabezar y llevar hasta el final cualquier movimiento revolucionario de liberación nacional o democrático serio. El único modo de llevar a cabo las tareas de la revolución democrática será que la joven clase obrera de estos países agrupe entorno a un programa revolucionario a los campesinos y demás explotados. Pero al hacerlo la revolución —a causa de los lazos económicos indisolubles existentes entre los terratenientes, la burguesía nacional y las potencias imperialistas que hemos explicado— no podrá detenerse en los estrechos límites de la democracia y la liberación nacional. Para poder hacer la reforma agraria, elevar el nivel de vida de las masas y conquistar una genuina soberanía nacional y productiva, necesitará nacionalizar la tierra, expropiar la banca y las principales empresas y ponerlas bajo control de los propios trabajadores y el pueblo.
La revolución empieza siendo democrática pero sólo puede triunfar si se convierte de forma inmediata en socialista, comienza siendo nacional pero inevitablemente tiende a convertirse en un polo de atracción para los oprimidos de otros países y extenderse a ellos, convirtiéndose en mundial. De hecho, si la revolución no logra extenderse y queda limitada al marco nacional se verá cercada y asfixiada por el capitalismo y su derrota sólo será cuestión de tiempo.
Todo el desarrollo de América Latina, África y Asia en los últimos doscientos años han venido a confirmar estas ideas. Ese carácter contrarrevolucionario de las burguesías latinoamericanas que hemos analizado es la causa —en última instancia— de que todos los intentos de revolucionarios como Bolívar, Morazán, Artigas o Zamora se viesen truncados.
Los intereses imperialistas y Centroamérica
A lo largo de todo el siglo XIX, se producirán nuevos intentos de recuperar la unidad centroamericana pero todos serán boicoteados por la acción mancomunada de las oligarquías locales y el imperialismo. La ubicación estratégica de Centroamérica la había convertido ya en tiempos de la colonia en escenario de las maniobras y pugnas de las principales potencias imperialistas que en cada momento se disputan el control de las rutas marítimas continentales. Estando sometidos aún los pueblos centroamericanos a la opresión española, Gran Bretaña ya había empezado a intervenir también en la región. Para ello utiliza la aspiración de los indígenas miskitos de formar un estado independiente de la Corona española. El Reino de Mosquitia (establecido con apoyo británico en la Costa Atlántica de lo que hoy es Nicaragua), aunque gobernado en teoría por reyes de esta etnia aborigen, se convertirá en la práctica en protectorado y cabeza de playa del imperialismo británico en la región.
Tras la independencia de España, los distintos poderes imperialistas —como ya vimos anteriormente en relación a los intentos revolucionarios de Morazán— harán todo lo posible por impedir una unificación centroamericana y se apoyarán en cada una de las oligarquías locales para hacer valer sus intereses. Una Centroamérica dividida en pequeñas unidades nacionales, fácilmente manipulables y a las que en caso de conflicto sea posible controlar con ejércitos relativamente reducidos, resulta mucho más favorable para los objetivos imperialistas. Como consecuencia, desde los tiempos de Morazán hasta hoy, la lucha por la unidad centroamericana será una bandera que enarbolemos los revolucionarios y ahoguen en sangre las oligarquías de la mano del imperialismo.
La intervención de Gran Bretaña, Francia y sobre todo del naciente imperialismo estadounidense en Centroamérica se intensificará a partir de la segunda mitad del siglo XIX; primero tras el descubrimiento de oro en 1843 en Nicaragua pero sobre todo a medida que son concebidos diferentes proyectos para la construcción de un canal capaz de unir el Pacífico y el Atlántico. El sueño de un canal que permitiese comunicar ambos océanos, evitando de ese modo tener que circundar todo el continente, era tan antiguo como la llegada de los conquistadores españoles. No obstante, durante siglos había sido sólo eso: un sueño. A partir del pleno desarrollo del capitalismo, con la revolución industrial y tecnológica incesante que acompaña a este modo de producción, el proyecto de un canal interoceánico se convierte en posibilidad real, y en una codiciada fuente de beneficios para los capitalistas que logren hacerse con el control del mismo. Antes incluso de que cristalizase el proyecto del Canal de Panamá (1904-1914) existía un plan para construir un canal similar a través de Nicaragua.
Cien años de pusilanimidad
Durante los cien años que siguieron a la ruptura de la unidad centroamericana, no sólo los conservadores sino también los sectores liberales de la burguesía nicaragüense serán totalmente incapaces de llevar a cabo ninguna de las tareas de una genuina revolución democrático-burguesa: ni la liberación y unificación nacional, ni una verdadera separación de la Iglesia y el Estado, ni la edificación de una democracia burguesa estable, el desarrollo de una economía moderna e independiente o una reforma agraria digna de tal nombre. Cada vez que las masas obreras y campesinas se pongan en marcha pidiendo tierra o condiciones de vida y trabajo dignas, exigiendo derechos democráticos o demandando un gobierno soberano e independiente del imperialismo, el partido liberal — supuestamente el sector progresista, o menos reaccionario, de la burguesía nicaragüense—, más allá del surgimiento de tal o cual líder individual honesto que intente avanzar, mostrará una incapacidad orgánica para dirigir la lucha y llevarla hasta el final.
Uno de los ejemplos más patéticos de esta impotencia se produce en 1850, cuando los liberales en lugar de organizar ellos la lucha contra el régimen conservador contratan a un mercenario estadounidense, William Walker, para que haga el trabajo de llevarles al gobierno. Walker, un ambicioso aventurero al servicio de los estados esclavistas del Sur de EEUU, decide controlar personalmente el país mediante su ejército de mercenarios. Primero nombra un gobierno títere, pero cuando incluso éste le resulta demasiado incómodo decide proclamarse a sí mismo Presidente. En su arrogancia, Walker llega a restaurar la esclavitud, intenta imponer el inglés como lengua oficial y busca extender su dominio a los demás países de la región. Recordando esta y otras páginas ignominiosas de la historia de su país y expresando la indignación de la juventud revolucionaria ante la falta de arrestos de la clase dirigente, el poeta nicaragüense Rubén Darío escribirá en su poema Los cisnes: “¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? / ¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros? / ¿Callaremos ahora para llorar después?”.
A la oligarquía terrateniente de la Confederación de Estados del Sur, en plena pugna por el control de EEUU con la burguesía industrial del norte que ya anuncia la inminente guerra civil, le interesa además, tanto desde el punto de vista económico como militar, una base en el corazón de Centroamérica y apoya a Walker. Sin embargo, este plan choca no sólo con sus rivales del Norte de EEUU sino también con los intereses británicos. Gran Bretaña interviene contra las tropas mercenarias y frena el intento de Walker de conquistar toda Centroamérica y ponerla bajo su control. Esto favorece la lucha de los pueblos centroamericanos. La lucha heroica de las masas será la que impida que la amenaza provocada por la incompetencia de la burguesía liberal se consume definitivamente. Walker, tras ser derrotado y apresado será finalmente ajusticiado en 1860 en Honduras, pero la historia de cómo la burguesía nicaragüense le abrió las puertas del poder quedará escrita en la historia continental como uno de los mayores ejemplos de cobardía que los capitalistas de la región han llegado a protagonizar.
De la ‘revolucion liberal’ a la traición liberal
Durante las décadas siguientes, la burguesía nicaragüense se mostrará totalmente incapaz de construir un aparato estatal fuerte que permita estabilizar, cohesionar y desarrollar el país. Las luchas entre las distintas familias y clanes oligárquicos por repartirse el botín de la riqueza nacional; los constantes pronunciamientos de todo tipo de aventureros, generales y caudillos autoproclamados; las periódicas guerras entre liberales y conservadores por el poder; amenazan con desintegrar la nación.
El imperialismo estadounidense, que a partir de la victoria de la burguesía industrial del Norte en la Guerra de Secesión, logra durante el último tercio del siglo XIX y el primero del XX arrebatar el control de la región a Gran Bretaña, actúa como árbitro en estas disputas y acaba convirtiéndose en el auténtico dueño del país, decidiendo en la práctica sobre todos los asuntos de la vida nacional y manejando ésta como si de su hacienda privada se tratase. Estados Unidos intervendrá militarmente en Nicaragua hasta en cinco ocasiones. Esta política forma parte de la estrategia general del imperialismo estadounidense que mediante la doctrina Monroe y la “política del garrote” aplicada por el presidente Theodore Roosevelt considera Latinoamérica su patio trasero y busca cada vez de una manera más evidente hacerse con el control económico, político y militar de la región.
La más significativa y duradera de las intervenciones yanquis en Nicaragua se producirá en 1910, cuando los imperialistas derriban al gobierno liberal-nacionalista de José Santos Zelaya y deciden mantener ocupado militarmente el país durante quince años. Zelaya había llegado al gobierno sobre la base de un levantamiento popular iniciado en la ciudad de León en 1893. La “revolución liberal” prometida por Zelaya lleva a cabo algunas medidas progresistas como la extensión de la enseñanza y otros servicios sociales e incluso levanta nuevamente la bandera de la unificación centroamericana. Una de sus primeras acciones es ocupar el Reino de la Costa de los Mosquitos —donde como hemos visto vivían los indios miskitos pero que en la práctica funcionaba como base del imperialismo británico— para incorporarlo al territorio de Nicaragua.
En un primer momento, EEUU no se enfrenta abiertamente a Zelaya pues cree que puede utilizarlo como un peón contra sus rivales británicos y que finalmente logrará controlarlo como ha hecho con otros líderes parecidos anteriormente. El gobierno de EEUU, de manera cínica y demagógica, llega a ofrecer apoyo a la causa de la unificación centroamericana si Zelaya a cambio le garantiza el control exclusivo de cualquier canal interoceánico que se construya y permite a la burguesía gringa seguir saqueando impunemente los recursos del país. La negativa de Zelaya a aceptar estas condiciones humillantes provoca la ira de Washington, una escalada de tensión diplomática y el inicio de una campaña de desestabilización contra el gobierno nicaragüense por parte del gigante del norte.
Zelaya, además de denunciar el acoso y presiones estadounidenses, impulsa varias reuniones y congresos para discutir una posible reunificación centroamericana y abre negociaciones con otras potencias imperialistas rivales de EEUU como Japón y Alemania para la construcción del canal. Estados Unidos responde organizando un golpe de Estado pero este es frustrado y Zelaya ordena el fusilamiento de sus promotores, incluidos dos mercenarios estadounidenses implicados en el mismo. El gobierno estadounidense decide que la única opción que le queda es la invasión militar.
En 1909 las tropas yanquis, en una acción parecida a la desarrollada contra el gobierno de Cipriano Castro en Venezuela, ocupan varios puertos nicaragüenses y en 1910 toman el control total del país. Zelaya, aunque había tenido el gran mérito, y el valor, de desafiar al imperialismo y había tomado algunas medidas progresistas, a causa de las limitaciones que le impone su origen de clase y traicionado por su propio vicepresidente (el también liberal Estrada) no organiza una resistencia masiva y sale exiliado del país. Le sustituirá José Madriz quien a su vez, a causa de no estar dispuesto a arrodillarse lo suficiente ante EEUU, será sustituido en pocos meses por un nuevo presidente títere de Estados Unidos: Adolfo Díaz. Díaz acepta las condiciones del gobierno de los Estados Unidos, más propias de un virreinato que de una nación soberana: abolición de todos los monopolios estatales, pago inmediato de la deuda externa, control directo por parte de los acreedores norteamericanos de las aduanas, puertos, correos, ferrocarriles y bancos nacionales.
La resistencia de las bases liberales al saqueo y humillación por parte del imperialismo USA, encabezada por el general Benjamín Zeledón, es derrotada; y la oligarquía hace retroceder prácticamente todas las medidas tomadas bajo el gobierno de Zelaya, llegando incluso al extremo de conceder a Estados Unidos en 1913 los derechos en exclusiva sobre cualquier canal que atraviese suelo nicaragüense.
El gobierno de Zelaya y la resistencia encabezada por Zeledón fueron el canto del cisne del liberalismo nicaragüense. Aunque durante los años siguientes los jefes liberales se verán obligados a organizar nuevos alzamientos contra varios gobiernos conservadores esto se deberá más al despotismo salvaje con que actúan aquellos que al interés liberal por impulsar una lucha seria. El objetivo de los dirigentes liberales no es transformar el país sino obligar al otro gran partido de la clase dominante a llegar a un acuerdo para repartirse entre ambos el poder. Ese acuerdo se producirá a finales de los años 20, cuando el gobierno estadounidense —que había decidido abandonar el país en 1925 en la creencia de que ya existían las condiciones para una alternancia entre conservadores y liberales en el poder— decida intervenir nuevamente de forma directa para obligar a ambos partidos a pactar. Su objetivo es garantizar el orden capitalista y que las constantes guerras y conflictos entre los distintos sectores de la clase dominante nicaragüense no desestabilicen una zona que consideran estratégica para sus intereses.
Estados Unidos se niega a reconocer el golpe de Estado del general conservador Emiliano Chamorro y envía a un delegado, Henry Stimson, con el mandato de obligar a conservadores y liberales a llegar a un acuerdo. Mediante el Pacto de Espino Negro (1928), auspiciado tanto por el imperialismo estadounidense como por las burguesías latinoamericanas más importantes (Argentina, Brasil y Chile, conocidas como el ABC latinoamericano), el jefe liberal, Moncada, renuncia definitivamente a cualquier veleidad revolucionaria y reconoce al gobierno conservador de Díaz. A cambio los conservadores aceptan compartir con los liberales el poder bajo la mirada atenta y el revólver siempre cargado y amenazante del Tío Sam. Moncada primero, y posteriormente otro burgués liberal, Sacasa, sucederán a Díaz en el gobierno.
Pero la claudicación liberal provoca la escisión del ala izquierda del movimiento, encabezada por el general liberal más respetado por las masas: Augusto César Sandino. Sandino envía una circular a las bases liberales rechazando el acuerdo: “Habíamos vencido, pero he aquí que cuando nos disponíamos a hacer el último empuje y entrar triunfantes al Capitolio de Managua, el Coloso Bárbaro del Norte, o sea los norteamericanos; viendo que las fuerzas del gobierno perdían sus posiciones y teniendo ellos compromisos con Adolfo Díaz, propusieron al general Moncada un armisticio de 48 horas, para tratar de la paz de Nicaragua. (…) El ABC de la América del Sur, o sea las repúblicas de Argentina, Brasil y Chile, han gestionado ante el Departamento de Estado Norteamericano para actuar como jueces en los asuntos de Nicaragua, lo que fue aceptado por ellos. Estos prescindirían de Sacasa y Díaz y propondrán sí, un gobierno liberal. Mi resolución es ésta: Yo no estoy dispuesto a entregar mis armas en caso de que todos lo hagan. Yo me haré morir con los pocos que me acompañan porque es preferible hacernos morir como rebeldes y no vivir como esclavos (subrayado por el propio Sandino en el original).
Lejos de ser el comienzo de una etapa de estabilización capitalista y formación de un Estado burgués fuerte, Espino Negro supondrá el inicio de una revolución que conmoverá los cimientos de la sociedad nicaragüense y de toda la región.