Menchevismo y bolchevismo en España
Las operaciones militares en Abisinia y Extremo Oriente están siendo estudiadas cuidadosamente por todos los Estados Mayores militares que preparan la futura gran guerra. Los combates del proletariado español, esos relámpagos anunciadores de la futura revolución internacional, deben estudiarse con no menos atención por parte de los estados mayores revolucionarios; sólo bajo esta condición podremos no vernos cogidos de improviso por los acontecimientos que se avecinan.
En el campo republicano se han enfrentado, con fuerzas desiguales, tres concepciones: el menchevismo, el bolchevismo y el anarquismo. En lo que respecta a los partidos republicanos burgueses, no tienen ni ideas ni importancia política independientes, y no han hecho más que mantenerse sobre los hombros de los reformistas y los anarquistas. Por lo demás, no sería en absoluto exagerado decir que los jefes del anarcosindicalismo español han hecho todo lo posible por desautorizar su doctrina y reducir prácticamente a cero su propia importancia. De hecho, en el campo republicano se han enfrentado dos doctrinas: el bolchevismo y el menchevismo.
De acuerdo con la concepción de los socialistas y los estalinistas, es decir, los mencheviques de la primera y la segunda leva, la revolución española sólo tenía que resolver tareas democráticas; por esto era necesario constituir un frente único con la burguesía “democrática”. Desde este punto de vista, toda tentativa del proletariado de salirse de los marcos de la democracia burguesa era no sólo prematura, sino también funesta. Por lo demás, lo que estaba en el orden del día no era la revolución, sino la lucha contra Franco. El fascismo no es la reacción feudal, sino la reacción burguesa. El que no se pueda luchar contra esta reacción burguesa más que con las fuerzas y los métodos de la revolución proletaria es una moción que el menchevismo, siendo también él una rama del pensamiento burgués, no quiere ni puede hacer suya.
El punto de vista bolchevique, expresado hoy tan sólo por la joven sección de la Cuarta Internacional, procede de la teoría de la revolución permanente, es decir, que incluso las tareas puramente democráticas, como la liquidación de la propiedad de la tierra semifeudal, sólo pueden resolverse con la conquista del poder por el proletariado; lo que pone, a su vez, en el orden del día la revolución socialista. Por lo demás, los mismos obreros españoles, desde los primeros pasos de la revolución, se asignaron en la práctica no sólo tareas democráticas, sino también otras puramente socialistas. Exigir que no se salga de los límites de la democracia burguesa significa, de hecho, no ya jugar a la revolución democrática, sino renunciar a ella. Tan sólo trastocando las relaciones sociales en el campo puede convertirse al campesino, masa principal de la población, en un poderoso baluarte contra el fascismo. Pero los propietarios de la tierra están vinculados, con lazos indisolubles, a la burguesía bancaria, industrial y comercial, así como a la intelligentsia burguesa que de ella depende. El partido del proletariado se encontraba, de este modo, ante la necesidad de esta elección: o con las masas campesinas, o con la burguesía liberal. Incluir en una misma coalición a la vez a los campesinos y a la burguesía liberal no podía tener más que un objetivo: ayudar a la burguesía a engañar a los campesinos y a aislar a los obreros. La revolución agraria no podía realizarse más que contra la burguesía, y, por consiguiente, tan sólo por medio de las medidas de la dictadura del proletariado. No existe ningún régimen intermedio.
Desde el punto de vista de la teoría, lo que ante todo resulta chocante en la política española de Stalin es el completo olvido del abecé del leninismo. La Internacional Comunista, con un retraso de algunas decenas de años —¡y qué años!—, ha restablecido por completo en sus derechos la doctrina del menchevismo. Es más, se ha esforzado por dar a esta doctrina una expresión más “consecuente” y, por lo tanto, más absurda. En la Rusia zarista, a comienzos de 1905, la fórmula de la “revolución puramente democrática” tenía a su favor, en todo caso, infinitamente más argumentos que en España en 1937. No tiene nada de sorprendente que, en la España contemporánea, la política “obrera liberal” del menchevismo se haya convertido en la política antiobrera, reaccionaria, del estalinismo. Con ello, la doctrina del menchevismo, esa caricatura del marxismo, se ha visto, a su vez, caricaturizada.
La teoría del Frente Popular
Sería ingenuo, sin embargo, pensar que en la raíz de la política del Comintern en España se encuentren determinados “errores” teóricos. El estalinismo no se guía por la teoría marxista, ni por ninguna teoría, sea cual sea, sino que lo hace empíricamente, en base a los intereses de la burocracia soviética. En privado, los cínicos de Moscú se ríen de la “filosofía” del Frente Popular al estilo Dimitrov. Pero tienen a su disposición, para engañar a las masas, a numerosos cuadros de propagandistas de esta fórmula sagrada, sinceros o encanallados, ingenuos o charlatanes. Louis Fischer, con su ignorancia y su suficiencia, con su estado de espíritu de discurseador provinciano orgánicamente sordo para la revolución, es el más repugnante de los representantes de esta poco atrayente cofradía. La “unión de las fuerzas progresistas”, el “triunfo de las ideas del Frente Popular”, el “golpe asestado por los trotskistas a la unidad de las filas antifascistas”... ¿Quién creería que hace noventa años que fue escrito El manifiesto comunista?
Los teóricos del Frente Popular no van más allá, en el fondo, de la primera regla de la aritmética, la de la suma: la suma de los comunistas, los socialistas, los anarquistas y los liberales es superior a cada uno de sus términos. Sin embargo, la aritmética no basta en este asunto. Se necesita, por lo menos, la mecánica: la ley del paralelogramo de fuerzas se verifica incluso en política. La resultante, como se sabe, es tanto más corta cuanto más divergen entre ellas las distintas fuerzas. Cuando unos aliados políticos tiran en sentido contrario, la resultante es nula. El bloque de los distintos agrupamientos políticos de la clase obrera es absolutamente necesario para resolver tareas comunes. En determinadas circunstancias históricas en que tal o cual bloque es capaz de atraer hacia él a las masas pequeñoburguesas oprimidas, cuyos intereses están cerca de los del proletariado, la fuerza común de semejante bloque puede ser mucho más importante que la resultante de las fuerzas que lo constituyen. En cambio, la alianza del proletariado con la burguesía, cuyos respectivos intereses, actualmente, en las cuestiones fundamentales, forman un ángulo de 180 grados, no puede, por regla general, más que paralizar la fuerza revolucionaria del proletariado.
La guerra civil, en la que la fuerza de la sola violencia tiene poco juego, exige de sus participantes una suprema abnegación. Los obreros y los campesinos sólo pueden lograr la victoria cuando combaten por su propia emancipación. Someterlos, en estas condiciones, a la dirección de la burguesía significa garantizar anticipadamente su derrota en la guerra civil.
Estas verdades no son, de ningún modo, fruto de un análisis puramente teórico. Representan, por el contrario, la conclusión irrefutable de toda la experiencia histórica, al menos desde 1848. La historia moderna de las sociedades burguesas está plagada de frentes populares de toda especie, es decir, de las más diversas combinaciones políticas aptas para engañar a los trabajadores. La experiencia española no es más que un nuevo eslabón trágico en esta cadena de crímenes y de traiciones.
La alianza con la sombra de la burguesía
El hecho más sorprendente, desde el punto de vista político, es que, en el Frente Popular español, no había, en el fondo, ningún paralelogramo de fuerzas: el puesto de la burguesía estaba ocupado por su sombra. Por medio de los estalinistas, los socialistas y los anarquistas, la burguesía española subordinó al proletariado sin ni siquiera tomarse la molestia de participar en el Frente Popular: la aplastante mayoría de los explotadores de todos los matices políticos se había pasado al campo de Franco. La burguesía española comprendió, sin ninguna teoría de la revolución permanente, desde el comienzo del movimiento revolucionario de las masas, que, cualquiera que fuera su punto de partida, ese movimiento se dirigía contra la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción, y que era imposible terminar con él con los medios de la democracia.
Por esto sólo quedaron en el campo republicano residuos insignificantes de la clase poseedora, los señores Azaña, Companys y sus semejantes, abogados políticos de la burguesía, pero en absoluto la burguesía misma. Las clases poseedoras, habiendo apostado todo en la dictadura militar, supieron, al mismo tiempo, utilizar a los que ayer eran sus representantes políticos para paralizar, desagregar, y luego asfixiar, el movimiento socialista de las masas en el territorio “republicano”.
Los republicanos de izquierda, que no representaban ya, bajo ningún título, a la burguesía española, representaban aún menos a los obreros y los campesinos: no representaban a nadie aparte de a sí mismos. Sin embargo, gracias a sus aliados socialistas, estalinistas y anarquistas, esos fantasmas políticos desempeñaron un papel decisivo en la revolución. ¿Cómo? Sencillamente, como encarnación del principio de la revolución democrática, es decir, de la inviolabilidad de la propiedad privada.
Los estalinistas en el Frente Popular
Las causas de la aparición del Frente Popular español y su mecánica interna están muy claras. La tarea de los jefes en retirada del ala izquierda de la burguesía consistía en detener la revolución de las masas y en recobrar la confianza perdida de los explotadores: ¿para qué Franco, si nosotros, republicanos, podemos hacer lo mismo? En este plano esencial, los intereses de Azaña y de Companys coincidían plenamente con los de Stalin, para el cual era preciso conquistar la confianza de las burguesías inglesa y francesa mostrándose capaz de proteger el orden contra la anarquía. Azaña y Companys servían, necesariamente, de cobertura a Stalin frente a los obreros: él, Stalin, está, evidentemente, por el socialismo, pero no puede rechazar a la burguesía republicana. Stalin resulta necesario para Azaña y Companys como verdugo experto, que goza de una autoridad revolucionaria. Sin él, reducidos a un amasijo de nulidades, no hubieran podido ni se hubieran atrevido a atacar a los obreros.
Los reformistas tradicionales de la Segunda Internacional, que hace tiempo han perdido la cabeza ante el curso de la lucha de clases, recobraron cierta seguridad con el apoyo de Moscú. Este apoyo, por lo demás, no fue concedido a todos los reformistas, sino tan sólo a los más reaccionarios: Caballero representaba la cara del partido socialista que estaba vuelta hacia la aristocracia obrera, mientras que Negrín y Prieto seguían volviendo la mirada hacia la burguesía. Negrín ha vencido a Caballero con la ayuda de Moscú. Los socialistas de izquierda y los anarquistas, prisioneros del Frente Popular, se han esforzado, es verdad, por salvar de la democracia lo que podía salvarse. Pero al no haber sido capaces de movilizar a las masas contra los gendarmes del Frente Popular sus esfuerzos, a fin de cuentas, han quedado reducidos a lamentables lloriqueos. Los estalinistas se han encontrado, de este modo, aliados con el ala más derechista, más abiertamente burguesa, del Partido Socialista. Han dirigido sus golpes contra la izquierda: contra el POUM, los anarquistas y los socialistas de izquierda, es decir, contra los agrupamientos centristas que reflejaban, aunque imperfectamente, la presión de las masas revolucionarias.
Este hecho político, significativo en sí mismo, da también la medida de la degeneración del Comintern en el curso de los últimos años. En otro momento, definimos al estalinismo como un centrismo burocrático; los acontecimientos han aportado un determinado número de pruebas de la exactitud de esta afirmación, pero hoy está superada. Los intereses de la burocracia bonapartista no se corresponden ya con el carácter híbrido del centrismo. En su búsqueda de arreglos con la burguesía, la camarilla estalinista sólo es capaz de aliarse con los elementos más conservadores de la aristocracia obrera en todo el mundo; con ello, queda definitivamente establecido el carácter contrarrevolucionario del estalinismo en la arena mundial.
Las ventajas contrarrevolucionarias del estalinismo
Hemos llegado al nudo de la solución del enigma: ¿cómo y por qué el Partido Comunista español, insignificante tanto numéricamente como por sus dirigentes, ha sido capaz de concentrar en sus manos todos los resortes del poder, pese a la presencia de organizaciones socialistas y anarquistas incomparablemente más poderosas? La explicación habitual, de acuerdo con la cual los estalinistas, sencillamente, han canjeado el poder por armas soviéticas, es superficial. Como pago de sus armas, Moscú ha recibido el oro español. Eso bastaba según las leyes del mercado capitalista. ¿Cómo ha logrado Stalin obtener también el poder en este trato? Ordinariamente se responde: aumentando su autoridad ante las masas mediante equipamiento militar, el Gobierno soviético ha podido exigir, como condición para su ayuda, medidas decisivas contra los revolucionarios, apartando así de su camino a adversarios peligrosos. Esto es indiscutible, pero es tan sólo un aspecto de la cuestión, y el menos importante. A pesar de la “autoridad” obtenida gracias a los suministros soviéticos, el Partido Comunista español ha seguido siendo una pequeña minoría, y se ha topado con el odio creciente de los obreros. Por otra parte, no bastaba con que Moscú estableciera condiciones: era también preciso que Valencia las aceptara. Ahí está el fondo del problema, ya que no tan sólo Companys y Negrín, sino también Caballero, cuando era presidente del consejo, fueron, de buen o mal grado, al encuentro de las exigencias de Moscú. ¿Por qué? Porque esos señores, por su lado, querían mantener la revolución dentro del marco burgués.
Ni los socialistas, ni siquiera los anarquistas, se han opuesto seriamente al programa estalinista. Tenían miedo de la ruptura con la burguesía. Tenían un pánico mortal ante cada ofensiva revolucionaria de los obreros. Gracias a sus armas y a su ultimátum contrarrevolucionario, Stalin ha sido, para todos esos grupos, un salvador. Les facilitaba, en efecto, lo que deseaban, la victoria militar sobre Franco, y, al mismo tiempo, los liberaba de toda responsabilidad por el curso de la revolución. Se apresuraron, pues, a dejar de lado sus máscaras socialistas y anarquistas, con la esperanza de utilizarlas de nuevo cuando Moscú hubiera restablecido para ellos la democracia burguesa. Para colmo de comodidad, esos caballeros podían justificar su traición al proletariado con la necesidad del acuerdo militar con Stalin; este último, por su parte, justificaba su política contrarrevolucionaria con la necesidad del acuerdo con la burguesía republicana.
Sólo desde este punto de vista más amplio se nos hace comprensible la angelical paciencia que han demostrado ante los representantes de la GPU esos campeones del derecho y de la libertad que son Azaña, Companys, Negrín, Caballero, García Oliver y demás. Si no tuvieron opción, como dicen, ello no se debe en absoluto a que no tuvieran ninguna otra forma de pagar los aviones y los tanques que con “cabezas” revolucionarias y con derechos obreros, sino porque les resultaba imposible realizar su propio programa “puramente democrático”, es decir, antisocialista, si no era mediante el terror. Cuando los obreros y los campesinos entran en la vía de la revolución, es decir, se apoderan de las fábricas, de las grandes propiedades, echan a los antiguos propietarios y toman el poder localmente, entonces la contrarrevolución, burguesa democrática, estalinista o fascista —todo se relaciona—, no tiene ya otro medio de detener el movimiento que la violencia sangrienta, el embuste y el engaño. La ventaja de la camarilla estalinista en esta vía consistía en que se puso de inmediato a aplicar unos métodos que desbordaban a Azaña, Companys, Negrín y sus demás aliados de “izquierda”.
Stalin confirma, a su modo, la teoría de la revolución permanente
De este modo, se han enfrentado, en el territorio de España, dos programas. Por un lado, el de la salvaguardia a cualquier precio de la propiedad privada contra el proletariado, y, si fuera posible, de la salvaguardia de la democracia contra Franco. Por el otro lado, el programa de abolición de la propiedad privada mediante la conquista del poder por el proletariado. El primero expresaba el programa del capital por intermedio de la aristocracia obrera, de las eminencias de la pequeña burguesía y, sobre todo, de la burocracia soviética. El segundo traducía, en idioma marxista, las tendencias, no plenamente conscientes, pero sí poderosas, del movimiento revolucionario de las masas. Por desgracia para la revolución, entre el puñado de los bolcheviques y el proletariado revolucionario estaba el tabique contrarrevolucionario del Frente Popular.
La política del Frente Popular, por su parte, no estuvo en absoluto determinada por el chantaje de Stalin como proveedor de armas. El chantaje, indudablemente, va incluido en las condiciones internas de la revolución misma. El fondo social de esta había sido, durante los seis años precedentes, la creciente ofensiva de las masas contra la propiedad semifeudal y burguesa. Fue precisamente la necesidad de defender esta propiedad la que arrojó a la burguesía a los brazos de Franco. El Gobierno republicano había prometido a la burguesía defender la propiedad con medidas “democráticas”, pero registró, sobre todo en julio de 1936, un fracaso total. Cuando la situación se hizo aún más amenazadora en el frente de la propiedad que en el frente militar, los demócratas de todo pelaje, incluyendo a los anarquistas, se inclinaron ante Stalin, y este último no encontró en su arsenal más métodos que los de Franco.
Sin las persecuciones contra los trotskistas, los poumistas, los anarquistas revolucionarios y los socialistas de izquierda; sin las sucias calumnias, los documentos falsificados, las torturas en las cárceles estalinistas, los asesinatos por la espalda; sin todo eso, la bandera burguesa, bajo la bandera republicana, no se hubiera mantenido ni dos meses. La GPU se hizo dueña de la situación porque defendió de forma más consecuente que otros, es decir, con mayor astucia y crueldad, los intereses de la burguesía contra el proletariado.
En el curso de su lucha contra la revolución socialista, el demócrata Kérenski buscó un apoyo, ante todo, en la dictadura militar de Kornílov; luego trató de volver a Petrogrado en los furgones del general monárquico Krasnov. Los bolcheviques, por su parte, para llevar hasta el fin la revolución democrática, tuvieron que derribar el Gobierno de los charlatanes y los discurseadores democráticos. Haciéndolo, pusieron fin, de paso, a todas las tentativas de dictadura militar o fascista.
La revolución española revela, una vez más, que es imposible defender la democracia contra las masas revolucionarias si no es con los métodos de la reacción fascista. Y, a la inversa, es imposible llevar una verdadera lucha contra el fascismo sin los métodos de la revolución proletaria. Stalin ha luchado contra el trotskismo (la revolución proletaria) destruyendo la democracia por medio de medidas bonapartistas y de la GPU. Esto refuta una vez más, y definitivamente, la vieja teoría menchevique, de la que se ha apropiado el Comintern, teoría que divide la revolución socialista en dos capítulos históricos independientes, separados entre ellos en el tiempo. La obra de los verdugos de Moscú confirma, a su modo, la justeza de la teoría de la revolución permanente.
El papel de los anarquistas
Los anarquistas no han tenido, en la revolución española, ninguna posición independiente. No han hecho más que oscilar entre el menchevismo y el bolchevismo. Pero los obreros anarquistas tendían instintivamente a encontrar una salida en la vía bolchevique (19 de julio de 1936, jornadas de mayo de 1937), mientras que los jefes, por el contrario, empujaban a las masas, con todas sus fuerzas, al campo del Frente Popular, es decir, al del régimen burgués.
Los anarquistas han dado prueba de una fatal incomprensión de las leyes de la revolución y de sus tareas tratando de limitarse a los sindicatos, es decir, a unas organizaciones de los tiempos de paz, impregnadas de rutina e ignorando lo que ocurría fuera, entre las masas, en los partidos políticos y en el aparato del Estado. Si los anarquistas hubieran sido unos revolucionarios, hubieran llamado, ante todo, a la creación de soviets que reunieran a todos los representantes de la ciudad y del campo, incluyendo a los representantes de esos millones de hombres sometidos a la máxima explotación y que no habían entrado nunca en los sindicatos. En los soviets, los obreros revolucionarios hubieran ocupado, naturalmente, una posición dominante. Los estalinistas se hubieran encontrado en insignificante minoría. El proletariado se hubiera convencido de su fuerza invencible. El aparato del Estado burgués no se hubiera sostenido ya en nada. No hubiera sido necesario un golpe demasiado fuerte para que ese aparato cayera pulverizado. La revolución socialista hubiera recibido un poderoso impulso. El proletariado francés no hubiera permitido por mucho tiempo que Léon Blum bloqueara la revolución proletaria al otro lado de los Pirineos.
La burocracia de Moscú no hubiera podido permitirse un lujo semejante. Las más difíciles cuestiones se hubieran resuelto por sí solas.
En lugar de esto, los anarcosindicalistas, que trataban de refugiarse en la política de los sindicatos, se vieron, con gran sorpresa de todo el mundo y de ellos mismos, haciendo de quinta rueda del carro de la democracia burguesa. No por mucho tiempo, ya que la quinta rueda no tiene utilidad. Después de que García Oliver y compañía hubieron ayudado a Stalin y sus acólitos a arrebatar el poder a los obreros, los anarquistas fueron echados del Gobierno del Frente Popular. Entonces disimularon el miedo del pequeño burgués ante el gran burgués, el del pequeño burócrata ante el gran burócrata, bajo discursos lacrimógenos sobre la santidad del frente único (de las víctimas con los verdugos) y sobre la imposibilidad de admitir ninguna dictadura, la suya incluida. “Hubiéramos podido tomar el poder en julio de 1936... Hubiéramos podido tomar el poder en mayo de 1937... “. Así era cómo los anarquistas imploraban a Negrín y a Stalin que les reconocieran y recompensaran su traición a la revolución. Un espectáculo repugnante.
Esta autojustificación —“No tomamos el poder, no porque no pudiéramos, sino porque no quisimos, porque estamos contra toda dictadura, etc.”— encierra, por sí sola, una condena del anarquismo como doctrina completamente contrarrevolucionaria. Renunciar a la conquista del poder significa dejárselo voluntariamente a los que ya lo tienen, a los explotadores. El fondo de toda revolución ha consistido siempre y sigue consistiendo en llevar al poder a una nueva clase, dándole así todas las posibilidades de realizar su programa. No se puede hacer la guerra sin desear la victoria. Nadie hubiera podido impedir a los anarquistas que establecieran, tras la toma del poder, el régimen que les hubiera parecido, admitiendo, claro está, que fuera realizable. Pero los mismos jefes anarquistas habían perdido la fe en él. Se apartaron del poder, no porque estuvieran contra toda dictadura —de hecho, de buena o de mala gana apoyaron y apoyan a la dictadura de Negrín-Stalin—, sino porque habían abandonado completamente sus principios y perdido su valor, si es que alguna vez habían tenido una y otra cosa. Tenían miedo. Tenían miedo de todo, del aislamiento, de la intervención, del fascismo; tenían miedo de Stalin, tenían miedo de Negrín. Pero de lo que más miedo tenían esos bocazas era de las masas revolucionarias.
La negativa a conquistar el poder arroja, inevitablemente, a cualquier organización obrera a la charca del reformismo, y la convierte en juguete de la burguesía; no puede ser de otro modo, dada la estructura de clase de la sociedad.
Al levantarse contra el objetivo, la toma del poder, los anarquistas no podían, a fin de cuentas, dejar de levantarse contra los medios, contra la revolución. Los jefes de la CNT y de la FAI ayudaron a la burguesía, no tan sólo a mantenerse en la sombra del poder en julio de 1936, sino también a restablecer, fragmento a fragmento, lo que había perdido de un solo golpe. En mayo de 1937 sabotearon la insurrección de los obreros, salvando con ello la dictadura de la burguesía. De este modo, el anarquista, que sólo pretendía ser antipolítico, se encontró, de hecho, siendo antirrevolucionario, y, en los momentos más críticos, contrarrevolucionario.
Los teóricos anarquistas que, después del gran examen de los años 1931 a 1937, repiten las eternas cantinelas reaccionarias sobre Kronstadt y afirman que el estalinismo es producto inevitable del marxismo y del bolchevismo, no hacen, con ello, más que demostrar que están muertos para siempre para la revolución.
¿Decís que el marxismo es, en sí mismo, violencia, y que el estalinismo es su descendencia legítima? ¿Por qué entonces nosotros, los marxistas revolucionarios, libramos una lucha a muerte contra el estalinismo en el mundo entero? ¿Por qué la camarilla estalinista ve en el trotskismo a su principal enemigo? ¿Por qué cualquier proximidad con nuestras concepciones o nuestro sistema de acción (Durruti, Andreu Nin, Landau y otros) obliga a los gángsters del estalinismo a recurrir a una represión sangrienta? ¿Por qué, por otra parte, los jefes del anarquismo español, en el momento de los crímenes de la GPU en Moscú y en Madrid, eran ministros de Caballero-Negrín, es decir, de los servidores de la burguesía y de Stalin? ¿Por qué, incluso ahora, bajo el pretexto de la lucha contra el fascismo, siguen siendo los anarquistas prisioneros voluntarios de Stalin-Negrín, es decir, de los verdugos de la revolución por su incapacidad para luchar contra el fascismo?
Los abogados del anarquismo que predican por Kronstadt y por Majnó no engañan a nadie. En el episodio de Kronstadt y en la lucha contra Majnó defendimos la revolución proletaria frente a la contrarrevolución campesina. Los anarquistas españoles han defendido y siguen defendiendo la contrarrevolución burguesa frente a la revolución proletaria. Ningún sofisma podrá hacer desaparecer de la historia el hecho de que el anarquismo y el estalinismo se han encontrado en el mismo lado de la barricada, y las masas revolucionarias y los marxistas en el otro lado. Esta es la verdad que entrará para siempre en la conciencia del proletariado.
El papel del POUM
Con el POUM, las cosas no son mucho mejores. Desde luego, ha intentado, teóricamente, apoyarse en la fórmula de la revolución permanente (es por esto que los estalinistas han tratado de trotskistas a los poumistas), pero la revolución no se contenta de simples reconocimientos teóricos. En lugar de movilizar a las masas contra los jefes reformistas, incluyendo a los anarquistas, el POUM intentaba convencer a esos caballeros de las ventajas del socialismo sobre el capitalismo. Era en base a este diapasón que estaban afinados todos los artículos y discursos de los dirigentes del POUM. Para no desvincularse de los jefes anarquistas, dejaron de organizar células propias en la CNT, y, en general, no hicieron dentro de ella ningún trabajo. Por eludir conflictos agudos, no realizaron ningún trabajo en el ejército republicano. En lugar de esto, edificaron sus “propios sindicatos” y sus “propias milicias”, que defendían sus propios edificios, y se ocuparon de sus propios sectores de frente. Al aislar a la vanguardia revolucionaria de la clase, el POUM debilitaba a la vanguardia y dejaba a las masas sin dirección. Políticamente, el POUM ha permanecido mucho más cerca del Frente Popular, cubriendo su ala izquierda, que del bolchevismo. Si el POUM ha caído, víctima de una represión sangrienta y artera, es porque el Frente Popular no podía llevar a cabo su misión de asfixiar la revolución socialista más que abatiendo, pieza a pieza, su propia ala izquierda.
A pesar de sus intenciones, el POUM ha constituido, a fin de cuentas, el principal obstáculo en el camino de la construcción de un partido revolucionario. Muy grande es la responsabilidad que han asumido los partidarios platónicos o diplomáticos de la Cuarta Internacional, como el jefe del partido socialista revolucionario holandés, Sneevliet, al sostener abiertamente al POUM en su carácter híbrido, su indecisión, su tendencia a dejar de lado las cuestiones candentes, en una palabra, en su centrismo. La revolución no puede ponerse de acuerdo con el centrismo. Lo desenmascara y lo aniquila. Y, de paso, compromete a los abogados y amigos del centrismo. Esta es una de las lecciones más importante de la revolución española.
El problema del armamento
Los socialistas y los anarquistas que tratan de justifican su capitulación ante Stalin por la necesidad de pagar las armas de Moscú con el abandono de toda conciencia y de todo principio, sencillamente mienten, y mienten estúpidamente. Sin duda alguna, muchos de ellos hubieran preferido salirse del paso sin asesinatos y falsificaciones. Pero cada fin impone sus medios. Desde abril de 1931, es decir, desde mucho antes de la intervención militar de Moscú, los socialistas y los anarquistas han hecho todo lo que han podido para frenar la revolución proletaria. Stalin les ha enseñado cómo llevar este trabajo hasta el final. Si se han convertido en cómplices de Stalin es porque perseguían los mismos objetivos políticos.
Si los jefes anarquistas hubieran sido mínimamente revolucionarios, hubieran podido replicar, desde el primer chantaje de Moscú, no sólo con la continuación de la ofensiva socialista, sino también mediante la divulgación, ante la clase obrera mundial, de las condiciones contrarrevolucionarias establecidas por Stalin. Con ello, hubieran colocado a la dictadura de Moscú entre la revolución socialista y la dictadura de Franco. La burocracia thermidoriana teme la democracia y la odia. Pero también teme verse asfixiada en el anillo fascista. Depende, además, de los obreros. Todo autoriza a suponer que Moscú se hubiera visto obligado a proporcionar armas, y quizás, incluso, a precios más módicos.
Pero no se acaba el mundo en el Moscú de Stalin. Al cabo de año y medio de guerra civil, podría estar desarrollada la industria de guerra española, adaptando a las necesidades de la guerra una serie de fábricas civiles. Si este trabajo no se ha llevado a cabo, ello se debe únicamente a que las iniciativas de las organizaciones obreras han sido combatidas tanto por Stalin como por sus aliados españoles. Una industria de guerra fuerte se hubiera convertido en un poderoso instrumento en manos de los obreros. Los jefes del Frente Popular prefieren depender de Moscú.
Es precisamente en esta cuestión donde se revela con especial claridad el papel pérfido del Frente Popular, que imponía a las organizaciones obreras proletarias la responsabilidad de las transacciones traidoras entre la burguesía y Stalin. En la medida en que los anarquistas estaban en minoría, no podían, evidentemente, impedir que el bloque dirigente llegara a los compromisos que le pareciera con Moscú y los amos de Moscú, Londres y París, pero sí podían y debían, sin dejar de ser los mejores combatientes del frente, deslindarse claramente de las traiciones y los traidores, explicar a las masas la verdadera situación, movilizarlas contra el Gobierno burgués, aumentar día a día sus fuerzas para, finalmente, adueñarse del poder y, con él, de las armas de Moscú.
Pero, ¿qué hubiera ocurrido si Moscú, debido a la ausencia del Frente Popular, se hubiera negado a entregar armas? ¿Y qué hubiera ocurrido, contestamos nosotros, si la Unión Soviética no hubiera existido? Hasta ahora, las revoluciones no han triunfado gracias a protecciones extranjeras que les facilitaran armas. Los protectores extranjeros se han encontrado, ordinariamente, del lado de la contrarrevolución. ¿ Será necesario recordar las intervenciones francesa, inglesa y americana contra los soviets? El proletariado de Rusia venció a la reacción interna y a los intervencionistas extranjeros sin apoyo militar exterior. Las revoluciones resultan victoriosas gracias, ante todo, a un programa social que dé a las masas la posibilidad de apoderarse de las armas que están en su territorio y de disgregar al ejército enemigo. El ejercito rojo se apoderó de las resevas militares francesas, inglesas, americanas, y arrojó al mar a los cuerpos expedicionarios extranjeros. ¿Es que ya se ha olvidado esto?
Si hubiera habido, a la cabeza de los obreros y los campesinos armados, es decir, a la cabeza de la España republicana, revolucionarios en vez de cobardes agentes de la burguesía, el problema del armamento de ningún modo hubiera tenido un papel de primer plano. El ejército de Franco, sin dejar de lado a los rifeños coloniales y a los soldados de Mussolini, no estaba en absoluto inmunizado contra el contagio revolucionario. Los soldados fascistas, rodeados por todos lados por las llamas de la revolución socialista, hubieran quedado reducidos a una cantidad insignificante. No eran armas lo que faltaba en Madrid y en Barcelona, ni tampoco “genios” militares. Lo que faltaba era el partido revolucionario.
Las condiciones de la victoria
Las condiciones para la victoria de las masas en la guerra civil contra los opresores son, en el fondo, muy simples.
1. Los combatientes del ejército revolucionario deben tener plena conciencia de que combaten por su completa emancipación social y no por el restablecimiento de la vieja forma (democrática) de explotación.
2. Lo mismo debe ser comprendido por los obreros y los campesinos, tanto en la retaguardia del ejército revolucionario como en la del ejército enemigo.
3. La propaganda, en el frente propio, en el frente adversario y en la retaguardia de los dos ejércitos, tiene que estar totalmente impregnada por el espíritu de la revolución social. La consigna: “Primero la victoria, después las reformas”, es la fórmula de todos los opresores y explotadores, empezando por los reyes bíblicos y terminando por Stalin.
4. La victoria viene determinada por las clases y capas que participan en la lucha. Las masas deben disponer de un aparato estatal que exprese, directa e inmediatamente, su voluntad. Este aparato sólo puede ser construido por los soviets de diputados de los obreros, campesinos y soldados.
5. El ejército revolucionario no sólo debe proclamar, sino también llevar a cabo inmediatamente, en las provincias conquistadas, las más urgentes medidas de la revolución social: expropiación y entrega a los necesitados de las reservas existentes de productos alimenticios, manufacturados, etc., redistribución de los alojamientos en provecho de los trabajadores, y sobre todo de las familias de los combatientes, expropiación de la tierra y de los instrumentos agrícolas en provecho de los campesinos, establecimiento del control obrero sobre la producción y del poder soviético en sustitución de la antigua burocracia.
6. Deben ser expulsados, inexorablemente, del ejército revolucionario los enemigos de la revolución socialista, es decir, los elementos explotadores y sus agentes, aunque se disfracen con la máscara de “demócrata”, de “republicanos”, de “socialista” o de “anarquista”.
7. A la cabeza de cada división debe figurar un comisario con una autoridad irreprochable, como revolucionario y como combatiente.
8. En cada división militar debe existir un núcleo cohesionado formado por los combatientes más abnegados, recomendados por organizaciones obreras. Los miembros de este núcleo tienen un privilegio, el de ser los primeros en entrar en fuego.
9. El cuerpo de mando comprende necesariamente, en los primeros tiempos, a muchos elementos extranjeros y poco seguros. Su verificación y su selección deben realizarse sobre la base de la experiencia militar, de los informes aportados por los comisarios y de las opiniones de los combatientes rasos. Al mismo tiempo, deben dedicarse esfuerzos a la preparación de comandantes procedentes de las filas de los obreros revolucionarios.
10. La estrategia de la guerra civil tiene que combinar las reglas del arte militar con las tareas de la revolución social. No sólo en la propaganda, sino también en las operaciones militares, es preciso tomar en cuenta la composición social de las distintas partes del ejército adversario (voluntarios burgueses, campesinos movilizados, o, como en el caso del ejército de Franco, esclavos coloniales), y, al elegir las líneas de operaciones, hay que tomar en cuenta, estrictamente, la cultura social de las correspondientes regiones del país (regiones industriales, campesinas, revolucionarias o reaccionarias, regiones de nacionalidades oprimidas, etc.). En breve término, la política revolucionaria domina la estrategia.
11. El Gobierno revolucionario, como comité ejecutivo de los obreros y los campesinos, tiene que ser capaz de conquistar la confianza del ejército y del pueblo trabajador.
12. La política exterior debe tener como principal objetivo despertar la conciencia revolucionaria de los obreros, los campesinos y las nacionalidades oprimidas del mundo entero.
Stalin ha garantizado las condiciones de la derrota
Las condiciones de la victoria son, como vemos, perfectamente sencillas. Su conjunto se denomina revolución socialista. Ninguna de estas condiciones se ha dado en España. La razón principal de ello está en que no había partido revolucionario. Stalin ha intentado, desde luego, transportar al terreno de España los procedimientos exteriores del bolchevismo: buró político, comisarios, células, GPU, etc. Pero había vaciado estas formas de su contenido socialista. Había repudiado el programa bolchevique y, junto con él, los soviets como forma necesaria de la iniciativa de las masas. Ha puesto la técnica del bolchevismo al servicio de la propiedad burguesa. Imaginaba, en su mezquindad burocrática, que los comisarios eran capaces por sí solos de garantizar la victoria. Pero los comisarios de la propiedad privada sólo han sido capaces de garantizar la derrota.
El proletariado ha manifestado capacidades combativas de primer orden. Gracias a su peso específico en la economía del país, gracias a su nivel político y cultural, estaba, desde el primer día de la revolución, no por debajo, sino por encima del proletariado ruso de comienzos de 1917. Sus propias organizaciones han sido los obstáculos principales en el camino de la victoria. La camarilla que detentaba el mando, concertada con la contrarrevolución, se componía de agentes a sueldo, de arribistas, de elementos desclasados y de desechos sociales de toda especie. Los representantes de las demás organizaciones obreras, reformistas inveterados, bocazas, anarquistas, centristas incurables del POUM, gruñían, vacilaban, suspiraban, maniobraban, pero, a fin de cuentas, se adaptaban a los estalinistas. El resultado de todo su trabajo fue que el campo de la revolución social (obreros y campesinos) se vio sometido a la burguesía, o, más exactamente, a su sombra; perdió su carácter, perdió su sangre. No faltaron ni el heroísmo de las masas ni el valor de revolucionarios aislados. Pero las masas quedaron abandonadas a ellas mismas, y los revolucionarios fueron marginados, sin programa, sin plan de acción. Los jefes militares se preocuparon más del aplastamiento de la revolución social que de las victorias militares. Los soldados perdieron la confianza en sus comandantes, las masas en el Gobierno; los campesinos se mantuvieron al margen, los obreros se cansaron, las derrotas se sucedían unas a otras, la desmoralización aumentaba. No era difícil prever todo esto desde el comienzo de la guerra civil. El Frente Popular, al fijarse como tarea la salvación del régimen capitalista, estaba destinado a la derrota militar. Stalin, poniendo al bolchevismo cabeza abajo, ha cumplido con éxito el papel central de sepulturero de la revolución.
La experiencia española, dicho sea de paso, demuestra una vez más que Stalin no entendió nada de la revolución de octubre ni de la guerra civil. Su lento espíritu provinciano se quedó retrasado respecto al curso impetuoso de los acontecimentos entre 1917 y 1921. Todos aquellos de sus discursos y artículos de 1917 en que expresaba un pensamiento propio contienen ya toda su última doctrina thermidoriana. En este sentido, el Stalin de la España de 1937 es el continuador del Stalin de la conferencia de marzo de 19171. Sin embargo, en 1917 sólo estaba asustado por los obreros revolucionarios, mientras que en 1937, los ha estrangulado; el oportunismo se ha convertido en verdugo.
La guerra civil en la retaguardia
“¡Pero para obtener la victoria sobre los Gobiernos Caballero y Negrín hubiera sido precisa la guerra civil en la retaguardia de los ejércitos republicanos!”, grita, asustado, el filósofo demócrata.
¡Como si, a falta de esto, no se hubiera producido en el seno de la España republicana una guerra civil, la más artera y deshonesta de todas ellas, la guerra de los propietarios y los explotadores contra los obreros y los campesinos! Esta guerra incesante se tradujo en detenciones y asesinatos de revolucionarios, en desarme de los obreros, en armamento de la policía burguesa, y finalmente en el abandono, en el frente, sin armas ni refuerzos, de los destacamentos obreros, supuestamente en interés del desarrollo de la industria de guerra. Cada uno de estos actos constituye un golpe cruel para el frente, una abierta traición militar, dictada por los intereses de clase de la burguesía. Sin embargo, el filisteo “demócrata”, ya sea estalinista, socialista o anarquista, considera que la guerra civil de la burguesía contra el proletariado, incluso en la misma retaguardia inmediata del frente, es una guerra natural e inevitable que tiene por objeto “garantizar la unidad del Frente Popular”. En cambio, la guerra civil del proletariado contra la contrarrevolución republicana aparece, ante los ojos del mismo filisteo, como una guerra criminal, “fascista”, “trotskista”, que destruye la unidad de las fuerzas antifascistas. Decenas de Norman Thomas, de Attlee, de Otto Bauer, de Zyromski, de Malraux, y de pequeños traficantes de mentiras tipo Duranty y Louis Fischer difunden esta sabiduría por todo el mundo. Entre tanto, el Gobierno del Frente Popular se desplaza de Madrid a Valencia y de Valencia a Barcelona.
Si bien, tal como atestiguan los hechos, sólo la revolución socialista es capaz de aplastar al fascismo, por otra parte la insurrección del proletariado no es concebible más que si la clase dominante se ve atenazada por grandes dificultades. Sin embargo, los filisteos demócratas invocan precisamente estas dificultades para demostrar que la insurreción proletaria es inadmisible. Si el proletariado espera a que los filisteos demócratas le anuncien la hora de su emancipación, será esclavo eternamente. Enseñar a los obreros a reconocer a los filisteos reaccionarios bajo todas sus máscaras y a despreciarlos, sean estas máscaras las que sean, es la primera tarea y la principal obligación revolucionaria.
El desenlace
La dictadura del estalinismo en el campo republicano, por su misma naturaleza, no tendrá larga duración. Si las derrotas provocadas por la política del Frente Popular lanzaran, una vez más, al proletariado español a una ofensiva revolucionaria, victoriosa en esta ocasión, la camarilla estalinista quedaría marcada con un hierro candente. Pero si, como es más verosímil, Stalin consigue llevar hasta el final su trabajo de sepulturero de la revolución, ni siquiera en este caso logrará gratitud. La burguesía española lo ha necesitado como verdugo, pero no le resulta útil como protector y preceptor. Londres y París por un lado, y Berlín y Roma por otro, resultan, a sus ojos, mucho más serios que Moscú. Es posible que el mismo Stalin quiera retirarse de España antes de la catástrofe definitiva. Esperaría, de este modo, hacer recaer la responsabilidad de la derrota en sus propios aliados. Tras lo cual Litvinov solicitaría de Franco el restablecimiento de las relaciones diplomáticas. Ya hemos visto eso varias veces.
Sin embargo, la victoria total del ejército republicano sobre Franco no significaría el triunfo de la democracia. Los obreros y los campesinos han llevado, por dos veces, al poder a los republicanos, así como a sus agentes: en abril de 1931 y en febrero de 1936. Las dos veces, los héroes del Frente Popular cedieron la victoria del pueblo a los más reaccionarios de los representantes de la burguesía. Una tercera victoria de los generales del Frente Popular significaría su acuerdo inevitable con ia burguesía fascista, a costa de los obreros y los campesinos. Un régimen semejante no sería más que otra forma de la dictadura militar, quizá sin monarquía ni abierta dominación de la Iglesia católica.
Finalmente, es posible que las victorias parciales de los republicanos sean utilizadas por intermediarios anglofranceses “desinteresados” para reconciliar a los beligerantes. No es difícil comprender que, en el curso de tal variante, los últimos restos de la democracia serían asfixiados en los fraternales abrazos de los generales, Miaja (comunista) y Franco (fascista). Repitámoslo, sólo puede vencer, ya sea la revolución socialista, ya el fascismo.
No hay que descartar todavía, por lo demás, que la tragedia dé lugar, en el último momento, a una farsa. Cuando los héroes del Frente Popular tengan que abandonar su última capital, antes de subir al barco o al avión, no dejarán de proclamar una serie de reformas socialistas, para dejar de ellos un buen recuerdo al pueblo. Pero esto no les servirá de nada. Los obreros de todo el mundo recordarán con odio y desprecio a los partidos que habrán conducido a su perdición a un pueblo heroico.
La trágica experiencia de España es una advertencia amenazadora, tal vez la última advertencia antes de acontecimientos aún más grandiosos, dirigida a todos los obreros del mundo entero. Las revoluciones, en palabras de Marx, son las locomotoras de la historia, avanzan más aprisa que el pensamiento de los partidos mitad o un cuarto revolucionarios. El que se detiene cae bajo las ruedas de la locomotora. Por otra parte, y este es el principal peligro, muchas veces la misma locomotora descarrila. Debe penetrarse en el problema de la revolución hasta el fondo, hasta sus últimas consecuencias concretas. Hay que conformar la política de acuerdo con las leyes fundamentales de la revolución, es decir, de acuerdo con el movimiento de las clases en lucha y no con los temores y los prejuicios superficiales de los grupos pequeñoburgueses que se hacen llamar Frente Popular y un montón de otras cosas. La línea de menor resistencia demuestra ser, en la revolución, la línea del peor fracaso. El miedo a aislarse de la burguesía conduce al aislamiento respecto a las masas. La adaptación a los prejuicios conservadores de la aristocracia obrera significa la traición a los obreros y a la revolución. El exceso de prudencia es la más funesta imprudencia. Esta es la principal lección del hundimiento de la organización política más honesta de España, el POUM, partido centrista. Manifiestamente, los grupos del Buró de Londres no quieren o no saben extraer las conclusiones necesarias de la última advertencia de la historia. Por ello, se destinan a sí mismos a la perdición.
Existe ahora, en cambio, una nueva generación de revolucionarios que se educa en las lecciones de las derrotas. Ha verificado en los hechos la reputación de ignominia de la Segunda Internacional. Ha medido la profundidad de la caída de la Tercera Internacional. Ha aprendido a juzgar a los anarquistas, no por sus palabras, sino por sus actos. Esta es una gran escuela, una inapreciable escuela, pagada con la sangre de innumerables combatientes. Los cuadros revolucionarios se agrupan ahora bajo la sola bandera de la Cuarta Internacional. Ha nacido bajo el rugir de las derrotas para conducir a los trabajadores a la victoria.
Coyoacán, 17 de diciembre de 1937
Notas:
1. Referencia a la conferencia celebrada por el Partido Bolchevique en Petrogrado el 28 de marzo de 1917, cinco días antes de la llegada de Lenin a Petersburgo. En ella, Stalin defendió posiciones conciliadoras con el Gobierno provisional y contrarias a la toma del poder por los bolcheviques, posiciones que mantuvo, durante los meses siguientes, en las columnas de Pravda. Estas posiciones, por lo demás, eran dominantes en el partido bolchevique antes del regreso de Lenin, y lo siguieron siendo durante algún tiempo después de la formulación de las Tesis de abril (N. del E.)