¿Qué política debe defender la izquierda revolucionaria?

El 30 de octubre Lula ganaba la segunda vuelta de las elecciones a la presidencia de Brasil con 60.345.999 votos, el 50,90%, frente a los 58.206.354 (49,10%) del ultraderechista Jair Bolsonaro. Como es natural, la derrota de este fascista supremacista, fanático religioso, machista y homófobo, ha sido recibida con alivio por millones de activistas de izquierda. Sin embargo, sería un gravísimo error minusvalorar que la victoria de Lula se ha producido con la diferencia más ajustada de la historia electoral brasileña y deja encendidas todas las luces de alarma.

El giro a la derecha del PT y de Lula permite a Bolsonaro mantener un apoyo masivo

Lula y los dirigentes del PT, con buena parte de la izquierda reformista internacional y los medios de comunicación haciéndoles eco, hablan de “victoria histórica”. Según su análisis, este triunfo se ha debido gracias a su “inteligente” estrategia de pactos con partidos de derecha y centroderecha y los compromisos adquiridos con los sectores supuestamente democráticos de la burguesía. Un enfoque tan superficial como equivocado de la situación brasileña.

Para enfrentar seriamente un peligro como el que representa Bolsonaro, es preciso un balance honesto, crítico y riguroso. Explicar los errores cometidos y porqué, tras cuatro años de recortes y ataques a los derechos sociales y democráticos, de una gestión criminal de la pandemia, de la deforestación brutal de la Amazonia, y de empobrecimiento de amplias capas de la población, este criminal fascista mantiene un apoyo masivo. Solo así podremos levantar una alternativa antifascista consecuente, capaz de doblegar y barrer a esta morralla política.

El discurso de Lula, especialmente en la segunda vuelta, no ha dejado de mimetizarse al de la derecha. Presentándose como campeón de la estabilidad capitalista, jugando a ser más religioso que Bolsonaro y oponiéndose incluso al aborto, este viaje solo ha servido para perder los 20 puntos de ventaja con que inició la carrera presidencial y retroceder en el último mes de un 5% que le sacó en primera vuelta a un pírrico 1,8% de diferencia en los resultados finales.

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El discurso de Lula, especialmente en la segunda vuelta, no ha dejado de mimetizarse al de la derecha, presentándose como campeón de la estabilidad capitalista. En la foto, Lula con Geraldo Alckmin, el derechista exgobernador de São Paulo. 


El líder ultraderechista supera su máximo apoyo, obtenido en la segunda vuelta de 2018, en 408.507 votos. Ello le permite mantener una base social de masas, y junto al apoyo de sectores clave de la burguesía y el ejército, le da una fuerza que no dudará en utilizar para volver al Gobierno lo antes posible, como muestra su negativa a reconocer la derrota. Además, tendrá la mayor bancada del Parlamento nacional, un hecho que la izquierda reformista de todo el mundo tiende a ocultar, y con otros partidos de derecha podría controlar este y la mayoría de Gobiernos regionales, incluido el del estado más importante y poblado del país, São Paulo, donde un aliado suyo ganó claramente.

Lo único que evita el desastre es el instinto de millones de oprimidas y oprimidos. El 69% de apoyo que obtiene Lula en las regiones más pobres del nordeste del país, con más de diez millones de votos de ventaja, resulta absolutamente decisivo. También la victoria en la ciudad de São Paulo, especialmente en sus barrios más pobres.

Trece millones de personas que en 2018 no votaron, o lo hicieron en blanco o nulo, indignados por los escándalos de corrupción, privatizaciones y medidas neoliberales del PT, a pesar del programa continuista de Lula le han votado para echar a Bolsonaro.

¿Qué factores alimentan el bolsonarismo y cómo combatirlos?

Junto a las concesiones a la derecha, Lula ha insistido toda la campaña en presentar los Gobiernos anteriores del PT como un cuadro idílico que su victoria permitirá recuperar. Pero este discurso choca con la experiencia de millones de personas.

Siguiendo la misma política de pactos con la derecha que ha practicado durante la campaña electoral, Lula y el PT aplicaron privatizaciones, contrarreformas laborales y otras medidas neoliberales, aumentando los beneficios capitalistas y la desigualdad, y reforzando la militarización de la represión y el poder de los cuerpos policiacos. Cuando los efectos de la crisis mundial se manifestaron más claramente en Brasil, a partir de 2014, con millones de desempleados en pocos meses y la ruina de amplios sectores de las capas medias, emergió bruscamente un hondo sentimiento de rabia contra el PT. A ello contribuyeron los escándalos de corrupción que afectaron de lleno a ministros y altos funcionarios petistas.

Bolsonaro utilizó cínica y demagogicamente ese ambiente en 2018 para conquistar un apoyo masivo entre las capas medias, arruinadas por la crisis, y sectores desmoralizados y politicamente atrasados de desempleados y trabajadores. Pero a pesar de su aparente fortaleza, la gestión de Bolsonaro se encontró con un repudio importante. Ya en abril de 2019, cosechaba los peores índices de popularidad de cualquier Gobierno brasileño desde la dictadura tras tres meses gobernando. Apenas un 32% apoyaba su gestión e incluso sectores de capas medias que le habían votado le cuestionaban.

La exitosa huelga general de junio de 2019 y otras movilizaciones masivas le pusieron contra las cuerdas. Pero esa huelga no tuvo continuidad en el tiempo, y los dirigentes del PT y de la Central Única de Trabajadores (CUT) se dedicaron a contemporizar y ofrecerle balones de oxígeno. Estos líderes de la izquierda capitalista temían que el movimiento de masas les desbordase y colocará la lucha por el derrocamiento de Bolsonaro como eje de la acción de masas extraparlamentaria.

Su posterior gestión de la pandemia, con cerca de 700.000 muertos, aumentó el rechazo popular a Bolsonaro. Y antes de que la situación de convirtiese en una crisis revolucionaria, semejante a la que vivió Chile o Colombia en estos años, un sector de la burguesía y también del imperialismo norteamericano, presionó para lograr la excarcelación de Lula y que este encauzara el descontento hacia el terreno electoral. Se trataba de sacar a la población de las calles, anular la lucha de masas y reconvertir el proceso a la arena parlamentaria, en beneficio de la estabilidad capitalista.

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La exitosa huelga general de junio de 2019 y otras movilizaciones masivas le pusieron contra las cuerdas a Bolsonaro. 


Cuando Lula anunció su posible candidatura, las encuestas le daban 20 puntos de ventaja e incluso más. Pero lo primero que hizo fue rechazar la consigna Fora Bolsonaro y llamar a la desmovilización, aplazando todo a su victoria electoral y sus pactos con la “derecha moderada”. Un sector de la burguesía, con dirigentes como Fernando Henrique Cardoso o Geraldo Alckmin, figura vinculada al Opus Dei y que será su vicepresidente, apostó por apoyarle, anulando las acusaciones de corrupción que habían utilizado para encarcelarle y apartarle en 2018 de la carrera presidencial.

Este sector, que temía que las políticas de Bolsonaro provocasen un estallido social, ahora esperan que Lula y el PT vuelvan a hacer el trabajo sucio, aplicando la gestión de la crisis capitalista que necesitan para luego deshacerse de ellos, como ya hicieron en 2016. En un contexto de crisis mundial como el actual esta estrategia tendrá efectos aún más desastrosos para las masas y se harán evidentes mucho antes.

Solo una política revolucionaria puede derrotar al fascismo

Estas elecciones confirman que el bolsonarismo no es un fenómeno coyuntural, como afirman los reformistas. Un sector clave de la clase dominante sabe inevitable el enfrentamiento con la clase obrera y apuesta por este fascista para prepararlo.

Bolsonaro ha utilizado la militarización de las favelas con la excusa de la supuesta lucha contra la delincuencia e inseguridad (que inició el PT) o las concesiones a los sectores más reaccionarios de la iglesia Católica y las iglesias evangélicas (que también fomentó Lula) para consolidar una base de masas entre millones de pequeños empresarios y comerciantes e incluso desempleados y trabajadores desesperados y políticamente atrasados. También se ha jactado del fuerte desarrollo de la agroindustria, la minería y otros sectores a costa de deforestar la Amazonia y saquear los recursos naturales. Algunas de sus mejores resultados se dan en ciudades y regiones dependientes de estos sectores.

Un aspecto que evidencia el peligro real que representa el bolsonarismo es la extensión de las milicias, formadas por policías y elementos mafiosos para controlar los barrios y utilizarlas como fuerza de choque contra la izquierda. Desde su llegada al poder, las licencias de armas han crecido un 500% (superando las 600.000 personas armadas) y las armas poseídas legalmente se han doblado, de 1,3 a 2,7 millones. Muchas han ido a estas bandas fascistas urbanas y a grupos paramilitares organizados por los terratenientes y la burguesía agropecuaria para perseguir y asesinar a luchadores campesinos, jornaleros y defensores del medioambiente.

Bolsonaro se apoya decididamente en los militares, concediéndoles cada vez más poder. Actualmente, hay seis mil militares dirigiendo instituciones o empresas estatales. Junto a ello, exalta la sangrienta dictadura militar de 1964-1985, apelando al orgullo de una casta militar que nunca fue depurada y la nostalgia de sectores reaccionarios de las capas medias que durante aquellos años mejoraron sus ingresos producto de la represión que sufrió el movimiento sindical, y el auge económico internacional y la industrialización del país.

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Bolsonaro se apoya decididamente en los militares, concediéndoles cada vez más poder. Actualmente, hay seis mil militares dirigiendo instituciones o empresas estatales. 


Combinado con todo lo anterior, ha utilizado el repunte de la economía brasileña en 2021 y el endeudamiento público para desarrollar políticas clientelares que le permitieran mantener su base electoral entre sectores humildes como el plan Auxilio Brasil (copiando hasta en su cuantía un plan similar de Lula). 

Los acontecimientos mundiales y el auge de la extrema derecha en Brasil, en EEUU, en Italia, en Alemania…demuestran que al fascismo solo se le puede derrotar con una política revolucionaria. Esa fue la lección de  los años 30 y vuelve a serlo hoy en todo el mundo. Los bandazos brutales a derecha e izquierda de las capas medias son un síntoma de la decadencia y descomposición del capitalismo. La única manera de abrir una brecha que permita arrancar de la influencia ultraderechista a las capas más empobrecidas de la clase media, y por supuesto a sectores atrasados políticamente y desmoralizados de los explotados, es con un programa revolucionario que resuelva sus problemas y transmita fuerza y decisión de ir hasta el final combatiendo al gran capital. Pero Lula y los dirigentes del PT renunciaron hace décadas a ello y están completamente asimilados al sistema y al Estado capitalista.

Construir una izquierda revolucionaria con un programa socialista

La huelga general de 2019 y las manifestaciones masivas contra Bolsonaro mostraron el camino para barrerle y la fuerza para hacerlo. Millones de luchadoras feministas y LGTBI, sindicatos combativos, movimientos sociales, organizaciones en defensa del medio ambiente, colectivos antirracistas y por los derechos de la población negra, mulata e indígena, tomaron las calles.

Cuando Lula y el PT plantearon sus políticas desmovilizadoras, la clave era levantar una alternativa consecuente a su izquierda, manteniéndose firme en la defensa de la movilización más enérgica y de un programa socialista de independencia de clase. Pero los dirigentes del PSOL renunciaron a una política revolucionaria, supeditándose al PT y sucumbiendo a las mismas ideas de colaboración de clases y pro capitalistas.

Para evitar una derrota en Brasil, el país más poblado y desarrollado industrialmente de América Latina, de dramáticas consecuencias para todo el continente, hay que romper totalmente con esas políticas impotentes y levantar una izquierda revolucionaria para organizar la lucha en la calle contra el bolsonarismo y contra las políticas de austeridad y ataques que exige toda la burguesía. Llamar a organizar comités de acción y de autodefensa en los barrios, los centros de estudio y trabajo y buscar su extensión y unificación.

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Para evitar una derrota en Brasil, el país más desarrollado industrialmente de América Latina, hay que levantar una izquierda revolucionaria que luche en la calle contra Bolsonaro y defienda un programa para la transformación socialista de la sociedad. 


Este plan de lucha debe ir unido a un programa socialista que plantee la nacionalización de los bancos, la tierra y las grandes empresas bajo control obrero para planificar democráticamente la economía, acabando con todas las lacras que sufrimos las oprimidas y oprimidos. Este programa unificaría todas las reivindicaciones laborales, democráticas y sociales, feministas y LGTBI, medioambientalistas, contra el racismo y cualquier otra forma de opresión, ganando también a millones de jóvenes y trabajadores que hoy, ausente una alternativa revolucionaria  de masas, permanecen bajo la influencia de los dirigentes socialdemócratas del PT.

Esta es la alternativa que defendemos los comunistas revolucionarios para combatir a todos los Bolsonaros del mundo.

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