Al igual que el tráfico de armas o la prostitución, el tráfico de drogas se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos bajo el sistema capitalista. Como si de auténticas multinacionales se tratase, los cárteles invierten miles de millones en el proceso productivo, garantizan la distribución a escala internacional y, por supuesto, lavan su dinero utilizando los mismos circuitos que las grandes empresas: entramados de empresas fantasma, paraísos fiscales, bancos…

En 2012 la fiscalía de Brooklyn descubrió que el banco HSBC, uno de los más importantes a nivel mundial, había movido 800 millones de euros derivados del narcotráfico, en su mayoría provenientes del cártel de Sinaloa. Todo se saldó de forma amistosa: una multa de 600 millones de euros y el embargo de cuentas por valor de 1.200 millones de euros, a cambio no se presentaron cargos de tipo criminal, no fuera a provocar la desestabilización del sistema financiero.

El gran negocio tras la legalización de la marihuana

En algunos países como México, Colombia o Italia el narcotráfico ha alcanzado un tamaño tan grande que su peso en la economía y la completa fusión con el aparato del Estado hacen inviable su desaparición bajo el sistema capitalista. Sólo en México, principal país en la distribución de droga del mundo y principal productor de metanfetaminas y cannabis, se calcula que el narco genera unos ingresos brutos de casi 30.000 millones de euros al año. En Colombia, el mayor productor de cocaína del mundo –en 2017 alcanzó un récord en la superficie destinada al cultivo de la hoja de coca, llegando a 209.000 hectáreas, equivalente a cuatro veces la ciudad de Madrid–, el peso del narcotráfico podría llegar al 3’8% del PIB.

De todas ellas, el cannabis es la droga más consumida a nivel mundial. A pesar de que es considerada socialmente como una droga blanda, algunos estudios ya apuntan a que uno de cada cinco casos de psicosis podría estar ligado a su consumo diario, especialmente el que contiene una alta concentración del componente aditivo THC.

En los últimos años ha vuelto a resurgir el debate sobre la legalización de la marihuana, tanto para uso terapéutico como lúdico, especialmente tras la legalización completa aprobada en Canadá y en 9 estados de EEUU.

Precisamente el uso terapéutico del cannabidiol (CBD), uno de los componentes del cannabis, ha sido uno de los paraguas empleados por las grandes empresas del sector para dar el salto hacia el cultivo y comercialización general una vez legalizado el consumo. Aunque Uruguay ya legalizó el consumo de marihuana en 2013, ha sido Canadá quien ha revelado el potencial económico que esconde la regulación del cannabis. En un contexto de recesión y contracción del mercado, algunos analistas ya califican este negocio como el más importante desde la aparición de Amazon, denominado coloquialmente como el “oro verde”.

¿Qué intereses hay detrás del debate de la regulación?

Desde su legalización en 2018 las principales empresas del sector, en su mayoría canadienses, ya tienen un valor conjunto de 32.000 millones de euros, disparando sus valores en bolsa y captando la atención de grandes firmas del sector farmacéutico y alimenticio, principalmente estadounidenses. Este mercado mueve cerca de 3.600 millones de euros y podría llegar hasta los 10.000 millones en 2025 sólo en Canadá.

Entre las multinacionales que se han introducido en el negocio está la propietaria de la cerveza Corona, que se ha hecho con un 38% de la compañía más grande del sector, Canopy Growth; Coca-Cola, quien estaría en negociaciones con la productora de cannabis Aurora para comercializar bebidas terapéuticas basadas en el CBD; o tabacaleras como Philip Morris. Aunque algunas asociaciones apuestan por una regulación responsable, que cuente con la supervisión del Estado, la gran industria tabacalera y farmacéutica ya se prepara para lo que se presenta como un lucrativo negocio, como refleja el caso de Canadá.

Es de sobra conocida la falta de escrúpulos que han revelado grandes multinacionales farmacéuticas en lo que a ganar dinero a costa de la salud de la gente se refiere. Basta recordar el caso de los implantes que destapó el consorcio de periodistas, que implicaba a la industria de las prótesis e implantes y dejó en evidencia la total falta de control sobre los mismos, ocasionando graves daños como por ejemplo el anticonceptivo Essure.

El pasado 13 de febrero el Parlamento Europeo aprobaba una resolución pidiendo mayor investigación sobre el uso terapéutico del cannabis, mayor financiación, así como una definición jurídica sobre el uso medicinal. En la actualidad muchos países de la zona euro permiten el uso medicinal de la planta, aunque con distintos grados de restricción. Recientemente en Alemania (donde el uso terapéutico es legal desde 2017) se anunciaba que en los próximos meses se anunciarían los proveedores autorizados para la comercialización del cannabis, dando vía libre a las empresas privadas para entrar en un mercado que se prevé muy jugoso para los bolsillos de los capitalistas.

El Estado español es, por sus condiciones climáticas, un paraíso para las grandes corporaciones, donde ya hay 20.000 hectáreas autorizadas por Sanidad para el cultivo de cannabis y ya han aterrizado algunas de las principales empresas. En abril de 2018, el fondo británico GHO Capital adquirió el laboratorio Alcaliber, propiedad de una de las grandes fortunas en el Estado español, Juan Abelló, por valor de 200 millones de euros.

Al mismo tiempo, Torreal, la firma de inversiones de Abelló, creaba otra sociedad junto con este fondo para promover el cultivo de cannabis en el Estado español, gracias a la patente que en 2016 le otorgó la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios. Ya en 2017, un año después de obtener la licencia, la empresa de Abelló firmaba un acuerdo con la canadiense Canopy Growth para cultivar sus semillas en el Estado español. Otra de las empresas que han entrado en España es la también cotizada Freedom Leaf, con sede en Las Vegas (EEUU), que en mayo de este año cerró la compra de un invernadero en Valencia de 40.000 metros cuadrados por 4,2 millones.

El falso “progresismo” de la legalización

Según un informe del Consejo General del Trabajo Social, en 2018 el consumo de cannabis había aumentado cerca del 12% en la franja de edad de 15 a 17 años. Entre las motivaciones que mencionaban los jóvenes para iniciarse en el consumo estaban “la evasión de la realidad”, “el aislamiento de la frustración diaria” o “la regulación de las emociones”.  Y este es precisamente el único papel del consumo de drogas, atomizar a la juventud y desactivar la lucha social.

Tras los argumentos de quienes tratan de plantear la legalización como algo progresista o de izquierdas –como hace Podemos– se esconde una realidad bien distinta. Y es que en un contexto donde vivimos la peor crisis económica de la historia, con casi un 50% de paro juvenil, donde muchas familias trabajadoras viven en situaciones límite, facilitar y normalizar el consumo de droga es arrojar a la juventud a los pies de los caballos, la misma juventud que ha tumbado las reválidas o ha inundado las calles en la lucha feminista o contra el cambio climático.

La formación morada ha argumentado a favor de la completa legalización del cannabis, aunque sea en un proceso regulado por el Estado, por las oportunidades fiscales que ofrecería. Según ellos, “una industria estatal de producción generaría ingentes ingresos al Estado, lo que redundaría en la mejor sanidad pública del mundo”. Pero esto es simplemente olvidar su nefasto papel social, al mismo tiempo que un planteamiento absolutamente utópico: es imposible creer que ante una oportunidad de negocio semejante las grandes empresas del sector van a someterse a la legislación, y no van a utilizar todos los mecanismos a su alcance para evitar pagar impuestos.

Hoy en día, en un contexto de degeneración del sistema capitalista, el impacto de la heroína o el crack en los 70 y 80 se queda pequeño en comparación. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), 2018 ha marcado un récord en la producción de cocaína y opiáceos, y alerta sobre la crisis de opioides (fármacos y drogas con una acción farmacológica similar al opio y la morfina). En Estados Unidos, sólo en 2017 murieron 63.000 personas por sobredosis de estos narcóticos —algo más que el número de soldados estadounidenses que murieron en la guerra de Vietnam— provocando una auténtica catástrofe sanitaria.

Un ejemplo similar a la lacra social que supone la droga, y más aún en un contexto de crisis económica como el que vivimos, lo podemos ver en las apuestas deportivas y juegos de azar: en tan sólo 5 años se ha disparado en un 300% el número de jugadores activos, con una media de edad de 21 años y donde está aumentando de manera alarmante la adicción al juego.

El capitalismo nos envenena

Pero no es la primera vez que la droga se utiliza como arma contra la juventud combativa. Así lo demuestra la epidemia de heroína que sufrieron miles de jóvenes en los años 80, algo que quedó grabado en la memoria de las familias trabajadoras. En 1991 llegaron a morir 1.530 personas por sobredosis.En un contexto de lucha como fue el de la Transición, cuando la dictadura había caído por la presión, organización y movilización del movimiento obrero y el aparato del Estado, con la complicidad del PSOE y el PCE, trataba de consolidar lo que será conocido como el régimen del 78, la droga jugó un papel clave para desarticular la lucha y enganchar a miles de jóvenes.

Con la connivencia de la policía, o directamente su implicación en el tráfico de drogas, como por ejemplo se destapó en el cuartel de Intxaurrondo (Gipuzkoa), la heroína fue utilizada como arma política para castigar y desarticular a la juventud en lucha. Tres noticias del mismo año en El País, 1984, dan una idea del alcance de esta guerra sucia. Mientras que en Burgos el porcentaje de drogodependientes era de un 3,9%, en las cuencas mineras de Asturias llegaba al 30%. Más impactante aun, la ciudad con mayor proporción de  adictos a la droga era San Sebastián, con tan sólo 184.000 habitantes, por delante de Londres o Nueva York.

Por todo ello, y porque tenemos memoria, desde Izquierda Revolucionaria estamos en contra del consumo de drogas y de su legalización. No se trata, como nos intentan vender, de una decisión individual, sino de una cuestión colectiva y de clase. Es decir, del papel que su consumo juega en la sociedad, a quién beneficia y a quién perjudica.

Bajo este sistema, el mismo que mata el planeta, o condena a miles de jóvenes a la precariedad, donde muchas veces fumarse un porro es una forma de evasión para sobrellevar la presión a la que somos sometidos, el consumo se convierte en el arma perfecta para atomizar a los sectores más combativos, para evitar que piensen y luchen. Se trata de comprender políticamente el papel que juegan las drogas, y la necesidad de organizarse para luchar, y para acabar con un sistema caduco que nos envenena y nos condena a la barbarie.

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