La avería y posterior hundimiento del buque petrolero Prestige en noviembre de 2002, cargado con 77.000 toneladas de petróleo, no sólo significó una de las mayores catástrofes medioambientales de la historia de la navegación, sino que puso de manifiesto la incapacidad de los dirigentes del Partido Popular así como del propio estado burgués para hacer frente a una tragedia de estas características. En contraste con la absoluta incompetencia y dejadez de los responsables del gobierno central y de la Xunta, se produjo una gigantesca oleada de participación de la población en las tareas de prevención y limpieza del chapapote que llegaba a las costas. Decenas de miles de personas, sobre todo jóvenes, de Galicia y del resto del Estado, se movilizaron poniendo en riesgo su salud. La población de las localidades más afectadas se volcó en la organización de todas las tareas y en algunos casos se formaron comités a los que se supeditó la propia administración pública. El accidente del Prestige provocó también una verdadera explosión de protesta contra la derecha, con manifestaciones multitudinarias en Galicia, constituyéndose el movimiento Nunca Máis, y en todo el estado. Aquellas movilizaciones, junto con las protestas previas contra la LOU y las posteriores contra la guerra de Iraq y las mentiras del gobierno respecto a los brutales antentados del 11-M, constituyeron un eslabón importante de las movilizaciones que llevaron a la caída del gobierno de Aznar en 2004.
El Prestige, una chatarra flotante del que sólo apelando a la avaricia capitalista se puede entender que estuviera operativo, sufre una rotura en su casco el 13 de noviembre del 2002 debido a la fatiga de los materiales del mismo producida por su estado defectuoso y las embestidas del mar. Desde el primer momento hubo una absoluta impotencia y una total improvisación de las autoridades para dar una respuesta a esta situación. Baste decir que el propio remolcador Ría de Vigo, subcontratado a la empresa Remolcanosa para realizar tareas de salvamento, tardó varias horas en iniciar las labores de rescate hasta que su armador y los del Prestige alcanzaron un acuerdo económico sobre la cuantía del mismo. En los días siguientes, falto por completo de algún plan para actuar, sin hacer caso a informes técnicos que pedían llevar el barco a un puerto refugio y señalando el peligro de que el casco se partiera en breve, el gobierno ordena alejarlo al máximo de la costa, viéndose obligado a realizar varios cambios de rumbo (el primero que se estableció lo llevaba directamente a una borrasca) en tanto que el buque seguía partiéndose y soltando fuel.
Ineptitud y cinismo de la derecha
Durante esos días desde el propio gobierno se plantearon soluciones a cada cual más esperpéntica: desde bombardear el barco, idea del ministro de Defensa Federico Trillo y que fue rechazada por disparatada, hasta llevarlo a aguas portuguesas, lo que forzó a que la marina lusa movilizara una fragata para evitar esa eventualidad. Finalmente, tras recorrer 473 kilómetros, el 19 de noviembre el Prestige acabó por partirse en dos, liberando de golpe 12.000 toneladas de fuel.
Pero además de lo señalado, los dirigentes del PP también dieron muestras de su cinismo y absoluto desprecio hacia todos los afectados, al igual que hicieron posteriormente en otras tragedias como la del metro de Valencia o el Madrid Arena, y lo mismo que hacen hoy en día con la actual crisis económica. Su objetivo desde un principio fue minimizar los efectos del derrame de petróleo. Así, el delegado del Gobierno, Fernández de Mesa, aún sostenía el 19 de noviembre que “a ojo de buen cubero, el Prestige ha vertido 3.000 o 4.000 toneladas”, cuando ya se habían vertido 54.000 toneladas; López Veiga, consejero de Pesca de la Xunta del PP, llegó a decir con total desvergüenza que “no se trata de una marea negra, sólo de un vertido de fuel”; y el mismo Rajoy, por entonces vicepresidente del gobierno, dejó aquella frase para la posteridad en la que calificaba las 120 toneladas de petróleo que expulsaba diariamente el buque tras hundirse de “hilitos de plastilina en estiramiento vertical”. El ministro Arias Cañete declaraba cuatro días antes del hundimiento del barco lo siguiente: “La rápida actuación de las autoridades españolas ha evitado una verdadera catástrofe pesquera y ecológica”.
Un juicio farsa
El reciente juicio sobre el caso Prestige lejos de cerrar esta herida la ha abierto si cabe todavía más, con una sentencia que sólo se puede calificar de vergonzosa y que exime de culpabilidad a todos los implicados en aquellos hechos. Un juicio donde, para empezar, no se sentó en el banquillo ni a los armadores del barco ni a los miembros del gobierno, que con su comportamiento negligente contribuyeron a agravar de forma extrema las consecuencias de aquel accidente. Un juicio donde sólo el capitán del Prestige, que cuanto menos tuvo el coraje de permanecer en el mismo hasta el último momento, ha sido condenado por desobediencia al supuestamente negarse a ser remolcado, a pesar de que las grabaciones de las conversaciones de este con el Centro Zonal de Coordinación de Salvamento de Finisterre indican que fue el propio remolcador el que se negó a efectuar la operación de rescate, a la espera de que se llegara a un acuerdo sobre el precio que iba a cobrar su armador. Un juicio que también exonera a las aseguradoras de abonar un solo euro de los casi 4.000 millones de coste público que tuvo el accidente, por no hablar del incremento del desempleo, del 12% en las zonas más afectadas por la marea negra en los años siguientes a la catástrofe, o de las pérdidas productivas en la pesca y el marisqueo que, a dos años de la catástrofe, ascendían a 88 millones de euros. Esta farsa de juicio lanza un mensaje muy claro: lo fácil y barato que puede resultar para los capitalistas contaminar y destruir el medio ambiente. En definitiva, se ha vuelto a mostrar la auténtica cara de la justicia burguesa y que su verdadera misión no es más que defender los intereses de los ricos y poderosos.