Los empleados públicos del Estado español, al igual que el resto de la clase trabajadora, estamos sometidos a un ataque permanente por parte del gobierno del PP: reducción salarial, incremento de la jornada, eliminación de la paga extra… Para “justificar” esta batería de ataques, el gobierno intenta presentarnos como privilegiados, cuando la inmensa mayoría de nosotros cobramos un sueldo neto de unos mil euros.
Los ‘Moscosos’
Uno de los argumentos predilectos de la derecha contra los empleados públicos es el de que gozamos de un montón de días libres. Por eso cacarean acerca de los famosos moscosos, días libres para asuntos particulares. En el año 1983 Javier Moscoso, ministro de Presidencia durante el primer gobierno socialista, ante la negativa a incrementar los salarios públicos según el IPC, que fue del 12,2%, concedió como compensación seis días por asuntos particulares. Desde ese año se inicia una paulatina disminución de los salarios de los empleados públicos, en nombre de los criterios de convergencia, estabilidad financiera, confluencia con el euro y déficit cero. Tanto es así, que entre 1982 y 2007 la pérdida de poder adquisitivo fue de un 24,58%. En los últimos años la pérdida ha sido aún mayor: un 5% en 2010, congelación en 2011, bajada del 7,1% en 2012 sin contar el IPC y el incremento del IRPF. Estas pérdidas se compensaron con el incremento de los días por asuntos propios y jornada de 35 o 37 horas.
‘Imposibilidad’ de despido y absentismo
En contra de lo que nos quieren hacer creer, tampoco es la supuesta imposibilidad de despido del empleado público lo que molesta a derecha y patronal, por la sencilla razón de que no es verdad. La Administración, en el ejercicio de su potestad disciplinaria, puede sancionar al personal a su servicio por las infracciones cometidas en el ejercicio de sus funciones, entre las que se encuentran tipificadas como faltas muy graves el abandono del servicio, no hacerse cargo voluntariamente de las tareas o funciones encomendadas o el notorio incumplimiento de las mismas. Las sanciones que puede imponer van desde el apercibimiento, demérito (penalización a efectos de carrera, promoción o movilidad voluntaria), traslado forzoso, suspensión de empleo y sueldo de hasta 6 años y la separación del servicio o despido disciplinario en caso de personal laboral (Artículos 63 y 93 a 96 del Estatuto Básico del Empleado Público).
También están tipificadas como faltas la ausencia injustificada al puesto de trabajo y las faltas de puntualidad. Si a ello añadimos que la mayoría de las Administraciones tienen instalados sistemas de fichaje personalizados, queda claro que la acusación de absentismo e incumplimiento de sus funciones es una falacia, y de ser verdad, la responsabilidad sería de sus superiores, ya que los múltiples jefecillos elegidos a dedo con que cuenta la Administración (a estos puestos, los bien pagados, no se accede por concurso de méritos sino por el mucho más antiguo sistema dedocrático) tienen entre sus funciones la responsabilidad sobre el personal a su cargo.
La verdadera razón de su odio es la imposibilidad del “despido porque quiero”, y fundamentalmente la de contratación. Al empleo público se accede por oposición (bastante jodidilla por cierto), con lo que un trabajador público debe su plaza únicamente a su sacrificio y esfuerzo, y no a la supuesta benevolencia del político o empresario de turno. Hurtan así a la burguesía uno de los más sagrados dones que les ha otorgado el capitalismo y que quieren ostentar en exclusiva: contratar y despedir libremente. Poder que les hace sentirse semidioses, reclamando veneración y gratitud. Cuando contratan esperan que los honremos trabajando horas de más sin cobrar, y cuando despiden, siempre será a causa del incumplimiento de alguno de los mandamientos básicos que toda religión conlleva e incurrir en alguna herejía (sindicalistas, socialistas o antisistema, parafraseando la frase de un encargado de personal al despedir a una trabajadora por ir a la huelga del 29 de septiembre).
Los empleados públicos molestamos
La “prepotencia” de los funcionarios es otra de las razones por las que la patronal exige su eliminación (queremos entender que cuando Rosell, presidente de la CEOE, clama: “Hay que acabar con los funcionarios prepotentes” lo hace en sentido figurado y no literal, como hizo el franquismo con los prepotentes funcionarios de la II República). La voracidad del beneficio individual de los capitalistas es tan grande que hasta la propia legislación burguesa les resulta a veces incómoda. Esto convierte a los encargados de garantizar su cumplimiento, los funcionarios, en unos prepotentes. Para la CEOE son funcionarios prepotentes los antiguos responsables de Antifraude (a los que Montoro ya se ha encargado cesar) que destaparon los casos Brugal y Urdangarín; el funcionario que propuso una sanción de tres millones de euros a Telmo Martín (diputado del PP por Pontevedra) por construir en dominio público; los funcionarios que “recordaron” a Conde Roa —ex alcalde de Compostela— el pago de los 300.000 euros de IVA por la construcción de pisos, que el buen hombre se “olvidó” de declarar, o los inspectores de trabajo que han impuesto más de 60 sanciones a la empresa encargada de la estructura del Hospital de Vigo (ese que ya suma 8 millones de euros de sobrecoste sólo en la cimentación). No sabemos de donde deriva ese sobrecoste, pero indudablemente no del sueldo de los trabajadores de la empresa que se encarga del hierro, propiedad también de Telmo Martín, que ha subcontratado la actividad y cobran unos 500 euros al mes.
El funcionario ejemplar que gusta a patronal y derecha, es del tipo Pilar Valiente, sustituta de los anteriormente citados en Antifraude y ex compañera de Montoro en el asunto Gescartera. O Paz Curbera, jefa del Servicio de Costas, autora del informe en virtud del que Telmo Martín se libró de la sanción al justificar ella esa invasión del dominio público en un “error de grafiado de los planos”. Casualidades de la vida, esta señora tenía pendiente un pleito por construir un chalet en Sanxenxo en un acantilado próximo a la playa, terreno que el PGOM aprobado por Telmo Martín recalificó como urbanizable.
Chivos expiatorios
Pero los funcionarios también somos de alguna utilidad a derecha y patronal. Servimos fundamentalmente como chivo expiatorio de la ineficiencia, burocratización y extrema lentitud de la Administración, males con los que justifican su privatización.
Los cada vez menores derechos que las leyes reconocen, necesitan para su ejecución de desarrollo vía reglamento (decretos u órdenes) que es el arma que la democracia burguesa utiliza para dificultar o impedir en la práctica, la realización de los derechos reconocidos por ley. Así, en lugar de negar el derecho a los 400 euros a parados de larga duración, se añade “siempre y cuando no convivan con sus padres”, dejando fuera a un buen número de beneficiarios como si la convivencia con sus padres fuese para ellos una opción ¿Y quién es el encargado de la gratificante tarea de aplicar los reglamentos? ¡Bingo! El funcionario, que como el hijo de Caín de Barón Rojo es condenado a aplicarla. El ejercicio de esta actividad le depara entre otros privilegios, la antipatía del resto de la clase trabajadora que gobierno y patronal explotan en beneficio propio. Nos toca poner en conocimiento del administrado que o no tiene derecho a lo solicitado, o que su ejercicio se retrasará por falta de presupuesto (esto no lo podemos decir así exactamente), para que él descargue en nosotros toda su indignación e impotencia.
Una lucha justa
Ante las grandes movilizaciones que distintos sectores de empleados públicos hemos protagonizado estos meses, la derecha ha tratado de presentarlo como una pataleta de niños mimados. Y este argumento no ha sido debidamente respondido por parte de nuestros dirigentes sindicales. Los empleados públicos no sólo nos estamos movilizando por las pérdidas salariales y la precarización de nuestras condiciones laborales, sino también contra el deterioro consciente del servicio público para justificar la privatización.
La lucha de los trabajadores públicos por la defensa de sus derechos y del sector público no está al margen de la lucha contra los ataques al resto de la clase trabajadora: la reforma laboral, el recorte de las pensiones o el desempleo; es parte de la misma lucha. El sentir generalizado en las distintas movilizaciones es el de que las consecuencias de esta crisis pretenden hacérnosla pagar a la clase trabajadora, condenándonos a una vida miserable y sin derechos, mientras los culpables se enriquecen cada vez más con el dolor y el sufrimiento de las familias obreras. Situaciones como la actual son campo abonado para competencias a la baja en materia de salario y derechos. Ningún trabajador consciente puede aceptar este planteamiento. Las condiciones de los empleados públicos no son el enemigo a batir, sino el modelo a seguir.
De la disposición a la lucha de los trabajadores dan fe las diarias movilizaciones en todo el estado, muchas de ellas espontáneas, protagonizadas por distintos sectores. Pero la movilización sin organización no sirve de nada. Los sindicatos de clase no pueden esperar más. Deben crear comités de lucha en todos los centros, y comités intercentros, de trabajadores públicos, empresas privadas, desempleados, estudiantes y pensionistas. Deben elaborar una plataforma reivindicativa firme que recoja los objetivos de la lucha de los distintos sectores: empleo digno y con derechos para todos, rechazo a cualquier retroceso en los derechos sociales conquistados tras años de lucha, mejora de la educación, sanidad, dependencia, pensiones o vivienda como necesidades sociales básicas que no pueden ser convertidas en negocio para beneficio de los especuladores, reforma de la Administración, democratizándola y aumentando sus recursos humanos y materiales, acabar con los privilegios de aquellos que sí los tienen: políticos, Iglesia, directivos de banca y antiguas empresas públicas que cobran salarios e indemnizaciones millonarias por dejar el país en bancarrota, destruir empleo y cobrarnos los servicios al triple de lo que realmente valen. Y deben plantear un calendario de movilizaciones unitarias empezando con una huelga general de 48 horas. La lucha sí sirve (al contrario de lo que quieren hacernos creer), pero exige de unidad de clase, coordinación, organización y unos objetivos claros. Como corean los funcionarios de la Xunta en sus movilizaciones: “¡Juntos podemos!”.