El 25 de octubre (7 de noviembre), el II Congreso Panruso de los Sóviets tomaba el poder de manos del Comité Militar Revolucionario. Siglos de opresión, miseria e ignorancia bajo la bota asfixiante del zarismo, el oscurantismo religioso, los terratenientes y la explotación capitalista tocaban a su fin. Sin embargo, el capitalismo se había roto por el eslabón más débil.

Las masas no tomaron el poder en Gran Bretaña o Alemania, las economías capitalistas más desarrolladas, sino en el país más atrasado de Europa, con una población abrumadoramente campesina, con un índice de analfabetismo del 70% y metido de lleno en la Primera Guerra Mundial. La forma en que los bolcheviques afrontaron la construcción del socialismo es una gigantesca escuela de táctica revolucionaria, y ofrece muchas lecciones para la lucha hoy en día por derrocar el capitalismo.

Coincidiendo con su centenario, los viejos argumentos de socialdemócratas, historiadores procapitalistas y medios de comunicación de la burguesía vuelven a la escena: la Revolución de Octubre fue un golpe de Estado sangriento de un partido minoritario y radical a espaldas del resto de la sociedad, que disolvió la Asamblea Constituyente y se enfrentó a los partidos “democráticos”. Pero la verdad es siempre concreta: nadie movió un dedo por salvar al gobierno provisional. La mayoría del campesinado, del ejército y de la clase obrera estaba con los bolcheviques, y lo demostraron apoyándolos masivamente en los órganos más democráticos que han existido jamás: los sóviets de diputados obreros, soldados y campesinos.

Los datos lo corroboran, pero nadie mejor que los enemigos de Octubre para ratificarlo. El menchevique Sujánov describe así la situación a finales de septiembre: “Los bolcheviques estaban trabajando obstinadamente sin descanso. (…) Para las masas se habían convertido en su propia gente porque siempre estaban allí, tomando la iniciativa en los pequeños detalles al igual que en los asuntos más importantes de la fábrica o el cuartel. Se habían convertido en la única esperanza (...) las masas vivían y respiraban al unísono con los bolcheviques”. En las elecciones a los sóviets de septiembre, los bolcheviques lograron el 51% de los votos. En noviembre Mártov, dirigente menchevique, reconocía que “casi la totalidad del proletariado apoyaba a Lenin”.

Esto fue lo que permitió que la insurrección fuese rápida e incruenta. El 90% del trabajo ya estaba hecho. Las masas estaban con los bolcheviques, “respiraban” con ellos. Habían extraído oportunas conclusiones de la experiencia de los gobiernos de coalición de mencheviques y eseristas con la burguesía, y se pasaron al lado de la revolución.

Uno de los líderes del partido kadete, Nabokov, aclara la caída del gobierno provisional: “La facilidad con que Lenin y Trotsky consiguieron derrocar al último gobierno de coalición de Kérenski demostró la impotencia interna de este último”. Lo que Nabokov no aclara es que esa impotencia era extensible a la clase y al régimen social que dicho gobierno representaba.

El primer Estado obrero de la historia

Desde antes de la revolución, los bolche­viques tenían claro que sin democracia obrera, sin la participación consciente de las masas en el gobierno de sus destinos, la revolución se vería abocada al fracaso. En diciembre de 1917 Lenin escribió: “Una de las tareas más importantes, si no la más importante, de la hora presente consiste en desarrollar con la mayor amplitud esa libre iniciativa de los obreros y de todos los trabajadores y explotados en general en su obra creadora de organización. Hay que desvanecer a toda costa el viejo prejuicio absurdo, salvaje, infame y odioso de que sólo las llamadas ‘clases superiores’, sólo los ricos o los que han cursado la escuela de las clases ricas, pueden administrar el Estado, dirigir la estructura orgánica de la sociedad capitalista”.

En el III Congreso Panruso de los Sóviets (enero de 1918) el gobierno aprobó el traspaso de los poderes de la administración zarista a los sóviets locales: “Todo el país tiene que quedar cubierto por una red de nuevos sóviets”. En ese congreso Lenin explicaba: “se envía con mucha frecuencia al gobierno delegaciones de obreros y campesinos que preguntan cómo deben proceder, por ejemplo, con estas o aquellas tierras. Y yo mismo me he encontrado con situaciones embarazosas al ver que no tenían un punto de vista muy definido. Y les decía: ustedes son el poder, hagan lo que deseen hacer, tomen todo lo que les haga falta, les apoyaremos”.

Pocos meses después, en el XVII Congreso del partido, declaraba que “una minoría, el partido, no puede implantar el socialismo. Podrán implantarlo decenas de millones de seres cuando aprendan a hacerlo ellos mismos”. Ideas de este tipo son las que se pueden encontrar en los escritos de Lenin y Trotsky. No sólo tenían plena confianza en la capacidad de la clase obrera para llevar a cabo sus tareas históricas, sino que estaban impacientes porque lo hicieran.

Octubre alumbró el régimen más democrático de la historia. Incluso los partidos burgueses tuvieron libertad de acción y propaganda durante los primeros meses. Pero la burguesía rusa y sus aliados imperialistas desencadenaron una ofensiva militar para aplastar al joven Estado obrero, conscientes del peligro que suponía la Revolución Rusa en el plano internacional. A principios de 1918, fuerzas navales francesas y británicas ocuparon Múrmansk y Arkángel, y poco después marcharon sobre Petrogrado. En abril, las tropas japonesas entraron en Vladivostok, mientras el imperialismo alemán ocupaba Polonia, Lituania, Letonia y Ucrania en colaboración con los generales blancos Krásnov y Wrangel. Tropas imperialistas de al menos catorce países invadieron la Rusia revolucionaria.

Y en el interior, la amenaza para la revolución no sólo vino de los restos del zarismo, agrupados en los ejércitos blancos, sino también de los partidos reformistas, que se pasaron abiertamente a la contrarrevolución. Primero los mencheviques y eseristas de derecha, y, más tarde, los eseristas de izquierda, que atentaron contra Lenin en 1918, se alzaron en armas contra el poder de los sóviets. Ésta fue la razón de que, como medida temporal, fueran prohibidos los partidos que intentaran aplastar violentamente la revolución. Pero esta prohibición no fue tampoco ningún golpe de mano bolchevique. Mencheviques y eseristas habían sido respectivamente el partido mayoritario entre los trabajadores y los campesinos, pero ninguno de los dos fue apoyado por las masas en la guerra civil; ya habían tenido ocasión de demostrar qué intereses defendían.

Oleada revolucionaria e internacionalismo

Sin embargo, se daba una característica fundamental: Rusia era un país atrasado. Para el marxismo, el socialismo significa en primer lugar un sistema social capaz de desarrollar las fuerzas productivas de forma superior al capitalismo, basándose en las conquistas y adelantos de éste.

La construcción del socialismo en un solo país es una utopía reaccionaria, y más en un país agrícola y atrasado como la Rusia de 1917. Lenin y Trotsky eran completamente conscientes de ello, pero su actitud no fue la del fatalista que, creyendo que “no hay condiciones”, deja pasar la oportunidad revolucionaria, ni la del idealista que siempre espera a que las condiciones “estén maduras en todas partes”. Aquí se comprueba el papel de la dirección revolucionaria: no dejar pasar los acontecimientos, sino intervenir para transformarlos.

Lenin y Trotsky creían que, si la revolución no se extendía a algunos países capitalistas avanzados, especialmente Alemania, que pudiesen socorrer a la atrasada economía rusa, la revolución estaría perdida. El internacionalismo de los bolcheviques no provenía de un sentimentalismo vacío ni de una solidaridad ideal, era una cuestión de vida o muerte. La revolución en un país no podía abstraerse del capitalismo como sistema mundial. Las condiciones para el socialismo no existían en Rusia, pero sí a nivel mundial, especialmente en los países capitalistas avanzados de Europa. Los bolcheviques eran conscientes de que el triunfo revolucionario en Rusia abriría las puertas a la revolución proletaria mundial.

Octubre de 1917 tuvo un efecto colosal en la conciencia de la clase obrera en todo el mundo. Tras años de brutal carnicería imperialista en la guerra mundial y traiciones de los dirigentes reformistas, que apoyaron la guerra desde el principio, la revolución demostraba que era posible cambiar las cosas. Octubre es un punto de inflexión para el desconcertado movimiento obrero europeo. En Alemania, Francia, Italia, Austria-Hungría, Inglaterra las masas miraban con esperanza la revolución rusa. Hasta en el Estado español, que no participó en la guerra, se sintieron sus efectos, con la huelga general revolucionaria de 1917 y el llamado trienio bolchevique. En este contexto, se formaron corrientes revolucionarias de masas en las viejas organizaciones reformistas. La máxima expresión de este proceso fue la revolución alemana de 1918-19.

En el momento de la insurrección, Ru­sia seguía en guerra con Alemania. La imposibilidad de mantener una guerra revolucionaria con este país llevó a los bolcheviques a negociar una paz por separado en Brest-Litovsk. Estas negociaciones fueron utilizadas por Trotsky como plataforma propagandística a nivel internacional, con sus discursos contra la guerra imperialista y por una paz sin anexiones ni indemnizaciones.

En enero de 1918 comenzó en Alema­nia un potente movimiento huelguístico, con 400.000 obreros de la industria armamentista que exigían “una paz sin anexiones ni indemnizaciones, de acuerdo con los principios formulados por los comisarios del pueblo ruso en Brest-Litovsk”. Con el movimiento obrero y el ejército en efervescencia, el proceso se desarrolló hasta el estallido de una insurrección en la flota imperial, que dio lugar, el 3 de noviembre, a la formación del primer sóviet de la revolución alemana, en la ciudad portuaria de Kiel.

Inmediatamente el movimiento se extendió y se formaron sóviets por toda Alemania. Los obreros confraternizaron con los soldados y se produjeron manifestaciones armadas que demostraron quién tenía el poder, dejando suspendido en el aire al gobierno burgués. Pero en Alemania se comprobó en negativo la importancia decisiva de la dirección revolucionaria, que no se puede improvisar en medio de la propia revolución.

El 6 de enero de 1919 se convocó una huelga revolucionaria y los obreros toma­ron Berlín. Pero esto era más parecido a las Jornadas de Julio que a Octubre. A pesar de eso, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht no abandonaron a su clase y encabezaron el movimiento, lo que les costó la vida. La revolución fue masacrada por la burguesía y los ministros socialdemócratas.

La guerra civil y la formación de la Internacional Comunista

La derrota de la revolución alemana fue un duro golpe para los revolucionarios rusos. La guerra civil había comenzado y los bolcheviques se enfrentaban a los ejércitos blancos y a la agresión imperialista, en un país atrasado y con un ejército formado a partir de los restos del ejército zarista. Sin embargo, la revolución salió victoriosa.

Trotsky fue designado como responsable de organizar el Ejército Rojo, que en poco tiempo se convirtió en una fuerza formidable de cinco millones de hombres. Aquí se produjo uno de los logros más gigantescos de Octubre: la victoria sobre la contrarrevolución interior y exterior. Esto fue posible porque la guerra se desarrolló como una guerra revolucionaria: no sólo militar, también política. Los trabajadores y campesinos rusos no luchaban por los intereses de un gobierno capitalista o que les era ajeno, luchaban y morían por sus conquistas: la tierra, las fábricas, el ser dueños de su propio destino.

El internacionalismo de los bolcheviques también jugó un papel decisivo, orientándose a los soldados “enemigos”. Se produjeron motines y confraternizaciones no sólo en los ejércitos blancos, sino en los ejércitos extranjeros.

En 1920, los imperialistas tuvieron que salir de Rusia por la imposibilidad de permanecer allí. No sólo las tropas se negaban cada vez más a obedecer las órdenes, también en sus propios países se daban movimientos contra la intervención que, en muchos casos, desembocaron en movimientos revolucionarios. La contrarrevolución fue derrotada por la solidaridad internacionalista de la clase obrera y por la imposibilidad del capitalismo de ofrecer nada a las zonas de Rusia que llegó a controlar, excepto represión sangrienta y una vuelta al zarismo.

Al tiempo que la situación en el interior de Rusia se agravaba por momentos, Lenin y Trotsky orientaban todos sus esfuerzos a la revolución internacional. Desde antes de Octubre, para Lenin y otros pocos revolucionarios había quedado claro el carácter antimarxista y antisocialista de la Segunda Internacional, por su papel en la guerra imperialista; y después, por su actuación como valedor del capitalismo frente a la revolución, sobre todo en Alemania.

El triunfo de Octubre se extendía por el mundo de una forma explosiva, inspirando a millones de jóvenes y trabajadores. Y dio lugar a la mayor organización revolucionaria de la historia: la Internacional Comunista. Nunca antes el capitalismo había estado tan amenazado por la clase obrera organizada. La Internacional se constituyó formalmente en marzo de 1919 como el partido mundial de la revolución socialista, creándose fuertes partidos comunistas en los países más importantes. Sus fines eran la destrucción del capitalismo y la construcción de repúblicas socialistas soviéticas que de una forma voluntaria decidieran su vinculación con la URSS. La revolución mundial era la única vía al socialismo y se manifestaba en la acción de los bolcheviques en todo momento. La revolución rusa demostró su derecho a existir, expresando las aspiraciones revolucionarias de todo lo vivo y progresista que había en la Rusia de 1917.

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