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León Trotsky escribió esta pequeña joya del marxismo en 1923. Aquel año no sólo representó una nueva derrota de la revolución en Alemania —acentuando el aislamiento de la Rusia soviética—, también marcó el inicio de la batalla contra la burocratización creciente del partido comunista de la URSS y el Estado obrero, y el surgimiento de la Oposición de Izquierda. En un periodo político tan turbulento podría sorprender que Trotsky emprendiera un estudio de las condiciones de vida de los trabajadores, pero una radiografía social así era esencial para armar al partido contra las tendencias burocráticas que despuntaban.

Para conocer de primera mano la situación, Trotsky se valió de una serie de asambleas de obreros y activistas de Moscú a los que planteó numerosos interrogantes: ¿Qué consecuencias ha tenido la revolución en la vida de las familias trabajadoras y en sus quehaceres diarios? ¿Cómo combatir la influencia de la Iglesia en las relaciones sociales de manera eficaz? ¿Con qué podrían ser reemplazadas costumbres tan arraigadas como los bautizos, los matrimonios y los entierros religiosos? ¿Es posible un ocio que supere el hábito de la taberna? ¿Qué tipo de libros piden y leen los trabajadores? ¿Qué opinan de los periódicos del partido? ¿Pueden conquistar las masas un lenguaje culto, libre de groserías y blasfemias? ¿Cómo enfocar el trabajo cultural del Estado obrero para hacerlo accesible a la población humilde?

Como señaló Trotsky, los resultados de aquellas reuniones pronto superaron los límites iniciales de la investigación: “Los problemas relativos a la familia y al modo de vida apasionaron a todos los participantes”.

Cultura y socialismo

Sin afectación burocrática, sin exaltar logros que no existían, Trotsky aborda la vida cotidiana de una clase trabajadora condicionada por costumbres heredadas de un pasado de barbarie, que no podían ser barridas de golpe. “El Estado obrero no es ni una orden religiosa ni un monasterio. Tomamos a los hombres tal como los ha creado la naturaleza y como la antigua sociedad los ha educado en parte, y en parte estropeado. En el seno de ese material humano vivo, buscamos dónde asentar las palancas del partido y del Estado revolucionario. El deseo de divertirse, de distraerse, contemplar espectáculos y reír es un deseo legítimo de la naturaleza humana. Podemos y debemos conceder a esa necesidad satisfacciones artísticas cada vez mayores, sirviéndonos al mismo tiempo de esa satisfacción como medio de educación colectiva, sin ejercer tutela pedagógica o constreñimiento para imponer la verdad”.

Trotsky no se engañaba ni engañaba a nadie. No pretendía ofrecer un proyecto de “cultura proletaria” de laboratorio, al margen de las condiciones materiales realmente existentes: “Esta búsqueda de la piedra filosofal resulta de la desesperación ante nuestro atraso, al mismo tiempo que de la creencia en los milagros que ya, de por sí, es un índice de atraso”.

Cuando la tarea esencial era asegurar la adquisición de los rudimentos culturales para vastas capas de la población que carecían de ellos, se necesitaba prestar una meticulosa atención a los aspectos básicos. Sólo así se podría avanzar en una práctica revolucionaria genuina. Y estos aspectos se extendían a infinidad de campos: desde una vida familiar con una mayor cuota de libertad, sin superstición religiosa y opresión del hombre sobre la mujer, socializando el trabajo doméstico con un servicio público eficiente de lavanderías, escuelas infantiles y comedores sociales, a los cambios necesarios para mejorar los hábitos y el rendimiento del trabajo, incorporando consciente y metódicamente a sus auténticos protagonistas en la tarea. Desde lograr una prensa de calidad, esencial para la educación colectiva y el destierro de la ignorancia, a la superación de la rutina sofocante en la vida de los trabajadores, sirviéndose de los medios de ocio y diversión capaces de combatir un alcoholismo generalizado.

Trotsky —como Marx, Engels, Lenin o Rosa Luxemburgo— resaltó siempre la enorme trascendencia que en el proceso de transición al socialismo tendría la libertad genuina en la creación cultural, liberada de la mercantilización y la dictadura estética e ideológica de la clase capitalista, y de la petulancia arrogante de los pequeños burgueses en su intimidación “intelectual” hacia los no instruidos.

No es difícil observar el gran avance en el dominio cultural y tecnológico que hoy acumula la clase trabajadora en comparación con las enormes dificultades que tuvieron que enfrentar los bolcheviques. Al fin y al cabo, la auténtica libertad es la ausencia de necesidad en cualquier ámbito de la vida económica, social y cultural. Y esa tarea central del socialismo cuenta con condiciones objetivas mucho más maduras para ser realizada que hace cien años.

Un libro que invita a una profunda reflexión, pues no sólo de “política” viven el hombre y la mujer.

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