A esto se suman las constantes denuncias de corrupción desde 2006, cuando Gruevski accedió al poder: fraude electoral por la compra masiva de votos en las elecciones de abril de 2014, clientelismo o despilfarro de recursos, a través de la construcción de grandes obras arquitectónicas (varias estatuas faraónicas, una de ellas de Alejandro Magno de 22 metros de altura)… todo esto en uno de los países más pobres y con menos servicios sociales de Europa.
La difícil situación económica que vive el país desde que declarara su independencia en 1991, con casi un 30% de paro, un mercado laboral muy precario y un 30% de pobreza, ha hecho de la emigración la única vía para mejorar sus condiciones de vida: más de 400.000 emigrantes —sobre una población aproximada de dos millones— que son, a la vez, el único sostén económico para muchas familias por las remesas que les envían, y que suponen un 18% del PIB.

Las divisiones nacionales no han frenado la lucha

Con ese panorama, la protesta social no es algo nuevo. En noviembre y diciembre pasados hubo importantes movilizaciones estudiantiles contra la degradación de la educación pública y la pérdida de autonomía de las universidades. Movilizaciones que consiguieron forzar al gobierno a no incluir nuevas enmiendas en la ley universitaria. En febrero, la movilización vino de la mano de la muerte de Tamara Dimovska, una niña que falleció debido a la falta de atención en la sanidad pública, y tuvo como consecuencia la dimisión de dos altos cargos del Ministerio de Sanidad y una disculpa oficial. Finalmente, en mayo han estallado masivas marchas de protesta que piden la dimisión del gobierno y que son secundadas por decenas miles de personas (más de 100.000 según los organizadores). Un aspecto fundamental de este movimiento es que se ha superado la división en líneas nacionales entre la mayoría macedonia y la minoría albanesa (un cuarto de la población), participando conjuntamente ambos grupos étnicos en las manifestaciones, donde se podían ver banderas macedonias y albanesas, unas al lado de otras.   
Los intentos de exacerbar y utilizar la cuestión nacional como una forma de ocultar los conflictos sociales han sido una constante en los Balcanes en los últimos 25 años. En esa línea intentaron enmarcarse los enfrentamientos a tiros ocurridos en la ciudad de Kumanovo el pasado 9 de mayo, donde perdieron la vida ocho policías y catorce albaneses. El ejecutivo de Gruevski acusó de forma inmediata a grupos separatistas llegados de la vecina Kosovo de estos hechos, algo que fue desmentido por el gobierno kosovar. El posterior conocimiento de que el grupo de pistoleros mantenía relaciones con bandas criminales, bien relacionadas con la policía, que operan de forma habitual entre las fronteras de Kosovo, Serbia y Macedonia, ha puesto en duda, más si cabe, la versión oficial, entre sospechas crecientes de que el propio gobierno estuvo detrás de estos incidentes.
A pesar de todo, los sucesos de Kumanovo no pudieron desviar la atención del conflicto que se está viviendo en la República de Macedonia, ni evitar que el 12 de mayo dimitieran los tres principales altos cargos implicados en las grabaciones anteriormente citadas: el jefe de los Servicios de Inteligencia, Saso Mijalkov; la ministra del Interior, Gordana Jankuloska; y el ministro de Transportes, Mile Janakieski.  

La catástrofe del capitalismo en los Balcanes

La ruptura de la antigua Yugoslavia a principios de los años 90 del pasado siglo supuso una auténtica catástrofe para las poblaciones de los nuevos estados que allí se formaron. Alentada por las burguesías de EEUU y Alemania, en su afán de ganar influencia en Europa oriental y arrinconar a Rusia, la disgregación Yugoslava tuvo como resultado toda una serie de brutales conflictos bélicos que se sucedieron durante una década.
Al mismo tiempo, la restauración del capitalismo en la zona tuvo enormes y graves consecuencias para la inmensa mayoría de la población. En nombre de la integración en Europa y siguiendo la lógica aplastante del gran capital, uno tras otro, todos los países balcánicos se sometieron a una política de duros recortes sociales y privatización de su sistema productivo. Estas privatizaciones supusieron además un desmantelamiento del tejido industrial, pues en muchas ocasiones los nuevos propietarios ni se interesaron en mantener la producción y optaron simplemente por desguazar las empresas en busca de un beneficio rápido. Con la llegada de la crisis la situación no ha hecho más que empeorar, la inversión extranjera se ha reducido, al tiempo que caían las exportaciones a la UE (un 65% del total) y la llegada de las remesas.
Las tasas de paro se sitúan actualmente entre el 14% en Albania y más del 45% en Kosovo o Bosnia Herzegovina, con un paro juvenil en torno al 40% (más del 50% en Serbia, Kosovo o Bosnia), y unos salarios que se encuentran entre el 10% (Albania) y el 25% (Montenegro) de la media europea. Todo este proceso de degradación generalizada en las condiciones de vida va acompañado de un progresivo repunte de la lucha de clases en toda la zona. Así, en los últimos años hemos asistido a diferentes movimientos de protesta contra las políticas económicas: en Croacia en el año 2011, en Eslovenia en 2012, en Serbia movilizaciones estudiantiles en 2007, 2009, 2014 y la llamada primavera Bosnia el año pasado.
Venticuatro años después del fin de la antigua Yugoslavia todas las expectativas con las que se engañó a los pueblos de los Balcanes se han venido abajo. Primero la guerra, y después el hundimiento económico y el empobrecimiento de la población, han puesto en evidencia el completo fracaso del capitalismo y su incapacidad para jugar ningún papel progresista. Las revueltas en Bosnia o Macedonia marcan un punto de inflexión, tanto porque la clase trabajadora se pone en primera línea de la lucha, como por hacerlo unida y superando las divisiones nacionales con las que la burguesía y el imperialismo han tratado de dividirla una y otra vez.

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