El pasado 1 de octubre dio comienzo el mayor levantamiento de las masas iraquíes de las últimas décadas. Las imágenes que llegan a través de las noticias y las redes sociales son sobrecogedoras: miles de jóvenes se enfrentan desarmados a la policía y el ejército, que están reprimiendo con munición real, en unos tiroteos que según periodistas que vivieron los combates contra el Estado Islámico son los más brutales que han presenciado. Aunque esta salvaje represión ha dejado más de cien muertos —algunas fuentes elevan esta cifra a 180—, más de 6.000 heridos y cientos de detenidos, los manifestantes no han abandonado las calles.

Este auténtico terremoto social comenzó en Bagdad, en una manifestación masiva y sin dirección de ningún partido ni grupo religioso. Las consignas del movimiento desnudan al régimen capitalista iraquí y muestran de manera cruda la situación del país 16 años después de la invasión imperialista: contra el paro, contra la corrupción rampante, contra el estado deplorable de los servicios públicos, contra el gobierno de un país con las quintas mayores reservas de petróleo del mundo que es incapaz de proporcionar electricidad a su población, contra el sectarismo y la injerencia de potencias extranjeras —apuntando tanto a EEUU como a Irán— y, mostrando el hartazgo generalizado hacia todo el aparato institucional, se recuperó la consigna de la primavera árabe de 2011: “el pueblo quiere la caída del régimen”.

Las manifestaciones se extendieron rápidamente hacia el sur, mayoritariamente chií, enfatizando el carácter no sectario del movimiento, algo que refleja las lecciones aprendidas de años de sectarismo promovido por las diferentes potencias regionales y por el imperialismo que ha utilizado el veneno de la división religiosa.

Fracasa la represión, el Gobierno intenta la negociación

La respuesta del Gobierno fue la represión más brutal: policías antidisturbios, unidades antiterroristas y del ejército, que han ametrallado literalmente a multitudes; cierre durante varios días del acceso a Internet al 75% de la población; toque de queda durante 48 horas, que fue levantado ante la evidencia de que no frenaba al movimiento.

Ante el fracaso de la represión, el Gobierno intenta jugar ahora la carta de la negociación. Ha reconocido “excesos” y “medidas equivocadas contra los manifestantes”, ha anunciado indemnizaciones para familiares de asesinados y heridos y un aumento de ayudas asistenciales y ha prometido genéricos “cambios” pero limitados por un “no tenemos soluciones mágicas”. Un intento de engañar a las masas para que vuelvan a casa.

El primer ministro, Adel Abdel Mahdi, es el típico político arribista burgués. Antiguo miembro de la dirección del Partido Comunista se convirtió al integrismo de Jomeini en el exilio, para acabar haciéndose un hueco en el régimen títere instalado por la invasión estadounidense, primero como ministro de Finanzas entre 2004 y 2005 y luego como vicepresidente entre 2005 y 2011.

Han pasado 16 años desde la invasión imperialista que desalojó a Sadam Husein. El 60% de los 40 millones de iraquíes tiene menos de 30 años, y el desempleo juvenil se sitúa entre un 25% y un 40%, según las fuentes. La mayoría de la población sólo ha conocido las condiciones de vida de pesadilla de la posguerra en Iraq. Según www.middleeasteye.net, citando cifras oficiales, “desde 2004, cerca de 450.000 millones de dólares de fondos públicos se han desvanecido en los bolsillos de políticos y empresarios”. No hacen falta “soluciones mágicas” sino expropiar esa riqueza a los parásitos que la disfrutan y ponerla en manos de la mayoría de la población.

Aunque durante la revolución que recorrió el mundo árabe en 2011 las movilizaciones en Iraq tuvieron un alcance mucho más limitado que en otros países, la lucha de clases no se detuvo. A pesar de la pesadilla sectaria en forma de las guerras civiles fomentadas por el imperialismo o del surgimiento del Estado Islámico, ha habido movilizaciones importantes e intentos de organizar el movimiento obrero.

En 2016 se produjo una masiva movilización en Bagdad que acabó entrando en la Zona Verde —recinto blindado donde se encuentran el Gobierno y las embajadas¬— y asaltando el Parlamento. En el verano de 2018 estalló un nuevo levantamiento en el sur chií, con epicentro en Basora, contra los cortes de electricidad y las infames condiciones de los servicios públicos. Esta revuelta supuso el fin de las aspiraciones a la reelección del anterior primer ministro Haider al-Abadi. Sin embargo, ninguna movilización había tenido la extensión, profundidad y el componente de lucha contra el sectarismo tan claro como la que estamos viendo ahora.

El papel de Al Sadr

Ante la ausencia de una organización revolucionaria, otros movimientos han capitalizado el descontento generalizado. Quizá el más significativo sea el del clérigo Muqtada Al Sadr, con una base de masas que comenzó entre la población chií más oprimida y empobrecida pero que ha ido creciendo utilizando una retórica nacionalista iraquí no sectaria, que le ha permitido extender su base. En los últimos años, el movimiento de Al Sadr ha actuado en alianza con el Partido Comunista, dirigieron la movilización de 2016 en Bagdad, se presentaron juntos a las últimas elecciones y fueron la candidatura más votada.

Sin embargo, aunque haya podido ser un termómetro del ambiente entre las masas en diferentes momentos, Al Sadr y su movimiento están muy lejos de ser revolucionarios y actúan sin cuestionar el statu quo. Precisamente pocas semanas antes de que estallara el movimiento, el 10 de septiembre, Al Sadr hizo una visita a Irán, donde se fotografió con el ayatolá Jamenei y Qasem Soleimani, responsable de la actividad de la Guardia Revolucionaria iraní en el exterior (Siria, Iraq, etc.). Aunque Al Sadr está intentando conectar con las masas pidiendo la dimisión del primer ministro Mahdi, no le va a ser fácil. En primer lugar, el movimiento no quiere sólo la dimisión de Mahdi, quiere un cambio radical en sus condiciones de vida, y ese cambio comienza con “la caída del régimen”; en segundo lugar, Al Sadr y el Partido Comunista fueron decisivos para la formación del reaccionario Gobierno de Mahdi; en tercer lugar, esa foto con los máximos responsables de la intervención iraní en Iraq ha dejado tocada la supuesta independencia nacional de su movimiento.

Irán y EEUU

Iraq es un campo de batalla entre EEUU e Irán desde 2003. En un momento determinado, el imperialismo estadounidense se tuvo que basar en Irán para controlar la situación en Iraq, esto es lo que estaba detrás del acuerdo nuclear de 2015 que Trump rompió el año pasado. Ambos controlan diferentes parcelas de poder y diferentes sectores del aparato militar y ambos han recibido con preocupación este movimiento de masas. El Departamento de Estado norteamericano ha declarado que respeta el derecho a protestar, deplora la “violencia” y hace un llamamiento a la “calma” además de “apoyar la estabilidad y la seguridad en Iraq”. Una suavidad que contrasta con sus declaraciones hacia Venezuela. El imperialismo aún tiene 5.000 soldados en Iraq y quiere mantener el mayor control posible del país al menor coste.

Las declaraciones del régimen iraní apuntan, como siempre en estos casos, a “infiltrados” respaldados por EEUU, Arabia Saudí e Israel. Tienen motivos para la alarma. Por un lado, un movimiento de masas está cuestionando su posición en Iraq —clave y cuidadosamente construida— más que en ningún momento desde 2003. Por otro lado, temen que esta revuelta no sectaria pueda contagiarse dentro de las fronteras de Irán y reavive las movilizaciones que protagonizó la clase obrera iraní en 2017-18 contra el paro, la caída del nivel de vida y los recortes sociales generalizados, en un momento en que las sanciones de EEUU a Irán están golpeando duramente su economía, con efectos dramáticos para las masas.

Por una alternativa revolucionaria

La rebelión iraquí está vinculada a un nuevo ascenso de la lucha de clases en el mundo árabe. Empezando por las revoluciones en Argelia y Sudán y continuando con las movilizaciones que se han desarrollado contra la dictadura del general Sisi en Egipto, contra las medidas de austeridad en el Líbano o la huelga de más de un mes de duración de los profesores contra el Gobierno jordano, un año después de las movilizaciones que tumbaron al primer ministro de ese país.

Estamos en los primeros compases de grandes movimientos de masas. El capitalismo se encamina en todo el mundo hacia una crisis económica que tendrá consecuencias muy profundas, más aún en zonas como Oriente Medio. Los diferentes movimientos de los trabajadores, los jóvenes, los pobres, las mujeres…, en estos países en los últimos años demuestran cómo el movimiento aprende de su experiencia, de sus derrotas, pero es necesario un paso más. Las últimas décadas han demostrado sobradamente que ni la burguesía de estos países ni el imperialismo tienen nada que ofrecer, excepto corrupción, miseria y guerras.

Una de las consignas más coreadas en las manifestaciones en Iraq ha sido “Ni políticos ni religiosos”, reflejando el rechazo a toda la clase dominante. Ningún partido ha podido erigirse como portavoz de las masas y hasta ahora eso ha sido un factor muy positivo. Pero desde todos los ámbitos —Gobierno, partidos oficiales, autoridades religiosas, imperialismo…— van a intentar secuestrar la revolución, descarrilarla. Es necesario construir un partido revolucionario, basado en la clase obrera, la juventud y los oprimidos, la única fuerza que se ha demostrado capaz de poner patas arriba el régimen capitalista iraquí. Un partido que defienda la expulsión del imperialismo, derrocando las oligarquías en las que se apoya, y la expropiación de las palancas fundamentales de la economía (petróleo, gas…), poniéndolas bajo el control democrático de la población. Esa es la tarea en Iraq, en Oriente Medio y en el resto del mundo.

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