Parafraseando al poeta Jaime Gil de Biedma, de nuevo en 1939 como en tantas otras ocasiones, la historia de España volvía a “terminar mal”. El intento de las clases populares de intervenir en la vida pública con mayores cotas de libertad así como el empeño en una más justa redistribución de la riqueza, (particularmente de la tierra, pues era entonces este país abrumadoramente campesino) fue abortado por un golpe militar, apoyado por la oligarquía financiera y terrateniente, la mayoría de la oficialidad del ejército y la iglesia, que devino en guerra civil y finalizó con un saldo de decenas de miles de muertos, exiliados y encarcelados.

El modelo de estado dictatorial que impusieron los vencedores se basaba en los postulados teóricos del partido fascista español, Falange Española, según los cuales las tres entidades “naturales” donde se agrupaban los hombres no eran otras que la familia, el municipio y el sindicato. La unidad familiar era, naturalmente, la familia tradicional en la que el varón detentaba todo el poder en detrimento de la mujer, a la que no se dejaba otro espacio que el hogar, ni otra actitud que la sumisión; el municipio, el de cualquier pueblo o ciudad, estaba entonces regido por alcaldes, puestos a dedo por el gobernador civil de cada provincia, que hacían y deshacían a su antojo sin nadie que les controlara; el sindicato, o las relaciones laborales en la empresa impuestas desde arriba, para mayor beneficio del patrón, por supuesto, y a las que no cabía contestación pues la libertad sindical se había suprimido, igual que la lucha de clases, ambas por decreto.

En un panorama de hambre y miseria generalizada -naturalmente para los de abajo-, a causa del estancamiento económico causado por los desastres de la guerra, por el entorno de la contienda que se libraba en Europa y otras partes del mundo y sobre todo por unas directrices económicas basadas en la idea ilusoria que el país podía ser económicamente autosuficiente, la población se mantuvo estática e incluso una parte volvió al medio rural. Pero bastaron unas pocas señales de reactivación económica para que de nuevo hombres y mujeres en proporciones importantes se volvieran a poner en marcha por los caminos que llevaban a las ciudades y a ultramar.

Una película, estrenada hace ahora 70 años, “Surcos”, dirigida por el falangista José Antonio Nieves Conde, retrató este fenómeno. Su argumento es sencillo; una familia abandona su pueblo para ir a Madrid buscando la prosperidad y el bienestar que el campo les niega. Pero el empeño no va a ser fácil: son recibidos en un medio hostil, donde la tarea de procurarse el sustento no es menos ardua que allí de donde proceden, eso sí, distinta, pues como les advierten: "Aquí el dinero se gana de otra manera: siendo espabilado y estando en todo". Los recién llegados a la urbe sufren todo tipo de engaños, humillaciones (son motejados de paletos, catetos), corrupciones (alguno hasta se implica en el estraperlo) y tragedias, pues un miembro de la familia muere. El resultado de su lucha por la vida en la gran ciudad es el fracaso.

La película acaba con la familia volviendo al “municipio”, a la pobreza de siempre, a los horizontes limitados de la aldea, esa en donde en palabras de Miguel de Unamuno, los individuos se “envilecen, se entontecen y se embrutecen”. Este final es propio de la ideología falangista del director: la ciudad "pervertía" la " inocencia" campesina o si se prefiere les abría los ojos sobre muchas cosas a los recién llegados. Y claro aquello había que intentar impedirlo. Y los protagonistas vuelven, sí, pero solo en la ficción, porque la mayoría de los que se marcharon lo hicieron, aunque mayormente únicamente en verano, porque en los pueblos ya no había solución para salir adelante y, mal que bien y con mucho esfuerzo, si encontraron una salida la mayoría en las ciudades, en un país en el que muchos de sus territorios se industrializaban. Posteriormente la lucha de clases, a la que se había “eliminado”, emergió de nuevo, incluso con más amplitud que antaño: las asambleas, protestas de todo tipo, huelgas y manifestaciones ya no eran algo circunscrito casi exclusivamente a Asturias, Euzkadi o Cataluña, sino que se extendieron por todo el Estado con el resurgir del movimiento obrero impulsado por CC.OO. Hasta en Guadalajara, en el contexto de su nueva industrialización, los conflictos laborales eclosionaron. La familia también entró en crisis al producirse un cambio generacional en el que muchos hijos cuestionaron a fondo los usos, costumbres, creencias y convicciones políticas de sus padres y en la que las mujeres lucharon por lograr en la sociedad el protagonismo que les era negado.

“Surcos” marca también un punto de inflexión respecto a la temática y estética del cine que se había realizado en España desde el final de la guerra civil. Se deja atrás la exaltación de las gestas imperiales y de los héroes de antaño; ahora se tratan sin más (ni menos) los problemas del hombre de la calle, abordándolos tal como son. Y este nuevo contenido, esta vuelta a la sinceridad reclama un nuevo estilo, una forma nueva de expresarse, se le denomina “neorrealismo”, el cual por cierto ya se había ensayado en otras cinematografías como la italiana; el decorado ya no son las fortalezas medievales recreadas en cartón piedra, ni el vestuario, capas y sombreros de ala ancha; ahora el escenario donde se rueda es en una “corrala”, o la misma calle, en los barrios de Delicias, Embajadores, Lavapiés y Legazpi de la ciudad de Madrid, la misma que no acaba de despegar económicamente. Los personajes visten al uso, se muestran tal como son (como fueron nuestros padres, abuelos, incluso nosotros mismos entonces, sin el aditamento de presuntuosidad, de querer parecer lo que no somos) y para más veracidad los diálogos están grabados con sonido directo.

“Surcos” tuvo problemas con la censura: demasiado realismo, demasiada verdad para un país de rostro “terrible”(el de la postguerra) como lo definió el también poeta Blas de Otero. Una de las últimas escenas, en la que una de las hijas de la familia salta del tren que les devuelve al pueblo porque quiere volver a Madrid, fue suprimida.

La película también es un reflejo del descontento de ciertos sectores de la Falange con Franco por el aplazamiento de este de su “revolución nacional-sindicalista”, muestra por otra parte de que el franquismo no era un bloque monolítico pues existieron fisuras – hasta un cierto límite - entre católicos, monárquicos, tradicionalistas…, aunque eso sí, todos estaban unidos en lo fundamental: la represión contra la clase obrera para poder explotarla al máximo y obtener de ella el máximo beneficio posible.

Paradójicamente, José Antonio Nieves Conde, vencedor en la guerra civil, uno de los que había participado en la liquidación de la revolución de obreros y campesinos, era quien mostraba ahora en parte las miserias del nuevo régimen. Como cien años antes, un novelista francés, Honoré de Balzac, persona también de ideas tradicionales en lo político y lo religioso, había trazado en sus crónicas una historia muy realista sobre la historia de Francia entre los años 1816 y 1848, caracterizada por el ascenso de la nueva clase, la burguesía, del que dijo Federico Engels “Describe como los últimos avances de esta sociedad –para el ejemplar - iban poco a poco quedando atrás ante el asalto del rico y vulgar advenedizo o eran corrompidos por el...en torno a este cuadro central agrupa una historia completa de la sociedad francesa de la cual yo, hasta en las particularidades económicas ...he aprendido más que de todos los historiadores, economistas y estadistas de profesión de todo este periodo ”, también Nieves Conde retrató en las imágenes de esta película aspectos sobre la realidad de aquella sociedad en la que los nuevos ricos (estraperlistas) ganaban fortunas aprovechándose del hambre de la mayoría, de funcionarios cómplices, de humillados y ofendidos..., sobre el fondo de un campo y una ciudad maltrechos.

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