Desde 1905 los bolcheviques poseían una organización militar dedicada a la propaganda clandestina entre las tropas. Después de la revolución de Febrero de 1917, la actividad del partido entre los soldados adquirió una dimensión enorme: no solo se trataba de debilitar a la oficialidad zarista y frustrar cualquier intento de golpe militar contra los sóviets, para lo cual los cuadros bolcheviques impulsaron la creación de comités de soldados; también se trabajaba por agrupar las futuras fuerzas de la insurrección armada.
En la Conferencia Panrusa de Organizaciones Militares Bolcheviques, celebrada el 16 de julio, estuvieron representadas 500 unidades que encuadraban a 30.000 soldados. Tras la fracasada ofensiva militar de julio y el intento de golpe del general Kornílov, la influencia bolchevique en los cuarteles y las trincheras creció irresistiblemente: para el mes de septiembre contaban con el apoyo mayoritario de la guarnición de Petrogrado y numerosos regimientos de Moscú, mientras las tropas del frente norte y la flota del Báltico se habían transformado en un baluarte seguro del bolchevismo.
Además del trabajo entre los soldados los bolcheviques organizaron las Guardias Rojas, cuyo papel sería decisivo para el éxito de la insurrección y crucial en la organización inicial del Ejército Rojo. Reflejando el doble poder existente a lo largo de 1917, este destacamento armado de la vanguardia obrera sufrió numerosos intentos de desarme desde el Gobierno provisional, frustrados siempre por el empeño de los bolcheviques por mantenerlas.
Los soldados revolucionarios y las Guardias Rojas constituyeron las tropas de choque para la toma del poder y lograron los primeros triunfos militares frente a la contrarrevolución interna. Pero la situación habría de complicarse mucho más. Enfrentarse a las organizaciones políticas del antiguo régimen era una cosa, pero repeler la intervención militar directa de las potencias imperialistas que instruían y dirigían la actividad de los generales zaristas otra muy diferente. Sin la agresión exterior, las posibilidades de una guerra civil prolongada —como fue el caso— habrían sido escasas.
La defensa armada de la revolución
El Segundo Congreso de los Sóviets —que sancionó la toma del poder de los bolcheviques—aprobó también numerosos decretos revolucionarios, entre ellos el que redactó Lenin a favor de una paz justa y democrática para acabar con la masacre imperialista.
Todos los gobiernos beligerantes fueron invitados a abrir negociaciones. Gran Bretaña y Francia rechazaron el ofrecimiento soviético, pero Alemania —la potencia beligerante más importante— la aceptó consciente de las debilidades militares de la Rusia soviética. Las condiciones draconianas que los alemanes exigieron provocaron una importante crisis dentro del Gobierno y del partido bolchevique. Lenin era partidario de firmar inmediatamente la paz, pero se enfrentó a un sector relevante del comité central integrado por Bujarin Preobrazhenski, Búbnov, Uritski o Piatakov, que abogaban por la guerra revolucionaria contra el imperialismo alemán (los llamados “comunistas de izquierda”). La posición de Trotsky, nombrado Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores, era abrir negociaciones y ganar tiempo alentando la revolución en Alemania.
Tras diferentes rondas en la ciudad bielorrusa de Brest-Litovsk, el Estado Mayor alemán rechazó sin contemplaciones las tácticas de Trotsky y los representantes soviéticos, que dilataron las conversaciones lo más que pudieron para propiciar el levantamiento de los obreros alemanes. Finalmente, el 17 de enero de 1918, el ejército germano desencadenó una dura ofensiva y los dirigentes bolcheviques no tuvieron más remedio que volver a la mesa de negociación aceptando concesiones territoriales muy duras sobre Ucrania, Letonia, Estonia y Lituania. Los imperialistas alemanes se apropiaron del 27% de la superficie cultivable de la Rusia soviética, del 26% de las vías férreas y del 75% de su producción de acero y hierro. El 3 de marzo de 1918, el Consejo de Comisarios del Pueblo, obligado por la supervivencia de la revolución, firmó la propuesta alemana de “paz” que no tenía nada de justa ni de democrática.
La experiencia de Brest arrojó luz sobre las tareas militares a las que se enfrentaba el Estado obrero. Combatir a un ejército como el alemán planteaba retos de una naturaleza muy diferente a lo que podía suponer el arte de la insurrección o batirse con las fuerzas desmoralizadas de Kérenski. La situación empeoró mucho más durante la primavera y el verano de 1918: los alemanes ocupaban Polonia, Lituania, Letonia, Bielorrusia, y un buen pedazo de la Gran Rusia. Ucrania se había convertido en una colonia germano-austriaca gracias a la colaboración de los nacionalistas burgueses de la Rada ucraniana. Para empeorar las cosas, la Legión Checoslovaca, compuesta por prisioneros de guerra, se levantó a instancia del alto mando francés y del británico, mientras en el sur se atizaba la sublevación de los blancos comandados por Krásnov, y en el norte los británicos ocupaban Murmansk y Arjangelsk. La revolución estaba amenazada por todos los flancos.
En esta situación de emergencia, la tarea de armar la revolución fue encomendada por Lenin a León Trotsky, designado Comisario de Guerra por el Comité Central del partido bolchevique y el Comité Ejecutivo de los Sóviets en marzo de 1918. Su trabajo excepcional en este terreno, plasmado brillantemente en sus escritos militares, son parte del mejor legado del movimiento obrero y la revolución socialista.
Un ejército de clase, disciplinado y con un mando centralizado
Trotsky partía del punto de vista marxista de la guerra, como una continuación de la lucha de clases por medios militares, pero desechó cualquier formalismo doctrinal. Utilizando de manera creativa y audaz todos los recursos que estaban a su alcance, desafió ideas y conceptos aparentemente “principistas” pero ineficaces en las condiciones extremas en las que se presentaba el combate.
Él mismo señala las enormes dificultades con las que chocó:
“Después de la disgregación del viejo ejército quedó un odio en el país, un odio implacable a la casta militar. El viejo ejército que soportó enormes sacrificios, no cosechó más que derrotas, humillaciones, retiradas, millones de muertos y millones de inválidos, y miles de millones de gastos. No es sorprendente que esta guerra dejara en la conciencia del pueblo una terrible repulsión contra el militarismo y la soldadesca. Y fue en estas condiciones, camaradas, cuando comenzamos la creación de un ejército. Si nos hubiera tocado edificar sobre un terreno virgen, la cosa habría sido, desde el comienzo, más fácil y segura. Pero no: nos correspondió construir el ejército sobre un terreno recubierto por la sangre y el fango de la pasada guerra, sobre el terreno de la necesidad y el agotamiento, cuando el odio a la guerra y a todo lo militar estaba vivo en millones y millones de obreros y campesinos”.[1]
¿Cómo comenzar la labor de la reconstrucción militar entre aquel abatimiento general? Las primeras medidas, centradas en el reclutamiento de voluntarios comunistas y trabajadores de vanguardia, se mostraron insuficientes para las tareas que la situación exigía. Por supuesto que era necesario integrar a los más entusiastas y devotos militantes revolucionarios, un núcleo consciente que irradiaría fuerza moral para agrupar a capas más vastas de obreros y campesinos. Pero en una guerra de grandes dimensiones se necesitaba contar con una masa de soldados numerosa, disciplinada, dispuesta a los mayores sacrificios, que fuera dirigida por mandos competentes e instruidos.
El plan que Trotsky presentó en la primavera de 1918 ante el Comité Ejecutivo panruso de los sóviets se apoyaba en tres ejes estratégicos: a) instrucción general obligatoria que se fue imponiendo progresivamente, primero reclutando a los trabajadores de Petrogrado, Moscú y otras ciudades, incorporando después de forma masiva a los campesinos pobres; b) utilización de especialistas militares, o lo que es lo mismo, empleo de los oficiales y suboficiales del antiguo ejército; c) establecimiento de un mando único y centralizado.
La aplicación de este programa suscitó una fuerte oposición interna dentro del partido. Los “comunistas de izquierda” rechazaron vivamente esta orientación, alegando que el recurso a los oficiales zaristas socavaría el carácter revolucionario y clasista del nuevo ejército, y que la centralización y el mando único harían aflorar la vieja estructura de oficiales designados destruyendo la democracia electiva de los comités de soldados.
Estos argumentos, que más tarde se utilizarían en lo que se denominó la “doctrina militar proletaria”, fueron contestados por Trotsky con argumentos y hechos:
“Ya he dicho en mi informe que si los peligros que nos amenazan se limitasen a la contrarrevolución interna, no tendríamos necesidad, en general, de un ejército. Los obreros de las fábricas de Petrogrado y Moscú podrían crear en cualquier momento destacamentos de combate suficientes para aplastar... cualquier intento de sublevación armada dirigida a devolver el poder a la burguesía. Nuestros enemigos interiores son demasiado insignificantes y lastimosos como para que sea necesario crear en la lucha contra ellos un aparato militar perfecto, construido sobre bases científicas y movilizar toda la fuerza armada del pueblo. Si ahora necesitamos esa fuerza es, justamente, porque el régimen y el país soviéticos están gravemente amenazados desde el exterior, porque nuestros enemigos interiores no son fuertes más que en virtud del vínculo de clase que los une a nuestros enemigos de clase exteriores. Y precisamente en este aspecto vivimos un momento en el cual la lucha por el régimen que estamos creando depende, directa o indirectamente, de llevar la capacidad defensiva del país a su máximo nivel”.[2]
La utilización de los viejos oficiales surgía de las necesidades imperiosas de la defensa armada de la revolución. Para Trotsky no se trataba de una discusión principista sobre la fisonomía que debía adoptar el ejército en una sociedad socialista, basado en las milicias ciudadanas territoriales tal como Engels había señalado en numerosos escritos. Una fuerza armada de ese tipo sólo podría crearse en una etapa de abundancia y progreso de las fuerzas productivas, de desarrollo tecnológico de la sociedad y de gran nivel cultural de la población, condiciones ausentes en la Rusia destruida y arruinada de 1918.
Trotsky insistió en que el legado cultural del que la revolución había tomado posesión debía salvarse y, al mismo tiempo, transformarse como medio de instrucción y construcción socialista gracias a todo lo que podía aportar el nuevo poder proletario. Mientras la revolución debiera defenderse, la capacidad y los conocimientos militares del pasado debían considerarse parte de ese legado. No se trataba de principios abstractos, sino de la urgencia del Estado obrero para aplastar la contrarrevolución y la intervención imperialista. Apoyándose en una concepción dialéctica y no formal, no hacía más que reconocer la contradicción que mediaba, en el terreno de la defensa militar, entre el poder potencial de la clase obrera victoriosa y su atraso cultural y científico.
Trotsky no se engañaba sobre el carácter de muchos de estos oficiales, que en no pocos casos procedieron al sabotaje y la deserción. Pero confiaba en el poder de atracción de la revolución y, para asegurar su lealtad, colocó a su lado a los llamados comisarios rojos, es decir, militantes comunistas probados. Este tipo de organización militar tenía sus antecedentes inmediatos en el periodo jacobino de la revolución francesa y funcionó con éxito. Trotsky estableció claramente las atribuciones del comandante —que era responsable del adiestramiento y de las operaciones militares—, y del comisario —que velaría por el comportamiento leal de aquel y de la moral de las tropas—.
Como señaló Isaac Deustcher,
“Nadie le rindió a la eficacia de este sistema un homenaje más pleno aunque más renuente que Denikin [general blanco], su víctima: ‘El Gobierno soviético puede estar orgulloso de la habilidad con que ha esclavizado la voluntad y el cerebro de los generales y oficiales rusos, haciendo de ellos su instrumento involuntario pero obediente”[3].
La misma argumentación se podía aplicar al mando único y el papel de los comités de soldados a la hora de designar oficiales en el Ejército Rojo. Trotsky insistía: el derecho de los soldados a elegir a sus comandantes, consigna que fue introducida audazmente por los bolcheviques después de la revolución de febrero, impidió la acción contrarrevolucionaria de la oficialidad zarista. Pero dentro del ejército de la revolución proletaria ese método, propio de la lucha de clases contra los capitalistas, no haría más que obstaculizar la ejecución de órdenes tomadas en condiciones excepcionalmente difíciles. Un mando único centralizado era imprescindible para poder optimizar la defensa contra fuerzas militares superiores.
Trotsky insistió en el orden, la disciplina, la limpieza y la preparación del nuevo Ejército Rojo. Pero no concebía su fuerza sólo desde el punto de vista de la técnica y la organización escrupulosa. El Ejército Rojo se basaba en la clase obrera y el campesinado pobre: su moral dependía de su conciencia revolucionaria colectiva y los objetivos socialistas e internacionalistas por los que peleaba.
El juramento del soldado del Ejército Rojo era la mejor demostración de esta concepción:
“Yo, hijo del pueblo trabajador, ciudadano de la República Soviética, adopto el título de soldado del ejército obrero y campesino. Ante las clases trabajadoras de Rusia y del mundo entero, me comprometo a llevar este título con honor, a estudiar concienzudamente el arte militar y a proteger como la pupila de mis ojos los bienes nacionales y militares de todo deterioro. Me comprometo a observar rigurosamente en todo momento la disciplina revolucionaria y a ejecutar sin objeción todas las órdenes de los jefes designados por las autoridades del gobierno obrero y campesino (…) Me comprometo a defender la República Soviética contra todos los peligros y atentados que vengan de sus enemigos, a no escatimar mis fuerzas ni mi vida en la lucha por la República Soviética de Rusia, por la causa del socialismo y de la fraternidad de los pueblos”.[4]
Justo cuando la situación parecía más desesperada, este enfoque político permitió a la revolución movilizar todas sus fuerzas, instruir a la clase obrera y al campesinado pobre en el arte de la guerra, y levantar un poderoso ejército que asombró a todo el mundo.
Kazán y la defensa de petrogrado
“La primavera y el verano de 1918 fueron extraordinariamente difíciles para nosotros (...). A ratos parecía como si todo se desmoronase, como si no hubiera nada sobre lo que apoyarse. No estábamos seguros de que aquel país agotado, devastado, desesperado, tuviera bastantes fuerzas como para sostener el nuevo régimen, ni siquiera para salvar la independencia frente a cualquier invasor.
León Trotsky, Mi Vida
1918 y 1919 constituyeron la prueba de fuego para el Ejército Rojo. En esos veinticuatro meses, la energía creadora del pueblo ruso se manifestó en las grandes batallas contra las tropas imperialistas y las Guardias Blancas contrarrevolucionarias. La epopeya de un ejército de trabajadores y campesinos, modelado y perfeccionado en el fuego de los combates, escribió una página excepcional de la historia de la lucha de clases.
Después de que en la región del Volga las fuerzas de la Legión Checa y las Guardias Blancas tomaran la ciudad de Samara y ocuparan la de Kazán, León Trotsky fue encomendado por el Consejo de Comisarios del Pueblo a partir hacia el frente: la noche del 6 de agosto de 1918 se puso en marcha el famoso tren blindado en el que permaneció dos años y medio de su vida, y con el que recorrió más de 100.000 kilómetros organizando y cohesionando un ejército que todavía era un proyecto.
La caída de Kazán dejó al descubierto las debilidades militares de la revolución:
“Los destacamentos de soldados rojos, formados a toda prisa, habían abandonado sus posiciones sin luchar, dejando indefensa la ciudad (…) En aquellos días la revolución rozó el desastre. Su territorio había quedado reducido a los límites del antiguo principado de Moscú, no tenía apenas ejército, los enemigos la cercaban por todas partes…”.[5]
La reorganización de las fuerzas se realizó de manera efectiva bajo la dirección del Comisario de la Guerra y los mandos del 5º ejército.
“Aquellos destacamentos tan variopintos —escribió Trotsky— fueron convirtiéndose en un ejército regular, reforzado por obreros comunistas venidos de Petrogrado, Moscú y otros lugares. Los regimientos se endurecían. Los comisarios adquirían toda su importancia como dirigentes revolucionarios…”.[6]
El éxito de la tarea dependió de no ocultar la propia debilidad, ni manipular con argucias y engaños a las masas que tendrían que derramar su sangre.
Muchos fueron los comunistas, hombres y mujeres, que hicieron posible la transformación que se necesitaba: el coronel Vazetis y sus tiradores letones, Iván Nikitch Smirnov que “poseía el perfil más acabado y completo de revolucionario”, el jefe de la pequeña flota bolchevique del Volga, Raskólnikov, o la joven revolucionaria Larissa Reissner. Todos ellos, junto con 25.000 soldados rojos, tomaron Kazán el 10 de septiembre; dos días después las fuerzas comandadas por Tujachevski hicieron lo propio en Simbirsk.
La victoria de Kazán supuso una tremenda inyección de moral; en los siete meses siguientes el Ejército Rojo recuperó un millón de kilómetros cuadrados poblados por 40 millones de personas. Pero la guerra no se detuvo, y 1919 trajo grandes amenazas.
Las principales campañas de la contrarrevolución fueron tres: el ataque de Kolchak desde Siberia contra el Volga y Moscú, en la primavera de 1919; en el verano de ese mismo año el avance de Denikin desde el sur, dirigido también contra Moscú y que se saldó con grandes triunfos en Ucrania dónde tomó su capital, Kiev; y la gran ofensiva en el otoño de Yudénich —con apoyo inglés— para hacerse con Petrogrado.
“En aquel momento de depresión general —escribe Deustcher— el optimismo y la energía de Trotsky no conocieron límites (…) El frente fue reorganizado, se acumularon reservas y, con las líneas de comunicación radicalmente acortadas, las tropas recibieron abundantes suministros. El enemigo se había extendido con exceso, y el poderío del Ejército Rojo era como un resorte comprimido listo para soltarse (…) Trotsky se alzó ahora en toda su estatura, no sólo como el principal administrador y organizador del ejército, sino también como su inspirador, como el profeta de una idea…”.[7]
Cuando Yudénich comenzó su ofensiva, el general blanco Denikin había tomado la ciudad de Orel y amenazaba Tula, centro de la principal industria de guerra soviética. Si se completaba el avance, Moscú podría caer como una pieza de dominó. La resistencia de Petrogardo era esencial, pero la superioridad de las tropas de Yudénich — formadas mayoritariamente por oficiales y reforzadas por el armamento británico— sembró el pánico entre los defensores.
Lenin consideraba muy difícil sostener la capital revolucionaria y propuso la evacuación de la ciudad hacia el sur, recortando así la extensión del frente. Trotsky se opuso a este planteamiento: “Yudénich y sus amos no se conformarían con Petrogrado; su plan era reunirse con Denikin en Moscú. Petrogrado les brindaría gigantescos recursos industriales y humanos…”.[8] El 13 de octubre de 1919, el Politburó del Partido Comunista Ruso (bolchevique) y el Consejo de Defensa votaron a favor del plan de Trotsky de convertir a toda la república soviética en un campamento militar y “defender Petrogrado hasta la última gota de sangre, no ceder ni un palmo de terreno, luchar, si fuese necesario, casa por casa”.
Durante diez días, la ofensiva de Yudénich fue un éxito sin paliativos. La caída parecía inminente y sólo el impulso revolucionario de los oprimidos podría cambiar el signo de la situación. Y así fue como la gesta proletaria de la defensa de Petrogrado anticipó en casi dos décadas la heroica resistencia del Madrid antifascista.
“Cuando las masas empezaron a sentir que Petrogrado no sería rendido, que sería defendido a muerte, el ambiente cambió. Los valientes y dispuestos al sacrificio, que nunca faltan, empezaron a levantar cabeza. Destacamentos de hombres y mujeres, equipados con herramientas de zapador, salieron de las fábricas y los talleres. Por aquella época, los obreros de Petrogrado tenían un aspecto lamentable, con sus caras pardas como la tierra por falta de alimento...
— No les dejaremos entrar en Petrogrado, ¿verdad camaradas?
— ¡No, no les dejaremos!
(…) La ciudad se dividió en zonas, puestas bajo el mando de grupos de obreros (…) Se fortificaron los canales, los jardines, los muros, las paredes, las casas. Se cavaron trincheras en los suburbios y a lo largo del río Neva. Todo el sur de la ciudad se convirtió en una fortaleza. En muchas calles y plazas se levantaron barricadas…”[9].
El 21 de octubre, después de días de repliegue, los soldados rojos se atrincheraron en el célebre barrio de Púlkovo y resistieron la embestida. Al anochecer del 23 empezaron el avance:
“Nuestros destacamentos rivalizaban ahora en sacrificios y heroísmo. Hubo muchas víctimas (…) El Estado Mayor de los blancos tuvo que hablar de la ‘locura heroica’ de los rojos…”.[10]
La victoria de Petrogrado forjó el triunfo del Ejército Rojo en la guerra civil. A propuesta de Lenin, León Trotsky recibió la condecoración de la Bandera Roja.
Una escuela de táctica y estrategia revolucionaria
Si la técnica militar era de gran importancia en el desarrollo de los combates, la política que orientaba a los dos bandos constituía el factor decisivo.
“En toda guerra —afirmaba Lenin— la victoria depende en último término del estado de ánimo de las masas que derraman su sangre en el campo de batalla (…) Los generales zaristas dicen que nuestros soldados rojos soportan las penalidades como jamás las hubiese soportado el ejército del régimen zarista. Esto se explica porque cada obrero y campesino enrolado sabe por qué combate, y conscientemente derrama su sangre en aras del triunfo de la justicia y el socialismo. El hecho de que las masas tengan conciencia de las finalidades y las causas de la guerra tiene una enorme importancia y garantiza la victoria.”[11]
El éxito del Ejército Rojo, y su capacidad de lucha en un frente que se extendía a lo largo de 8.000 kilómetros, se explica por el tipo de Estado que defendía: un régimen revolucionario basado en la alianza de la clase obrera con el campesinado pobre. Los millones de campesinos que peleaban en las trincheras de la guerra civil, y que en su mayoría no formaban parte del partido bolchevique, sabían que no era posible ningún camino intermedio para salvaguardar sus intereses salvó el triunfo del Estado soviético. El reparto de la tierra y la reforma agraria, se afianzaría aplastando a Kolchak, Dénikin, Yudénich y Wrangel y el resto de generales blancos.
Los bolcheviques no sólo se basaron en la movilización revolucionaria de los oprimidos de Rusia, su llamado internacionalista al derrocamiento del capitalismo y la creación de la Tercera Internacional fueron decisivos a la hora de paralizar a los imperialistas y repatriar las tropas que mantenían en suelo soviético.
Trotsky y Lenin confirmaron en la guerra civil que la teoría es una guía para la acción, probando que el arte de la guerra no puede estar sujeto a esquemas o fórmulas doctrinarias. Trotsky escribió miles de proclamas y artículos, y pronunció decenas de discursos sobre la guerra revolucionaria y la edificación del Ejército Rojo, reunidos en sus célebres Escritos Militares. En ellos destaca la relación dialéctica entre la teoría y la práctica, la apertura de miras para absorber cualquier aspecto que pudiese mejorar la capacidad de combate y la moral de las tropas, incluido las enseñanzas que ofrecían los movimientos del ejército enemigo.
Frente a los mentores de la llamada “doctrina militar proletaria”, que partían del falso argumento de que a cada clase social corresponde una ciencia militar específica y desdeñaban la guerra “defensiva y estática” como propia de los ejércitos burgueses mientras clamaban por la movilidad y la ofensiva como características innatas del “ejército proletario”, Trotsky respondía:
“La guerra se basa en muchas ciencias pero la guerra misma no es ninguna ciencia: es un arte práctico, una habilidad (…) un arte salvaje y sangriento (…) Tratar de formular una nueva doctrina militar con la ayuda del marxismo es igual que tratar de crear con la ayuda del marxismo una nueva teoría arquitectónica o un nuevo manual de veterinaria…”.[12]
Trotsky no se engañaba sobre nada, y replicó a sus opositores con ejemplos concretos tomados de la experiencia viva: la técnica de la maniobra que con tanto éxito utilizó el Ejército Rojo, la habían aprendido de las Guardias Blancas y de las derrotas que les inflingió; o la famosa caballería roja de Budiony —inmortalizada en la genial obra de Isaak Bábel[13]— creada en el momento culminante de la ofensiva de Denikin cuando la caballería blanca punzaba el interior de las líneas bolcheviques con profundas y rápidas incursiones. Fue entonces cuando Trotsky dictó su famosa orden “¡Proletarios al caballo!”.
Trotsky sabía superar prejuicios y tópicos, y observar la realidad con los ojos muy abiertos para aprender de ella. La vuelta a la caballería, por ejemplo, fue impuesta por las condiciones del combate en regiones muy amplias y despobladas. “Este arma tan conservadora, que en gran medida se va extinguiendo, ha resucitado súbitamente, por decirlo así. Se ha convertido en el medio defensivo y ofensivo más importante en manos de las clases más conservadoras y decadentes. Debemos arrebatarles este arma y apropiárnosla.”
También refutó a los que aspiraban a imitar modelos, como el de los ejércitos napoleónicos ya que en ellos la “ofensiva” se presentaba como la estrategia esencial. Estas disquisiciones obviaban que Francia era una de las naciones más avanzadas de Europa a principios del siglo XIX y que, de manera distorsionada, Napoleón imponía las conquistas de la revolución francesa contra los regímenes monárquicos semifeudales. Para Trotsky ninguna “doctrina militar nacional” ofrecía una “verdad absoluta” sobre la guerra.
Frente a la obsesión por las guerrillas como modelo de movilidad y “democracia”, abogó con firmeza por un ejército centralizado y con mando único, lo que no excluía la utilización de destacamentos guerrilleros como fuerzas auxiliares de una estrategia común y fuertemente disciplinadas. Frente al rechazo a utilizar a especialistas militares provenientes del antiguo ejército zarista, demostró que podían jugar un gran papel.
Trotsky relató una discusión muy significativa que mantuvo con Lenin:
“Durante la reunión del Consejo de Comisarios del Pueblo, a la que yo había ido directamente desde el tren, Lenin me paso esta nota: ‘¿No le parece a usted, acaso, que deberíamos prescindir de todos los especialistas, sin excepción? (…) Le contesté en el mismo papel: ‘¡Dejémonos de tonterías!’ (…) Al terminar la sesión, nos reunimos. Lenin me pidió noticias del frente.
— Me preguntaba usted si no convendría que separásemos a todos los antiguos oficiales, ¿sabe cuántos sirven actualmente en nuestro ejército?
— No, no lo sé
— ¿Cuántos calcula, aproximadamente?
— No tengo ni idea
— Pues no bajarán de treinta mil. Por cada traidor, hay cien personas dignas de confianza, por cada desertor, hay dos o tres caídos en el campo de batalla. ¿Por quién quiere usted que los sustituyamos?
A los pocos días, Lenin pronunciaba un discurso acerca de los problemas que planteaba la construcción del Estado socialista, en el que entre otras cosas dijo lo siguiente: ‘Cuando hace poco tiempo el camarada Trotsky me dijo, concisamente, qué el número de oficiales que servían en el comisariado de Guerra ascendía a varias docenas de millares, comprendí, de un modo concreto (…) cómo era necesario construir el comunismo utilizando los ladrillos que el capitalismo tenía preparado contra nosotros.”[14]
El VIII Congreso del Partido Bolchevique (marzo de 1919) hizo una apasionada defensa de la política militar de Trotsky y rechazó las críticas de la oposición militar, muchos de cuyos integrantes se convertirían posteriormente en destacados colaboradores de Stalin.
Oficialmente la guerra civil se prolongó más de treinta meses, hasta la derrota del general Wrangel en el frente sur el 20 de noviembre de 1920. Aunque posteriormente hubo numerosos episodios armados, las fuerzas de la contrarrevolución no levantaron cabeza y las potencias imperialistas renunciaron a prolongar la intervención.
En comparación con otros episodios de la revolución, la gran victoria del Ejército Rojo en la guerra civil apenas es conocida por la izquierda militante. La razón de ello es obvia: ligada estrechamente al que fue su protagonista más destacado, León Trotsky, la casta burocrática que usurpó el poder enterró la verdad de aquellos hechos hasta hacerlos desaparecer de la historia oficial. No obstante, esa memoria oculta por mentiras y tergiversaciones vio la luz a pesar de todo, y por eso conocemos las palabras que Lenin pronunció y que fueron recogidas por Máximo Gorki en sus memorias: “Mostradme otro hombre capaz de organizar en un año un ejército ejemplar y además conseguir el reconocimiento de los especialistas militares”.
Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista
Nunca entró dentro de las previsiones de Lenin y los bolcheviques la posibilidad de construir el socialismo aisladamente en un país agrícola y atrasado como la Rusia de 1917, pero sí insistió en que la victoria de Octubre sería la chispa para extender la revolución en Europa, particularmente en el país clave del continente: Alemania.
Y así ocurrió. Por todas partes estallaron motines en los ejércitos, huelgas generales y movimientos insurreccionales. Finlandia a comienzos de 1918 y Alemania y Austria en noviembre; en 1919, la insurrección espartaquista en Berlín y la proclamación de la república soviética en Hungría y Baviera; entre 1919 y 1921, Gran Bretaña vivió una oleada de huelgas y motines obreros; en 1920, el movimiento revolucionario y las ocupaciones de fábricas en Italia; en 1921, nueva insurrección en Alemania central; de 1918 a 1921, el trienio bolchevique en el Estado español…
“Toda Europa —escribió Lloyd George, primer ministro británico durante la guerra, al primer ministro francés Clemenceau en un memorando secreto de marzo de 1919— está llena del espíritu de la revolución. Hay un profundo sentimiento no sólo de descontento, sino de rabia y revuelta entre los trabajadores en contra de las condiciones de posguerra. Todo el orden existente, en sus aspectos políticos, sociales y económicos, está siendo cuestionado por las masas de la población de una punta a otra de Europa”.
A duras penas la burguesía pudo contener la situación y solo lo logró apoyándose en las viejas organizaciones socialdemócratas y en los sindicatos reformistas. La clase dominante fracasó en Rusia, pero sacó valiosas lecciones de su derrota: después de comprobar dolorosamente que lo que pensaba imposible se hizo realidad, no sería cogida desprevenida nuevamente.
En Alemania, el levantamiento de los marineros de Kiel, en noviembre de 1918, fue la señal para el inicio de la revolución socialista. En pocas semanas, la geografía del país quedó cubierta por consejos de obreros y soldados, la monarquía de los Hohenzollern fue depuesta y se proclamó la república. Pero los socialdemócratas de derechas habían sacado las conclusiones pertinentes de los acontecimientos rusos. Utilizando su posición dirigente en los consejos, boicotearon su consolidación y coordinación nacional, al tiempo que maniobraban con la burguesía y los generales monárquicos para aplastar a la izquierda revolucionaria dirigida por la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
Una vez derrotada la insurrección de los trabajadores berlineses a principios de enero de 1919, los jefes socialdemócratas utilizaron a los Freikorps[15] para asesinar a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, preludio de una represión salvaje contra los obreros comunistas. La socialdemocracia alemana continuó la obra iniciada en agosto de 1914.[16]
El triunfo de Octubre abrió una grieta insalvable en el movimiento socialdemócrata de la época, que no hizo más que agigantarse después de la traición en Alemania. En la mayoría de los partidos de la Segunda Internacional surgieron tendencias comunistas, brindando la posibilidad de reatar las auténticas tradiciones internacionalistas del movimiento obrero. El proyecto de los delegados internacionalistas que participaron en las conferencias de Zimmerwald y Kienthal contra la guerra imperialista [17] se hizo viable: la creación de una nueva internacional revolucionaria era ya posible.
“La Tercera Internacional —escribió Lenin— fue fundada bajo una situación mundial en que ni las prohibiciones ni los pequeños y mezquinos subterfugios de los imperialistas de la Entente o de los lacayos del capitalismo, como Scheidemann en Alemania y Renner en Austria, son capaces de impedir que entre la clase obrera del mundo entero se difundan las noticias acerca de esta Internacional y las simpatías que despierta. Esta situación ha sido creada por la revolución proletaria que, de un modo evidente, se está incrementando en todas partes cada día, cada hora”.[18]
El 24 de enero de 1919, la dirección del Partido Comunista Ruso (bolchevique), los partidos comunistas de Polonia, Hungría, Austria, Letonia y Finlandia, la Federación Socialista Balcánica y el Partido Obrero Socialista Norteamericano realizaron el siguiente llamamiento:
“¡Queridos camaradas! Los partidos y organizaciones abajo firmantes consideran que la convocatoria del Primer Congreso de la nueva Internacional revolucionaria es una imperiosa necesidad. En el curso de la guerra y de la revolución se puso de manifiesto no sólo la total bancarrota de los viejos partidos socialistas y socialdemócratas, y con ellos de la Segunda Internacional, no sólo la incapacidad de los elementos centristas[19] de la vieja socialdemocracia para la acción revolucionaria efectiva sino que, actualmente, se esbozan ya los contornos de la verdadera Internacional revolucionaria”.[20]
El congreso fundacional de la Internacional Comunista se realizó en marzo de 1919, cuando la intervención militar imperialista se encontraba en su apogeo lo que impidió la asistencia de muchos delegados.
A pesar de los contratiempos, las jóvenes fuerzas de la Internacional Comunista establecieron las bases políticas que habían sido delineadas en los años precedentes por Lenin y Trotsky: oposición frontal a los intentos de reconstruir la Segunda Internacional con la misma política y régimen interno que tenía antes de la guerra; denuncia del pacifismo burgués y de las ilusiones pequeñoburguesas en el programa de paz del presidente estadounidense Wilson; defensa de la teoría marxista del Estado y crítica de la democracia burguesa como una forma de dictadura capitalista sobre el proletariado. La conclusión del congreso fue clara: la Internacional Comunista lucharía por agrupar a la vanguardia revolucionaria del proletariado en una Internacional marxista homogénea.
En los años siguientes se produciría un trasvase constante de obreros socialistas a las filas de la Internacional Comunista, una presión que empujó a muchos dirigentes reformistas a mostrar su apoyo, de palabra, a la nueva organización. En marzo de 1919 se adhirió el Partido Socialista Italiano; en mayo, el Partido Obrero Noruego y el Partido Socialista Búlgaro; en junio, el Partido Socialista de Izquierda Sueco. En Francia, los comunistas ganaron la mayoría en el congreso de Tours del Partido Socialista (1920): el ala de derechas se escindió con 30.000 miembros y el Partido Comunista Francés se formó con 130.000. El Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD) decidió por mayoría en el congreso de Halle (1920) fusionarse con el Partido Comunista Alemán (KPD), que se transformó en una organización de masas. Lo mismo ocurrió en Checoslovaquia.
“Los primeros cuatro congresos de la Internacional Comunista —escribió León Trotsky— nos dejaron una valiosa herencia programática: la caracterización de la etapa actual como etapa imperialista, es decir, de culminación y comienzo del declive del capitalismo; de la naturaleza del reformismo moderno y los métodos para combatirlo; de la relación entre la democracia y la dictadura del proletariado; del papel del partido en la revolución proletaria; de la relación entre el proletariado y la pequeña burguesía, especialmente el campesinado (la cuestión agraria); del problema de las nacionalidades y la lucha por la liberación de los pueblos coloniales; del trabajo en los sindicatos; de la política del frente único; de la relación con el parlamentarismo, etc. Estos cuatros primeros congresos sometieron estas cuestiones a un análisis de principios que aún no ha sido superado”.[21]
La mayor parte de los documentos de estos congresos fueron escritos y defendidos por Lenin y Trotsky, y dieron forma no sólo al programa teórico sino a la acción de las fuerzas comunistas de todo el mundo. Todavía quedaba un largo camino por recorrer antes de que la burocracia estalinista abandonara la posición internacionalista de los bolcheviques y la reemplazara por la teoría del socialismo en un solo país y la colaboración de clases.
En aquellos años la burguesía del continente se vio en grandes aprietos para sofocar la rebelión. Además de recurrir a la violencia y utilizar las tropas desmovilizadas por el fin de la guerra, se apoyaron en los dirigentes socialdemócratas que se prestaron entusiastas a la tarea de aplastar a los obreros insurrectos. Es cierto que la inexperiencia de los jóvenes Partidos Comunistas alentó todo tipo de errores, y eso contribuyó a que la burguesía pudiera maniobrar ventajosamente.
La tarea de la Internacional Comunista, y especialmente de sus líderes más capacitados como Lenin y Trotsky, fue la de educar a los cuadros y la nueva capa de dirigentes en el auténtico espíritu del bolchevismo. En el Segundo Congreso, celebrado en Moscú entre el 19 de julio y el 7 de agosto de 1920, las presiones oportunistas se intentaron contrarrestar con la aprobación de veintiuna condiciones para la afiliación a la Internacional Comunista. Entre otras cuestiones se exigió a las organizaciones que pretendían sumarse a la Internacional una ruptura tajante con el programa pacifista de los imperialistas estadounidenses (el desarme, la Liga de las Naciones…); el rechazo al régimen interno burocratizado de la Segunda Internacional y las relaciones diplomáticas de aparatos, que hacían de la Internacional una federación de partidos autónomos que les permitía actuar en abierta oposición entre ellos ante hechos trascendentales de la lucha de clases. La nueva Internacional Comunista, como partido mundial de la revolución socialista, se construyó sobre la base de un programa y una acción común, y los métodos del centralismo democrático.
La internacional no tenía que responder solo a los peligros del oportunismo. La impaciencia de muchos sectores del nuevo movimiento comunista ante la traición de los viejos partidos reformistas, y su incomprensión de la política del bolchevismo y el marxismo en general, dio lugar a la aparición de tendencias sectarias y ultraizquierdistas. Muchos de los nacientes partidos comunistas se vieron afectados por esta enfermedad “infantil”, como la definió Lenin. Un caso destacado fue el del partido alemán, que tras sufrir la derrota de la revolución y el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, se vio recorrido por estas tendencias durante un largo periodo.
Los puntos fundamentales que defendían los izquierdistas en aquel período siguen siendo los mismos que plantean en la actualidad: se pronunciaban contra cualquier tipo de trabajo en las organizaciones de masas controladas por los reformistas, alentando todo tipo de atajos organizativos como la construcción de “sindicatos rojos”. Se declaraban hostiles la participación en las elecciones parlamentarias y a favor del boicot electoral en todas y cada una de las circunstancias. El ultraizquierdismo, reflejo de la impaciencia y la inexperiencia, estaba lleno de los lugares comunes del anarquismo.
Al cretinismo parlamentario le contraponían el cretinismo antiparlamentario; ante el poder y la influencia de los sindicatos reformistas se conformaban con crear pequeñas sectas sindicales que aislaban a los obreros de vanguardia y, lejos de debilitar a la burocracia sindical, en realidad servía para fortalecerla. Sus representantes más destacados de aquella época fueron el KAPD (Partido Comunista Obrero Alemán), el húngaro Béla Kun, los comunistas liderados por Amadeo Bordiga en Italia, los holandeses dirigidos por Gorter y Pannekoek y algunos otros líderes comunistas británicos.
El Manifiesto del Segundo Congreso, escrito por Trotsky, subrayaba los principios de la estrategia marxista contra esta política:
“La Internacional Comunista es el partido mundial de la rebelión proletaria y de la dictadura del proletariado. No tiene tareas ni objetivos separados ni aparte de los propios de la clase obrera. Las pretensiones de las sectas minúsculas, cada una de las cuales quieren salvar a la clase obrera a su manera, son ajenas y hostiles al espíritu de la Internacional Comunista. La IC no posee ningún tipo de panaceas ni fórmulas mágicas, sino que se basa en la experiencia internacional, presente y pasada, de la clase obrera; depura estas experiencias de todas las equivocaciones y desviaciones; generaliza las conquistas alcanzadas y reconoce solamente como fórmulas revolucionarias las fórmulas de acción de masas. Llevando a cabo una lucha sin cuartel contra el reformismo en los sindicatos y contra el cretinismo parlamentario y el carrerismo, la Internacional Comunista, condena al mismo tiempo todos los llamamientos sectarios para dejar las filas de las organizaciones sindicales que agrupan a millones, o dar la espalda al trabajo en las instituciones parlamentarias y municipales. Los comunistas no se separan de las masas que están siendo decepcionadas y traicionadas por los reformistas y los patriotas, sino que se comprometen a un combate irreconciliable dentro de las organizaciones de masas e instituciones establecidas por la sociedad burguesa, para poder derrocarla lo más segura y rápidamente posible”.
Por su parte, Lenin dejó clara su posición en su célebre libro La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo, preparado especialmente para los debates del congreso:
“Precisamente la absurda ‘teoría’ de la no participación de los comunistas en los sindicatos reaccionarios demuestra del modo más evidente con qué ligereza consideran estos comunistas ‘de izquierda’ la cuestión de la influencia sobre las ‘masas’ y de qué modo abusan de su griterío acerca de las ‘masas’. Para saber ayudar a la ‘masa’ y conquistar su simpatía, su adhesión y su apoyo no hay que temer las dificultades, las quisquillas, las zancadillas, los insultos y las persecuciones de los ‘jefes’ (que, siendo oportunistas y socialchovinistas, están en la mayor parte de los casos en relación directa o indirecta con la burguesía y la policía) y se debe trabajar sin falta allí donde estén las masas. Hay que saber hacer toda clase de sacrificios y vencer los mayores obstáculos para llevar a cabo una propaganda y una agitación sistemáticas, tenaces, perseverantes y pacientes precisamente en las instituciones, sociedades y sindicatos, por reaccionarios que sean, donde haya masas proletarias o semiproletarias. Y los sindicatos y las cooperativas obreras (estas últimas, por lo menos, en algunos casos) son precisamente las organizaciones donde están las masas.
En Inglaterra, Francia y Alemania, millones de obreros pasan por primera vez de la completa falta de organización a la forma más elemental e inferior, más simple y accesible de organización (para los que se hallan todavía impregnados por completo de prejuicios democrático-burgueses): los sindicatos; y los comunistas de izquierda, revolucionarios pero insensatos, quedan a un lado, gritan: ‘¡Masa! ¡Masa!’, pero ¡¡se niegan a actuar en los sindicatos, so pretexto de su ‘espíritu reaccionario’!! E inventan una ‘unión obrera’ nuevecita, pura, limpia de todo prejuicio democrático-burgués y de todo pecado corporativo y de estrechez profesional, que será (¡qué será!), dicen, amplia y para ingresar en la cual se exige solamente (¡solamente!) ¡¡El ‘reconocimiento de los sóviets y de la dictadura del proletariado’!! ¡Es imposible concebir mayor insensatez, mayor daño causado a la revolución por los revolucionarios ‘de izquierda’!”.[22]
La lucha contra estas tendencias se prolongó durante varios años en el seno de la Internacional. En esencia reflejaba la falta de madurez política, de experiencia y de temple de las nuevas organizaciones, cuyas direcciones no habían sido capaces de asimilar en toda su amplitud las enseñanzas del bolchevismo y la flexibilidad de sus tácticas. Cuando en marzo de 1921 el Partido Comunista de Alemania (KPD) se lanzó a una ofensiva armada sin contar con la suficiente preparación y el apoyo de las masas, la derrota del movimiento selló también la bancarrota de estas tácticas izquierdistas y aventureras.
El Tercer Congreso de la Internacional se reunió entre el 22 de junio y el 12 de julio de 1921 en Moscú, y levantó la consigna del “frente único”. La discusión abordó en profundidad la situación mundial tras el reflujo de la primera gran oleada revolucionaria después de la guerra (1917-1921), y la consiguiente recuperación por parte de la socialdemocracia oficial de una buena parte de las posiciones políticas perdidas. La clase dominante pudo reestablecer precariamente su dominación, asestando un duro golpe a las perspectivas de la Internacional Comunista de un triunfo rápido en Europa.
Lenin y Trotsky, conscientes de que la correlación de fuerzas había cambiado y ante las dificultades internas que atravesaba la URSS, reorientaron la política de Internacional Comunista coincidiendo además con un agravamiento de la crisis económica en Europa. La tarea más importante era avanzar en la construcción de los partidos comunistas, ganar posiciones firmes en el movimiento obrero y encabezar a las luchas defensivas de los trabajadores.
Esta reorientación fue duramente criticada por los izquierdistas alemanes y holandeses, partidarios de la política de la “ofensiva”. Caricaturizaron las posiciones de Lenin y Trotsky y las compararon con la de los mencheviques. Trotsky escribió grandes textos sobre la coyuntura de aquel período. Insistió en que un retroceso temporal en el proceso de radicalización de las masas era inevitable tras las derrotas políticas acaecidas en esos años, a lo que se sumaba una crisis económica que podría tener efectos negativos a corto plazo. Trotsky enfatizó la oportunidad de adaptar las consignas y las tácticas de la Tercera Internacional a las condiciones concretas del momento. Era necesario asumir que la derrota revolucionaria había cambiado el panorama.
Sin dejar de fustigar las ideas simplistas y ridículas de los ultraizquierdistas alemanes, completamente desautorizadas tras la derrota de marzo de 1921, Trotsky también subrayó que sería un error perder de vista lo que el período histórico mostraba claramente: una tendencia dominante hacia la revolución. En cualquier caso, había que considerar de forma escrupulosa la situación coyuntural y tomar medidas que ayudaran a fortalecer los jóvenes partidos comunistas entre las masas. Ese era el camino para aprovechar las oportunidades del futuro.
La táctica general del frente único perseguía un objetivo concreto: llegar a la base obrera de las organizaciones socialdemócratas oficiales. En aquel período de ofensiva burguesa, adoptar una política defensiva que uniese al movimiento obrero era imprescindible: “golpear juntos, marchar separados”, combatir al enemigo común mediante acciones acordadas en defensa de reivindicaciones concretas, y mantener la total independencia y agitación a favor del programa comunista.
La propuesta de unidad de acción no sólo se orientaba a la base de las organizaciones socialdemócratas, iban dirigidas públicamente a sus direcciones, lo que permitía a los comunistas realizar una agitación efectiva de sus planteamientos. La burocracia reformista, tanto de los sindicatos como de los partidos socialistas, reaccionó con virulencia ante estos llamamientos, demostrando ante millones de obreros que su demanda de unidad era una cortina de humo demagógica. La socialdemocracia no estaba dispuesta a emprender una lucha consecuente por reformas económicas y democráticas básicas, pues estas sólo podrían ser arrancadas a la burguesía mediante métodos de lucha y acciones de carácter revolucionario.
Durante los meses que transcurrieron hasta el Cuarto Congreso, los progresos de la Internacional Comunista se consolidaron y ampliaron. Para 1922, la Internacional Comunista contaba ya con sesenta secciones nacionales, que agrupaban a una militancia cercana a los tres millones y disponían de setecientos periódicos partidarios. También se registraron serios avances en el mundo colonial, sacudido por un intenso movimiento antiimperialista y por la liberación nacional. En enero de 1922 se celebró en Moscú el Congreso de los Trabajadores de Extremo Oriente, que permitió establecer los primeros vínculos firmes entre la Internacional y clase obrera de China y Japón.
El Cuarto Congreso abrió sus sesiones en Moscú el 30 de noviembre y las clausuró el 5 de diciembre de 1922, reafirmando muchas de las resoluciones políticas discutidas en el anterior. El debate que en ese momento estaba teniendo lugar en el seno del Partido Comunista de la Unión Soviética sobre la Nueva Política Económica (NEP), bajo la fortísima presión de las dificultades económicas surgidas tras la guerra civil y el fracaso de la revolución en Europa, planteó una lección muy valiosa: cómo abordar las retiradas tácticas, incluso después de la conquista del poder.
El aislamiento de la revolución y la devastación económica
La clase obrera rusa pagó un precio muy alto por la derrota de la revolución en Europa, especialmente en Alemania. El Estado soviético quedó aislado en unas condiciones materiales espantosas, que dieron lugar a fenómenos políticos no previstos. El hundimiento de su economía, forzado por años de intervención imperialista, minó progresivamente las bases de la democracia obrera existente en los primeros años de revolución.
El punto de vista marxista sobre la transición al socialismo parte de un presupuesto concreto: gracias a la expropiación de la burguesía y la socialización de los medios de producción bajo el control democrático de la clase obrera, las fuerzas productivas pueden avanzar a una gran velocidad. Y esto es absolutamente necesario, pues sólo con un alto desarrollo de la industria y la agricultura, y con un incremento constante de la productividad del trabajo, se pueden crear las condiciones materiales para una sociedad sin clases. Una vez que la población trabajadora sea liberada de bregar cotidianamente por su supervivencia, podrá emplear sus energías y talento en la administración de la vida social: la política, la economía y la cultura. Sin el control y la participación directa de las masas no puede existir la democracia obrera, el régimen de la dictadura proletaria.
La lucha de clases en el seno de la URSS no tuvo tregua durante aquellos primeros años. Golpeados por la contrarrevolución y sometidos a unas condiciones objetivas extremadamente adversas, los bolcheviques expropiaron y nacionalizaron la inmensa mayoría de las fábricas, establecieron el monopolio del comercio exterior y procedieron a levantar una administración obrera. Pero las insuficiencias económicas eran muy grandes. El intercambio de mercancías entre el campo y la ciudad se redujo drásticamente. Toda la producción fue sometida a un régimen militar y, para poder realizar de forma equitativa la distribución, la población se agrupó en cooperativas subordinadas a las instituciones estatales. Este conjunto de medidas recibieron el nombre de comunismo de guerra.
Estas penosas circunstancias debilitaron a la clase obrera y su peso social se vio muy disminuido. En 1919, el porcentaje de obreros de la construcción se redujo un 66% y el de ferroviarios un 63% respecto a antes de la guerra mundial. La cifra de obreros industriales descendió de los tres millones de 1917 al 1.240.000 de 1920. Lenin describió así la situación:
“El proletariado industrial, debido a la guerra y la pobreza y ruina desesperadas, se ha desclasado, es decir, ha sido desalojado de su rutina de clase, ha dejado de existir como proletariado. El proletariado es la clase que participa en la producción de bienes materiales en la industria capitalista a gran escala. En la medida en que la industria a gran escala ha sido destruida, en la medida que las fábricas están paradas, el proletariado ha desaparecido. A veces aparece en las estadísticas, pero no se ha mantenido unido económicamente”.[23]
En sus escritos sobre la revolución de1917, Lenin definió las condiciones políticas para la edificación de un Estado obrero de transición: 1) Elecciones libres y democráticas a todos los cargos del Estado. 2) Revocabilidad de todos los cargos públicos. 3) Que ningún funcionario reciba un salario superior al de un obrero cualificado. 4) Que todas las tareas de gestión de la sociedad las asuma gradualmente toda la población de manera rotativa. “Reduzcamos el papel de los funcionarios públicos al de simples ejecutores de nuestras directrices —señalaba Lenin— al papel de inspectores y contables, responsables, revocables y modestamente retribuidos (en unión, naturalmente, de los técnicos de todos los géneros, tipos y grados); ésa es nuestra tarea proletaria. Por ahí se puede y se debe empezar cuando se lleve a cabo la revolución proletaria”.[24]
Después de una brutal guerra civil a la que sumar la devastación anterior de la guerra mundial y el embargo criminal que los imperialistas impusieron a la Rusia soviética, las dificultades para la aplicación de este programa eran evidentes. Al terminar la guerra civil (1921), la extracción hullera había caído un 30% por debajo de los niveles de preguerra, la de acero apenas llegaba al 5%, y en su conjunto la producción fabril sólo suponía un tercio. El transporte ferroviario estaba dislocado, empeorando más si cabe la lamentable situación del comercio entre las ciudades y el campo. El promedio de la producción de cereales en 1920-1921 era sólo la mitad de los años inmediatamente anteriores a 1914 y, para empeorar dramáticamente las cosas, una gran sequía se adueñó del sur de Rusia con la consiguiente disminución de las raciones alimenticias. En 1921 la hambruna se extendió por el país dejando a su paso millones de muertos.
Pronto se sucedieron estallidos y manifestaciones de descontento entre sectores del campesinado y la clase obrera. En 1921 se produjo un levantamiento campesino en Támbov; ese mismo año, la guarnición naval de Kronstadt se sublevó contra el poder de los sóviets. Esta amenaza a la revolución era aún más grave que la agresión imperialista.
Las condiciones materiales de una Rusia devastada se revelaron contra la democracia obrera. En muchos casos, las estructuras soviéticas dejaron de funcionar, los sóviets, como órganos del poder obrero, declinaron o fueron sustituidos por los comités del partido. Las tareas de la administración del Estado eran cubiertas, cada vez en mayor proporción, por un número creciente de viejos funcionarios del régimen zarista, mientras los mejores cuadros comunistas servían en el frente como comisarios rojos, o estaban consagrados a la reconstrucción de la economía.
Lenin, observaba con gran preocupación el rumbo de los acontecimientos. En el Cuarto Congreso de la Internacional Comunista advirtió:
“Tomamos posesión de la vieja maquinaria estatal y ésa fue nuestra mala suerte. Tenemos un amplio ejército de empleados gubernamentales. Pero nos faltan las fuerzas para ejercer un control real sobre ellos (...) En la cúspide tenemos no sé cuántos, pero en cualquier caso no menos de unos cuantos miles (...) Por abajo hay cientos de miles de viejos funcionarios que recibimos del zar y de la sociedad burguesa”.
En otros escritos remachó la misma idea:
“Echamos a los viejos burócratas, pero han vuelto (...) llevan una cinta roja en sus ojales sin botones y se arrastran por los rincones calientes. ¿Qué hacemos con ellos? Tenemos que combatir a esta escoria una y otra vez, y si la escoria vuelve arrastrándose, tenemos que limpiarla una y otra vez, perseguirla, mantenerla bajo la supervisión de obreros y campesinos comunistas a los que conozcamos por más de un mes y un día”.[25]
La enorme tensión social, el descontento entre el campesinado y la clase obrera, la escasez general y el estancamiento de la producción, obligaron a los bolcheviques a un repliegue. En 1921se aprobó la Nueva Política Económica (NEP): con el fin de restablecer el intercambio comercial con el campo y aliviar la insoportable presión social y económica que se cernía sobre el Estado obrero, se hicieron concesiones a los sectores de la pequeña burguesía urbana y rural. Más tarde, las concesiones se convertirían en una amenaza contra el sistema soviético.
Reflujo del ‘orgullo plebeyo’
La NEP sólo puede entenderse desde la óptica de las condiciones hostiles que rodeaban la construcción del socialismo en Rusia en una situación de aislamiento internacional. En el X Congreso del PCUS se anunció la sustitución del sistema de requisa forzosa del grano por un impuesto en especie, con lo que los campesinos podían disponer de un excedente para comerciar en el mercado. El objetivo era estimular la economía agrícola. Inicialmente se trataba de una experiencia limitada y supeditada a la economía planificada: el Estado siguió concentrando en sus manos toda la industria pesada, las comunicaciones, la banca, el sistema crediticio, el comercio exterior y una parte preponderante del comercio interior.
Este repliegue obligado traía a colación las palabras del joven Marx: “El desarrollo de las fuerzas productivas es prácticamente la primera condición absolutamente necesaria para el comunismo por esta razón: sin él, se socializaría la indigencia y esta haría resurgir la lucha por lo necesario, rebrotando, consecuentemente, todo el viejo caos”. A pesar de la NEP los problemas continuaron.
En 1923, la divergencia entre los precios industriales y los agrarios aumentó. La productividad del trabajo en la industria era muy baja, lo que implicaba precios altos para los productos manufacturados, a la par que los beneficios obtenidos por los pequeños campesinos eran insuficientes para darles acceso a dichos productos. Al mismo tiempo, los kulaks —campesinos acomodados— fortalecían su posición en el mercado comprando al pequeño productor y acaparando grano, convirtiéndose así en el único interlocutor del Estado en el mundo rural. Esto se reflejaba también en los sóviets locales, donde la influencia de los kulaks era cada vez mayor. Las tendencias proburguesas crecían en el campo y se desarrollaban en paralelo a la especulación en las ciudades.
Paralelamente y ligándose a este proceso de acumulación privada, la burocracia del Estado y del aparto del partido —especialmente sus capas superiores— se valía de su posición para obtener ventajas materiales e independizarse progresivamente del control de la clase obrera. Las dificultades, tanto internas como externas, se convirtieron en la fuerza motriz de su triunfo político.
Tras un período de sacrificios colosales, las grandes esperanzas puestas en el triunfo del proletariado europeo se frustraron. Toda la presión de las derrotas revolucionarias en Europa desembocó en un profundo agotamiento de las fuerzas de los obreros soviéticos, que a su vez abrió una fase de reflujo. Este factor político y la desmovilización de millones de hombres del Ejército Rojo, jugaron un papel crucial en el crecimiento del aparato burocrático. Trotsky analizó la dinámica de este proceso:
“La reacción creció durante el curso de las guerras que siguieron a la revolución y las condiciones exteriores y los acontecimientos la nutrieron sin cesar (...) el país vio que la miseria se instalaba en él por mucho tiempo. Los representantes más notables de la clase obrera habían perecido en la guerra civil o, al elevarse unos grados, se habían separado de las masas. Así sobrevino, después de una tensión prodigiosa de las fuerzas, de las esperanzas, de las ilusiones, un largo periodo de fatiga, de depresión y de desilusión. El reflujo del ‘orgullo plebeyo’ tuvo como consecuencia un aflujo de arribismo y de pusilanimidad. Estas mareas llevaron al poder a una nueva capa de dirigentes.
La desmovilización de un Ejército Rojo de cinco millones de hombres debía desempeñar en la formación de la burocracia un papel considerable. Los comandantes victoriosos tomaron los puestos importantes en los sóviets locales, en la producción, en las escuelas, y a todas partes llevaron obstinadamente el régimen que les había hecho ganar la guerra civil. Las masas fueron eliminadas poco a poco de la participación efectiva del poder.
La reacción en el seno del proletariado hizo nacer grandes esperanzas y gran seguridad en la pequeña burguesía de las ciudades y del campo que, llamada por la NEP a una vida nueva, se hacía cada vez más audaz. La joven burocracia, formada primitivamente con el fin de servir al proletariado, se sintió el árbitro entre las clases, adquirió una autonomía creciente.
La situación internacional obraba poderosamente en el mismo sentido. La burocracia soviética adquiría más seguridad a medida que las derrotas de la clase obrera internacional eran más terribles. Entre estos dos hechos la relación no es solamente cronológica, es causal; y lo es en los dos sentidos: la dirección burocrática del movimiento contribuía a las derrotas; las derrotas afianzaban a la burocracia”[26].
El último combate de lenin
Entre enero de 1922 y marzo de 1923, la salud de Lenin empeoró considerablemente. Cercado por los ataques, el líder bolchevique libró una tenaz batalla contra la gangrena del burocratismo. Sus escritos de este periodo son un testimonio de un cambio radical de actitud respecto a Stalin, al que no tardó en identificar como la personificación del autoritarismo y la ineficacia burocrática que había llamado a combatir. La manera en que este se condujo al frente de la Inspección Obrera y Campesina —organismo que en teoría se había fundado para atajar las desviaciones burocráticas, pero que en la práctica se transformó en centro de reclutamiento de arribistas y ventajistas—, como la forma en que abordó la cuestión nacional en Georgia, haciendo gala del chovinismo gran ruso que Lenin siempre había despreciado y combatido, le convenció de la necesidad de emprender su último combate pero no por ello menos trascendental.[27]
A principios de 1922, Lenin insistió en su campaña antiburocrática reclamando la depuración de las filas del Partido Comunista de “arribistas y ladrones”. Logró que fueran excluidos 100.000, pero Lenin lo consideraba insuficiente:
“…espero que sufran la misma suerte las decenas de miles de miembros que hoy sólo saben organizar reuniones, pero no el trabajo práctico (…) Nuestro peor enemigo interior es el burócrata, y el burócrata es el comunista que ocupa un puesto de tipo soviético responsable (y también irresponsable). Debemos deshacernos de este enemigo…”.[28]
A finales de mayo, Lenin sufrió un ataque que le paralizó parcialmente la pierna y el brazo derechos y le dificultó el habla. Su alejamiento de la conducción práctica del Estado y del Partido coincidió con avances cada día más audaces del aparato burocrático. Stalin, como secretario general, empezó a cortejar a una amplia capa de funcionarios a los que transformó en una masa de subordinados fieles. Y lo hizo tomando medidas para asegurarse su lealtad: en julio de 1922 creó un cuerpo de inspectores encargados de controlar las direcciones provinciales del partido, y logró que 15.500 cuadros superiores obtuvieran ventajas materiales sustanciales, tres veces más salario que un obrero industrial, lotes extras de productos alimenticios difíciles de encontrar en el mercado, vacaciones pagadas...[29]
Stalin, que también ocupaba el cargo de Comisario del Pueblo para las Nacionalidades, presentó en septiembre de 1922 su proyecto de Federación Soviética, en la que se concedía una especie de autonomía imprecisa a las repúblicas “hermanas” de Rusia. El 15 de ese mes el Comité Central del Partido Comunista georgiano se opuso a la fórmula de Stalin, postura que este denunció como “desviacionismo nacional” ante el propio Lenin, que solo fue parcialmente informado de la discusión.
Cuando el 25 de septiembre Lenin estuvo en condiciones de leer los materiales elaborados por Stalin, no dudó en corregirlos a fondo y convocar a numerosos dirigentes bolcheviques para tratar el asunto. A finales de ese mismo mes Lenin escribió una carta al Buró Político en la que proponía que las distintas repúblicas formaran parte de la Unión Soviética en pie de igualdad con Rusia. Inmediatamente se reunió con los dirigentes comunistas georgianos para asegurarles su apoyo contra las pretensiones de Stalin. El 6 de octubre, el Comité Central aprobó el proyecto modificado por Lenin que daría lugar al nacimiento de la URSS el 30 de diciembre de 1922. Al calor de esta intensa discusión, Lenin escribiría a Kámenev: “Declaro una guerra no para siempre, sino a muerte al chovinismo ruso…”.
Las relaciones entre Lenin y Stalin sufrieron un deterioro abrupto. Consciente de la amenaza que representaba el poder que Stalin había concentrado, recurrió a contactos cada día más asiduos con Trotsky y le propone abiertamente iniciar una lucha común contra el avance del burocratismo. En una de sus últimas apariciones con motivo del discurso que dirige al Cuarto Congreso de la Internacional Comunista, Lenin denuncia con ironía la resolución sobre la estructura y los métodos de organización de los Partidos Comunistas, obra de Zinóviev, y lanza una carga de profundidad contra los burócratas del partido ruso: “Es un texto excelente, pero fundamentalmente ruso (…) casi ningún comunista extranjero puede leerlo (…) con esta resolución cometemos una grave falta, cortándonos el camino para nuevos progresos…”.
En respuesta a la osadía de los comunistas georgianos y el apoyo que Lenin les presta, Stalin decide organizar su propia venganza política. Envía a su “procónsul” Ordzhonikidze para meter en vereda a los dirigentes del partido en Georgia, pero el delegado se excede en su violencia y golpea a unos de sus interlocutores. El incidente y la manera brutal, “gran rusa”, en la que se conduce el lugarteniente de Stalin, provocó la dimisión en bloque del Comité Central del partido georgiano el 22 de noviembre.
Lenin todavía tardaría en conocer los detalles de este hecho, mientras otro debate concitaba toda su atención: Bujarin se había pronunciado a favor de atenuar el monopolio del comercio exterior y fue secundado por otros miembros del Buró Político, entre ellos Stalin. Lenin se opuso tajantemente a esta concesión —todo un obús a la línea de flotación de la economía planificada— y propone a Trotsky un bloque para defender intransigentemente el monopolio ante el Comité Central del Partido.
En esas semanas, Lenin aumenta su correspondencia con Trotsky alarmado por los acontecimientos. Stalin, conocedor de lo que está sucediendo, da rienda suelta a su estilo y emplaza en términos groseros y autoritarios a Krúpskaya, acusándola de no respetar las prescripciones médicas que deben mantener a Lenin aislado de toda actividad. A finales de diciembre de 1922, Lenin sufrió nuevos ataques y, aunque su capacidad de trabajo quedó muy mermada, fue capaz de reunir las fuerzas para dictar a sus secretarias una serie de cartas dirigidas al XIII Congreso del Partido, y que se suceden interrumpidamente hasta el 7 de febrero de 1923.
Esta correspondencia ha pasado a la historia como el Testamento de Lenin. En ella señala premonitoriamente:
“El camarada Stalin, al convertirse en secretario general, ha concentrado en sus manos un poder ilimitado y no estoy convencido de que sabrá siempre utilizarlo con suficiente circunspección”. En la carta que dicta el 26 de diciembre vuelve a reflexionar sobre el tipo de Estado que hay en la URSS, calificándolo como “una herencia del antiguo régimen” y seis días más tarde vuelve sobre el mismo asunto: “Llamamos ‘nuestro’ a un aparato que en realidad nos es completamente ajeno, un amasijo burgués y zarista que era absolutamente imposible transformar en cinco años estando privados de la ayuda de los otros países y cuando nuestras preocupaciones fundamentales eran la guerra y la lucha contra el hambre”.[30]
En las cartas del 29 y 31 de diciembre, Lenin amplía su ataque a Stalin al que señala de encarnar el chovinismo gran ruso y de negarse “a admitir la necesidad de que ‘la nación opresora’ reconozca el derecho de la ‘nación oprimida’ a la autodeterminación”, y condena “al georgiano que acusa con desdén a otros de ‘socialnacionalismo’, cuando él mismo es no sólo un verdadero y genuino ‘nacionalsocialista’ sino un grosero polizonte gran ruso”.
El 4 de enero de 1923 continúa su denuncia al considerar que Stalin es “demasiado rudo, y este defecto aunque del todo tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, comunistas, se hace intolerable en las funciones de secretario general”, motivo por el cual propone a los delegados que “piensen la manera de relevar a Stalin de ese cargo y designar en su lugar a otra persona que en todos los aspectos tenga sobre el camarada Stalin una sola ventaja, a saber: la de ser más tolerante, más leal, más educado y más considerado con los camaradas, que tenga un humor menos caprichoso”[31].
A principios de marzo de 1923 se suceden dos hechos de gran relevancia. Por un lado, sometió a Trotsky una propuesta para defender en el inminente congreso del partido una posición común respecto a la cuestión nacional y escribe una breve carta a los camaradas georgianos que es toda una declaración de principios:
“Sigo la causa de ustedes con todo mi ánimo. Estoy impresionado por la grosería de Ordzhonikizde y la connivencia de Stalin y Dzerzhinski. Preparo notas y un discurso a favor de ustedes.”
Por otro, llegó a su conocimiento la insultante llamada telefónica de Stalin a Krúpskaya del 22 de diciembre anterior. Su respuesta no se hizo esperar:
“Al camarada Stalin. Copias para Kámenev y Zinóviev.
Estimado camarada Stalin:
Ud. se permitió la insolencia de llamar a mi esposa por teléfono para reprenderla duramente. A pesar del hecho de que ella prometió olvidarse de lo dicho, tanto Zinóviev como Kámenev supieron del incidente, porque ella los informó al respecto. No tengo intención alguna de olvidarme fácilmente de lo que se hace en contra de mí, y no necesito insistir aquí de que considero que lo que se hace en contra de mi esposa se hace contra mí también. Le pido entonces que medite con cuidado acerca de la conveniencia de retirar sus palabras y dar las debidas explicaciones, a menos que prefiera que se corten nuestras relaciones completamente.
Le saluda, Lenin. 5 de marzo de 1923.”
Toda esta correspondencia quedaría oculta al Partido hasta que Nikita Khrushchev la revelara parcialmente en el XX Congreso del PCUS en 1956[32].
Pero Lenin volvió a enfermar el 6 de marzo y cuatro días más tarde sufrió una apoplejía casi total que lo redujo al silencio. Tras diez meses de completa postración, murio el 24 de enero de 1924.
La desaparición de Lenin alumbró un significativo movimiento de “canonización” desde el aparato dirigente, muy útil como preparación del posterior culto a la personalidad en la figura omnipresente de Stalin. Cuando Zinóviev propone rebautizar a Petrogrado como Leningrado, o se acuerda el embalsamamiento del cadáver a pesar de la oposición de Krúpskaya, la burocracia emprendía un camino de ruptura con todo lo que Lenin representó en vida. Muchos protestaron contra semejantes acciones, considerando lo que siempre fue la trayectoria humilde, austera y humana del dirigente de Octubre. El poeta Vladímir Maiakovski denunció certeramente la nueva liturgia burocrática:
“Estamos de acuerdo con los ferroviarios de Riazán que han propuesto al decorador que realice la sala Lenin de su club sin busto ni retrato, diciendo ‘¡No queremos iconos!’. No hagáis de Lenin una estampita.
No imprimáis su retrato en los carteles, los hules, los posavasos, los vasos, los cortapuros.
No le moldeéis en bronce. Estudiad a Lenin, no le canonicéis.
No creéis un culto en torno al nombre de un hombre que toda su vida luchó contra los cultos de toda especie.
No comerciéis con los objetos de culto. Lenin no está en venta”[33].
Notas.
[1] “Sobre los frentes”, en Cómo se armó la revolución, Selección de Escritos militares de León Trotsky, Edit CEIP, Buenos Aires 2006, p. 249.
[2] “El Ejército Rojo”, Ibíd, p. 128.
[3] Isaac Deustcher, El profeta armado, Editorial ERA, México 1976, p. 381.
[4] El Juramento del soldado del Ejército Rojo fue aprobado por el Comité Ejecutivo panruso de los Sóviets de diputados obreros, soldados y campesinos, el 22 de abril de 1918.
[5] León Trotsky, Mi vida, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid 2010, p. 364
[6] Ibid, p. 372
[7] Isaac Deustcher, El profeta armado, Editorial ERA, México 1976, p. 403.
[8] Mi vida, p. 386
[9] Ibid, pp. 388-389
[10] Ibid, p 391
[11] Lenin, Discurso en la Conferencia ampliada de obreros y soldados del Ejército Rojo en el barrio Rogozhski-Simonovski, 13 de mayo de 1920
[12] Isaac Deustcher, El profeta armado, Editorial ERA, México 1976, p. 440.
[13] Isaac Bábel, Caballería Roja. Uno de los grandes prosistas de la revolución, Bábel fue ejecutado por orden de Stalin el 17 de enero de 1940 de un tito en la nuca. Condenado por trotskista y “espía francés”, contaba cuarenta y cinco años cuando lo asesinaron
[14] Mi vida, p.404
[15] Freikorps (Cuerpos Francos) grupos militares integrados por oficiales, soldados y voluntarios monárquicos y de extrema derecha, sobre los que posteriormente se levantarían las fuerzas de choque del partido nazi
[16] Ver Bajo la bandera de la rebelión. Rosa Luxemburgo y la revolución alemana. Juan Ignacio Ramos, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS Madrid 2014.
[17] Conferencia de Zimmerwald: La I Conferencia Socialista Internacional se celebró del 5 al 8 de septiembre de 1915 en Zimmerwald (Suiza). En ella se enfrentaron los internacionalistas revolucionarios, encabezados por Lenin, y la tendencia impregnada por el espíritu conciliador y pacifista de Kautsky, que había roto en Alemania con la mayoría parlamentaria del SPD. Lenin y otros internacionalistas revolucionarios formaron la llamada izquierda zimmerwaldiana, defendiendo el derrotismo revolucionario. Trotsky, que en ese momento todavía no se alineaba orgánicamente con los bolcheviques, redactó el manifiesto de la Conferencia, en el que se calificaba de imperialista a la guerra mundial, se condenaba la conducta de los “socialistas” que habían votado a favor de los créditos de guerra y entrado en gobiernos burgueses, y se hacía un llamamiento al movimiento obrero europeo para luchar contra la guerra y por una paz sin anexiones ni compensaciones.
Conferencia de Kienthal: La II Conferencia Socialista Internacional se celebró en otra localidad suiza, Kienthal, del 24 al 30 de abril de 1916. En ella, el ala izquierda actuó más unida y tuvo más fuerza que en Zimmerwald. Gracias a los esfuerzos de Lenin se aprobó una resolución que criticaba el socialpacifismo y el oportunismo de los dirigentes de la Segunda Internacional. El manifiesto y las resoluciones aprobadas en Kienthal fueron un nuevo paso en el desarrollo del movimiento internacional contra la guerra. Zimmerwald y Kienthal contribuyeron a agrupar a los marxistas de la socialdemocracia internacional y establecieron un terreno de colaboración que cristalizó definitivamente con la creación de la Internacional Comunista en 1919.
[18] Lenin, La Tercera Internacional y su lugar en la historia, “En defensa de la revolución de octubre”, VVAA, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid 2007.
[19] Término que se aplica a las organizaciones o personas que están en una posición intermedia (“centro”) entre el reformismo y el marxismo, ya sea porque estén evolucionando desde el primero hacia el segundo o viceversa.
[20] La Internacional Comunista, Tesis manifiestos y resoluciones de los cuatro primeros congresos (1919-1922), FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid 2009 p. 39
[21] Citado en Los cinco primeros años de la Internacional Comunista, Editorial Pluma, Buenos Aires, 1974.
[22] V. I. Lenin, La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo. FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS. Madrid 2015, pp 72-73
[23] Citado en Ted Grant, Rusia. De la revolución a la contrarrevolución, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid, 1997, p. 84.
[24] Ibíd., p. 104.
[25] Ibíd., pp. 109-110.
[26] León Trotsky, La revolución traicionada, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid 2015, p. 90.
[27] Una selección completa de estos textos fue compilada en La última lucha de Lenin. Discursos y escritos, Pathfinder Press, New York, 1997.
[28] Jean-Jacques Marie, Lenin, Ediciones POSI, Madrid, 2008, p. 345.
[29] Ibíd., p. 353.
[30] .Ibíd., p. 371.
[31] .La última lucha de Lenin. Discursos y escritos, p.210.
[32] Se puede consultar el informe completo en undefined
[33] .Jean-Jacques Marie, op. cit., p. 392.