Este texto clásico de Lenin, escrito en la primavera de 1916, ofrece una panorámica del desarrollo de la economía mundial y de las relaciones internacionales entre las principales potencias capitalistas de la época desde el último cuarto del siglo XIX hasta el estallido de la guerra mundial en 1914. Su objetivo es arrojar luz sobre la esencia del imperialismo, comprender su base económica y armar ideológicamente a la vanguardia obrera para hacer frente al chovinismo alimentado por las diferentes burguesías nacionales y, en su decadencia política, por los propios dirigentes socialdemócratas de la Segunda Internacional.
Monopolios y capital financiero
Al analizar los nuevos fenómenos de la economía capitalista en el umbral del siglo XX, Lenin señala que el más importante es la sustitución de la competencia por el monopolio. En la concepción idealizada de los economistas burgueses sobre su propio sistema, la “libre competencia” era una “ley natural” e inmutable. Sin embargo, precisamente gracias al acelerado desarrollo de las fuerzas productivas que implica la competencia, se da una enorme concentración de la producción (las pequeñas empresas son engullidas por las grandes, las inversiones para mantenerse en el mercado son cada vez mayores, etc.) que inevitablemente conduce al monopolio. Cuando una rama productiva está controlada por un número suficientemente reducido de empresas, estas están en condiciones de acordar (e imponer al resto) la cantidad de producción, los precios, el reparto de mercados, etcétera: “No estamos ya ante una lucha competitiva entre grandes y pequeñas empresas, (...) sino ante el estrangulamiento por los monopolistas de todos aquellos que no se someten al monopolio”.
Otra característica básica de la fase imperialista es el papel hegemónico del sector financiero. Los bancos pasan de ejercer un papel de meros intermediarios en los pagos a convertirse, a través de un proceso de concentración bancaria, en monopolios “que tienen a su disposición casi todo el capital monetario de todos los capitalistas, así como la mayor parte de los medios de producción y de las fuentes de materias primas de uno o de muchos países”. Así pueden conocer, controlar y decidir (con su política de préstamos, entre otros mecanismos) “las operaciones comerciales e industriales de toda la sociedad”. Se produce así un proceso de fusión entre la banca y la industria en el que la primera juega un papel dominante, dando origen al capital financiero y a la formación de una oligarquía financiera que surge de “un vínculo personal entre los bancos y las mayores empresas industriales y comerciales”. Como explica Lenin, citando a un economista burgués de la época, “el ‘vínculo personal’ entre la banca y la industria se completa con el ‘vínculo personal’ de ambas con el gobierno. Los puestos en los consejos de administración son confiados voluntariamente a personalidades de renombre así como a antiguos funcionarios del Estado, los cuales pueden facilitar en grado considerable las relaciones con las autoridades”. La descripción no puede ser más actual.
El reparto del mundo entre las potencias
Debido a la acumulación de capital en proporciones gigantescas, en los países más desarrollados se genera un enorme excedente de capital. Para convertir este excedente en beneficios, la exportación de capitales es decisiva: “la necesidad de exportar capital responde al hecho de que, en unos pocos países, el capitalismo está ya ‘demasiado maduro’ y el capital (...) no puede encontrar campo para la inversión ‘rentable”. Aunque el intercambio de mercancías no desaparece, “lo que caracterizaba al viejo capitalismo, cuando la libre competencia dominaba por completo, era la exportación de mercancías. Lo que caracteriza al capitalismo moderno, donde impera el monopolio, es la exportación de capital”.
Estas son las bases económicas que llevan a una lucha despiadada por el reparto del mundo entre las diferentes potencias. Aunque a principios del siglo XX no existían nuevos territorios susceptibles de ser colonizados, Lenin señalaba que, precisamente por ello, la disputa entre los países imperialistas se agudizaba ya que “en el futuro solamente caben nuevos repartos, es decir, el cambio de ‘propietario’ de un territorio, y no el paso de un territorio sin dueño a un ‘propietario”. Así, las guerras, la carrera armamentística, la opresión nacional y la justificación política del militarismo mediante el nacionalismo burgués son rasgos esenciales del capitalismo monopolista, y no características optativas del sistema.
Una parte del libro está dedicada a combatir a Kautsky y su teoría del ultraimperialismo, una nueva fase en la que se alcanzaría la fusión de todos los monopolios e imperialismos en uno solo y en la que, por tanto, las guerras serían innecesarias y se lograría estabilizar el sistema. La necesidad de la revolución socialista desaparece así de un plumazo. Lenin rebate frontalmente este planteamiento, calificándolo como una ruptura total con la teoría y la práctica marxistas. Explica que los monopolios no suprimen la competencia de forma absoluta, sino que “existen por encima y al lado de ella, engendrando así contradicciones, fricciones y conflictos agudos e intensos”. Precisamente en una economía mundial dominada por los monopolios y el capital financiero, respaldados por sus respectivos estados nacionales, la competencia se vuelve mucho más destructiva, siendo incluso una amenaza para la humanidad, como demostraron las dos guerras mundiales, las interminables guerras locales y regionales que no dejan de producirse desde entonces.
Una fase de decadencia y de transición
El imperialismo es una fase peculiar, decadente, del capitalismo. Y en esa fase de capitalismo parasitario o en descomposición, como la califica Lenin, la obtención de beneficios mediante la especulación adquiere un peso preponderante. Como si el libro estuviese escrito hoy, Lenin señala que “el grueso de los beneficios va a parar a los ‘genios’ de las intrigas financieras”, que el mundo se divide entre unas cuantas potencias prestamistas y una mayoría de países deudores, que, lejos de impulsar el desarrollo de los países más atrasados, la enorme acumulación de capital de los países imperialistas es usada para perpetuar la pobreza de las masas y afianzar las relaciones de dependencia, condiciones necesarias para la existencia del capitalismo; y, finalmente, que la desintegración social se hace presente en el propio corazón del sistema.
El dominio de esta oligarquía parasitaria sobre la economía mundial (una realidad mucho más abrumadora hoy que hace un siglo), lejos de introducir más estabilidad, acentúa su caos. Lenin señala que, en la etapa imperialista, la contradicción fundamental del sistema —la existente entre el carácter social de la producción y la apropiación individual de los beneficios— se exacerba aún más. La crisis actual, la más importante desde los años 30 y que todavía no ha tocado fondo, es un exponente de cómo los intereses particulares de una minoría insultantemente rica pueden arrastrar a la mayoría de la sociedad, y a las propias fuerzas productivas, a una situación catastrófica. Lenin, recordando las ideas fundamentales de Marx y Engels, plantea que la propiedad privada “constituye una envoltura que no responde ya al contenido”, es decir, al desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas.
Otro rasgo fundamental del imperialismo es que es una etapa de transición “a cierto orden social nuevo” entre “la completa libre competencia”, característica del capitalismo en su fase inicial, y “la completa socialización”, es decir, a un sistema socialista. La auténtica superación de esta etapa no es una vuelta atrás en la historia o un capitalismo de rostro humano, como defendía la política pequeñoburguesa y oportunista de la época, sino la expropiación de los medios de producción para planificarlos con el objetivo de satisfacer las necesidades de la inmensa mayoría de la sociedad. Lógicamente, esta transición no es automática, sino que requiere la organización consciente y la acción revolucionaria de las masas para poner fin al dominio de la sociedad por los capitalistas.