A finales de los años 80 la revolución sandinista mostraba síntomas de agotamiento cada vez más preocupantes. Las contradicciones en la economía erosionaban la base social de la revolución e introducían un peligroso ingrediente de escepticismo en la moral de las masas. El estrepitoso fracaso de la economía mixta se concretaba en una tasa de inflación estratosférica. Pero lo más grave de todo era que el intento de las bases obreras y campesinas del sandinismo por enderezar el rumbo parecía derrotado.
Los comandantes en su laberinto
Pese a todo, el movimiento internacional de solidaridad con Nicaragua seguía siendo enorme. Aunque la situación de la revolución sandinista era mucho más difícil que en cualquier otro momento de su historia, su única esperanza seguía siendo la misma de siempre: llevar la revolución hasta el final, estatizar y planificar la economía bajo control de los trabajadores para buscar soluciones a los problemas más acuciantes de su base social. Completar la reforma agraria, corregir las graves desviaciones y errores cometidos, luchar seriamente contra la burocracia que se había enquistado en el aparato estatal, impulsar los Consejos de Trabajadores, soldados y campesinos... Al mismo tiempo, e inseparable de ello, era necesario apoyarse en esa inmensa simpatía y solidaridad que seguía existiendo en todo el mundo hacia la Nicaragua sandinista para llamar a los trabajadores y jóvenes de otros lugares a redoblar los esfuerzos por defender la revolución nicaragüense y luchar contra el capitalismo en sus propios países.
En el fondo, el que un país tan pequeño como Nicaragua ocupase un lugar tan grande en la mente y el corazón de millones de activistas, reflejaba el certero instinto de clase del proletariado mundial y la búsqueda de un camino revolucionario. Derrotadas las situaciones revolucionarias y prerrevolucionarias de los años 70 en distintos países de Europa, Asia y América Latina a causa de las políticas de los reformistas y estalinistas, hasta cierto punto, el espíritu de la revolución mundial parecía haberse atrincherado en la pequeña Nicaragua.
La culminación de la revolución sandinista, el establecimiento de una genuina democracia obrera en Nicaragua que empezase a solucionar los problemas de las masas habría podido insuflar un segundo aire al conjunto del movimiento obrero y a los activistas de izquierda en todo el mundo. Un régimen basado en una economía estatizada pero planificada de forma democrática y no burocráticamente, en el que el poder no estuviese en manos de funcionarios corruptos y degenerados sino de consejos de trabajadores, campesinos y soldados; habría podido no solo contagiar su impulso revolucionario a otros países centroamericanos y latinoamericanos sino aparecer también como una referencia alternativa al capitalismo para las masas de los países del este de Europa. Estas, hastiadas de décadas de totalitarismo estalinista, buscaban un camino para emanciparse de la represión burocrática. En cualquier caso, completar la revolución en Nicaragua seguía siendo la única posibilidad de poder prolongar la vida del proceso revolucionario sandinista, esperar el triunfo de la revolución en algún país más poderoso y esquivar una derrota que llamaba a la puerta.
Pero para llevar a cabo un giro a la izquierda de esas características era imprescindible que la dirección sandinista hiciese un balance muy crítico del desarrollo de la revolución, abandonase las ideas fracasadas de la búsqueda de una burguesía progresista y de la economía mixta y se basase en las ideas de Marx, Engels, Lenin y Trotsky para reimpulsar la revolución. La tragedia histórica era que estas ideas, para la inmensa mayoría de activistas y dirigentes revolucionarios (incluidos la mayor parte de los cuadros dirigentes del FSLN) estaban sepultadas bajo toneladas de calumnias y difamaciones que durante décadas había vertido el estalinismo.
La URSS cierra el grifo
La retirada de la Unión Nacional Opositora (UNO) en las elecciones de noviembre de 1984 y la victoria abrumadora del FSLN, además de la alegría que había causado en las bases revolucionarias en Nicaragua y en todo el mundo, habían tenido el efecto de agudizar la ofensiva imperialista a todos los niveles: militar, propagandístico y económico. Las movilizaciones campesinas masivas de 1985 exigiendo nuevamente tierras habían demostrado que, aunque golpeada en su moral por la crisis económica, por la sangría de la guerra y, sobre todo, por la creciente burocratización de la revolución, la base sandinista seguía defendiendo el terreno conquistado y luchando por tomar nuevas posiciones. Sin embargo, estas movilizaciones no lograron finalmente sus objetivos y no tuvieron continuidad. Tampoco encontraron una expresión política organizada dentro del FSLN.
La firma de los acuerdos de paz con la Contra el 7 de agosto de 1987 en Guatemala (conocidos como Esquipulas II), lejos de actuar como un revulsivo y desencadenar un nuevo viraje a la izquierda de la dirigencia del FSLN —como esperaban muchos activistas— marcará el inicio de un giro a la derecha que tendrá efectos catastróficos para la revolución. En un clima que ya anunciaba la liquidación de la economía planificada en la URSS, los burócratas soviéticos, cada vez más reacios a cualquier cosa que oliese a revolución y en busca de un acuerdo a cualquier precio con Estados Unidos, empiezan a amenazar con cerrar el grifo de la ayuda y presionan al Gobierno sandinista para que acepte definitivamente el marco del capitalismo como única posibilidad y aplique un plan de ajuste económico que reduzca el gasto social.
“En 1987, antes de que se presentara Kasimirov con su mensaje de desahucio, un experto del Gosplan, el Ministerio de Planificación soviético, vino a Managua a la cabeza de un equipo de economistas para preparar un documento de recomendaciones que pudiera ayudarnos a enfrentar el descalabro. Muy a la imagen del burócrata prudente y callado de los cuentos de Chéjov no quiso soltar prenda mientras su trabajo no concluyera. Y en su reunión de resumen con todo el Consejo de Planificación presidido por Daniel, estableció dos cosas nada más: primero, que era necesario liberalizar la economía y controlar el gasto, siendo estrictos en el cálculo económico; y segundo, que los comandantes debían abandonar de inmediato tareas de Gobierno y dejarlas en manos de técnicos competentes” (Sergio Ramírez, Op. cit.).
Finalmente, en 1989 la burocracia rusa cierra totalmente el grifo. Ello obliga a los dirigentes sandinistas a buscar créditos y ayudas en los países capitalistas europeos, y apoyo político y “consejos” en la socialdemocracia de la Internacional Socialista. Entre las condiciones impuestas por los “amigos” europeos está la negociación de la descomunal deuda externa y la elaboración de un nuevo plan de ajuste que frene el meteórico crecimiento de la inflación. El resultado será recortar nuevamente salarios y gastos sociales e incrementar aún más el descontento popular. Aumenta el desempleo, y la inflación, aunque algo menor, sigue golpeando duramente el bolsillo de la población.
Preparando la contrarrevolución
Uno de los acuerdos de Esquipulas II era organizar nuevas elecciones. Tras sucesivos tiras y aflojas en las negociaciones, la mediación del Grupo de Contadora, la OEA y del expresidente estadounidense Jimmy Carter, las elecciones presidenciales y legislativas son convocadas para el 25 de febrero de 1990. La burguesía, mientras intensificaba el sabotaje económico y mantenía, pese a la firma de los acuerdos de paz, una guerra de baja intensidad (atentados puntuales, actos de sabotaje para desorganizar la economía...) preparaba a conciencia la contienda electoral.
El imperialismo presiona para que se forme una alianza amplia que acaba agrupando a 14 partidos. Se recupera el nombre de Unión Nacional Opositora utilizado ya en las elecciones de 1984. Este nombre buscaba identificar la oposición al sandinismo con la lucha contra Somoza. UNO se había llamado la primera gran alianza opositora creada para competir contra el candidato títere de Somoza en las elecciones de 1967. La UNO agrupará desde sectores de extrema derecha hasta algunos de los grupúsculos sectarios que llevaban años oscilando entre el oportunismo y el ultraizquierdismo, como los estalinistas del PC de N y del PSN.
Estos, con la incoherencia que les caracteriza, tras dividir el movimiento sindical y separarse de las bases revolucionarias, acusando histéricamente a Daniel Ortega y demás comandantes sandinistas de “burgueses”, decidían ahora aliarse con los verdaderos burgueses. Para la burguesía, aunque estos grupos eran minoritarios, su apoyo resultaba muy útil para disimular el carácter contrarrevolucionario de la UNO y presentar a la misma como un gran frente por la paz y la reconciliación nacional, con sectores “de izquierda y derecha” cansados del “enfrentamiento” y la crispación, y unidos contra el “autoritarismo sandinista”.
Las promesas de ‘Doña Violeta’
La lucha para ver quién encabezará la coalición opositora es dura pero, finalmente, el imperialismo obliga a los distintos dirigentes contrarrevolucionarios a aceptar la opción que consideran que tiene más posibilidades de arañar votos de sectores sandinistas desmoralizados. La candidata será Violeta Barrios de Chamorro, exmiembro de la primera Junta de Gobierno tras la victoria revolucionaria y viuda del histórico dirigente de UDEL asesinado por Somoza.
Chamorro aparece como la cara amable de la contrarrevolución. Su imagen de abuela (tenía, entonces, 60 años), sus problemas de salud y su pasado de opositora a la dictadura somocista son utilizados hasta la saciedad para reforzar su imagen maternal y presentarla como la esperanza de que por fin llegue la paz y haya un diálogo que acabe con los padecimientos de la población.
“Doña Violeta” promete todo a todos: mantener las políticas sociales del FSLN y al mismo tiempo reducir el endeudamiento público; acabar con la guerra y las tensiones con EEUU sin doblegarse ante ninguna potencia extranjera; ayuda económica por parte del Gobierno estadounidense para reconstruir el país y al mismo tiempo mantener la soberanía e independencia nacional; empleo, tierra, justicia social... La promesa electoral que repite más machaconamente es, sin embargo, el compromiso de eliminar el servicio militar obligatorio que, por causa del conflicto bélico, movilizaba hacia los frentes de guerra cada año a decenas de miles de jóvenes obreros y campesinos. Esta propuesta es la que le da más popularidad.
Paralelamente, la reacción agita el fantasma de que una victoria del FSLN significará el recrudecimiento de la guerra. El Gobierno estadounidense, con George Bush padre al frente, organiza constantes provocaciones para mantener caliente el frente diplomático y ayudar a esta línea de agitación. Por si fuera poco, dos meses antes de las elecciones, en diciembre de 1989, tiene lugar la invasión de Panamá por parte de los Estados Unidos lo que provoca un incremento de la tensión en toda la región y particularmente entre Washington y Managua. Los tanques del Ejército Sandinista rodean varios días la embajada yanqui y la oposición intenta desatar la histeria hablando de una posible guerra abierta con EEUU.
El acto de fin de campaña sandinista, celebrado en Managua el 21 de febrero de 1990, aniversario del asesinato de Sandino, muestra que entre la vanguardia y amplios sectores de las masas sigue existiendo una firme voluntad de defender la revolución. Medio millón de personas, la mayor multitud congregada nunca a lo largo del proceso revolucionario, despiden tras el mitin final al tándem Ortega-Ramírez al grito de “No Pasarán”, y se van a sus casas esperando una nueva victoria revolucionaria.
Pero una cosa es lo que ocurre entre los sectores más avanzados y conscientes de las masas y otra lo que siente el resto. Tras diez años de revolución, el eslogan sandinista “Todo será mejor”, sin un programa y sobre todo sin medidas concretas que demuestren que esta vez ese deseo no se quedará en palabras, no logrará romper la coraza de desencanto creada por el estancamiento de la revolución. Algunos no votarán, muchos —para sorpresa de los dirigentes sandinistas— lo harán por Chamorro. Las revoluciones tienen fecha de caducidad. No es posible mantener a las masas continuamente en ebullición, y menos cuando sufren todo tipo de penalidades en su vida cotidiana y a la lucha diaria por sobrevivir se une el hartazgo de la guerra y las contradicciones internas de la revolución.
De la derrota a la ‘piñata’
El 25 de febrero de 1990, con un 86% de participación, la UNO logra el 54% de los sufragios contra un 40% del FSLN. Los resultados caen como un mazazo sobre los activistas sandinistas más avanzados. Luchadores revolucionarios que durante años habían arriesgado sus vidas en la lucha contra Somoza y la Contra lloran como niños. Decenas de miles de militantes sandinistas se concentran ante el Palacio de Gobierno pidiendo a Daniel Ortega que no entregue el poder.
La consigna de los dirigentes sandinistas para consolar y apaciguar a las bases es “gobernaremos desde abajo”, pero no logra evitar que la zozobra y el pánico se apoderen del aparato partidario y estatal. Las tensiones internas que se habían ido acumulando durante diez largos años, y que permanecían enterradas por la obligación de mantener a toda costa la apariencia de unidad, estallan de manera repentina. Un problema importante será el de la presión que ejercen miles de cuadros tanto del aparato burocrático del Estado como de la estructura del partido ahora que el FSLN ha perdido el poder. Esta presión resulta determinante para que se desarrolle lo que acabaría siendo mundialmente conocido como la “piñata” sandinista.
En los tres meses que van desde la derrota electoral hasta la proclamación de Violeta Chamorro como nueva presidenta, el Gobierno saliente transfiere muchos de los palacios somocistas expropiados durante la revolución que utilizaba como locales del Frente Sandinista o como vivienda de distintos comandantes y funcionarios del Estado, así como otras propiedades, a manos de jefes y organizaciones sandinistas.
Según explica en su libro Sergio Ramírez, Daniel Ortega intentó oponerse a esta operación. Sin embargo, presionado por el aparato del partido y por sectores de la burocracia estatal (esos miles de funcionarios que ahora veían peligrar su posición social y corrían el riesgo de quedarse en la calle sin nada), finalmente, cedió para evitar una división abierta y también preocupado por el futuro del propio FSLN, una organización que de ser una guerrilla clandestina había pasado a ser partido de gobierno y ahora debía volver a la oposición sin locales, propiedades, y demás. En cualquier caso, la piñata representó una grave actuación por parte de la dirección sandinista que los adversarios del FSLN utilizarán durante años para atacar y desprestigiar a este ante las masas.
‘Contrarrevolución por vías democráticas’
Chamorro llevará a cabo una auténtica contrarrevolución por vías democráticas. Inmediatamente, los sectores burgueses expropiados por la revolución exigen la recuperación de sus propiedades. El lobby de exiliados nicaragüenses en Miami, conectado con los “gusanos” cubanos y con los sectores más a la derecha del Partido Republicano, va incluso más lejos y pide la expulsión inmediata de los sandinistas de las instituciones y organismos públicos. En plena euforia anticomunista tras la caída del Muro de Berlín y el inicio de la ofensiva ideológica mundial contra las ideas del socialismo, se alzarán voces en el seno de la UNO y del imperialismo estadounidense pidiendo incluso la ilegalización del FSLN.
Sin embargo, los sectores contrarrevolucionarios más lúcidos comprenden que ese camino puede provocar una reacción incontrolable de las masas, ya que el FSLN con un 40% de apoyo electoral y 500.000 personas en la calle movilizadas cuatro días antes de la jornada electoral goza de un importante apoyo a pesar de todo. Este sector más inteligente de la contrarrevolución planteará la necesidad de buscar algún tipo de acuerdo o pacto de transición con la dirigencia sandinista.
En el interior del propio Gobierno estallan divisiones en torno a la táctica a seguir en relación al FSLN, las primeras medidas socioeconómicas a aplicar y el ritmo y formas concretas que debe adquirir la contrarrevolución en marcha. Chamorro y su yerno, el ministro de la Presidencia, Antonio Lacayo (destacado empresario y hombre fuerte del Gobierno), se hacen con el control del Gabinete y, paulatinamente, marginan de la toma de decisiones al vicepresidente, Virgilio Godoy, y a los sectores más derechistas. Esto provocará numerosas tensiones en el Gobierno y acabará llevando a la ruptura de la UNO.
Aparte de las rivalidades personales, las divisiones en el seno de la burguesía reflejan las diferencias estratégicas existentes. Chamorro y Lacayo apuestan por abrir una negociación con los dirigentes sandinistas y llevar adelante una contrarrevolución fría. Para esta estrategia contarán con el apoyo de sectores decisivos del imperialismo y de las burguesías latinoamericanas, que no las tienen todas consigo y temen que un enfrentamiento a vida o muerte con los sandinistas pueda provocar una respuesta revolucionaria por parte de las masas. Y no solo en Nicaragua.
La primera medida que Lacayo y estos sectores del imperialismo imponen es la continuidad de Humberto Ortega, uno de los comandantes más poderosos del FSLN y general en Jefe del Ejército Popular Sandinista. Humberto Ortega y la oficialidad del ejército sandinista serán decisivos para que los planes contrarrevolucionarios de Lacayo y Chamorro puedan llevarse a cabo sin provocar un estallido social revolucionario. “La transición se hizo platicando”, explicará en una entrevista Violeta Chamorro, “Cuando gané les dije a mis aliados: va a trabajar conmigo Humberto Ortega”.
“Humberto Ortega, personalidad inclinada a creerse árbitro por encima de las disputas políticas partidarias y constructor de la modernización del Estado, tomó la iniciativa, imponiéndose a su propio hermano y al partido. El liderazgo del ejército sandinista en la transición, representa una realidad alejada de otros escenarios (…) donde regímenes autoritarios se agotaron con sus fuerzas armadas desmoralizadas, divididas y desprestigiadas. En el caso de Nicaragua, multitudes desesperadas por su derrota electoral gritaban en las calles de Managua “un solo ejército” y “ejército al poder”, al tiempo que Humberto Ortega iniciaba las negociaciones para el traspaso del poder” (Iosu Perales, Los buenos años. Nicaragua en la memoria).
De la negociación liderada por Lacayo, en representación del Gobierno, y Humberto Ortega, por el ejército y el FSLN, surge un acuerdo: el llamado Protocolo de Transición. El objetivo proclamado de dicho acuerdo es garantizar un traspaso concertado y pacífico del poder. En la práctica supondrá el desmantelamiento paulatino de las conquistas y leyes de la revolución. Los primeros decretos del Gobierno Chamorro, promulgados el 11 de mayo de 1990, crean —como explica el analista Carlos Vilas en su artículo “Nicaragua después de las elecciones: los primeros sesenta días”— las condiciones para desmantelar la reforma agraria y liquidar las empresas estatales del Área de Producción del Pueblo. El Gobierno contrarrevolucionario recurre a todo tipo de maniobras para recuperar las tierras y fábricas nacionalizadas y retornarlas a sus antiguos propietarios o venderlas al mejor postor.
“El Gobierno chamorrista inició el proceso de despojo, mediante el cierre del crédito campesino, de las empresas, tierras, lotes, haciendas y demás activos entregados a miles de trabajadores y obreros agrícolas, a través de la Reforma Agraria de la Revolución Popular Sandinista” (Op. cit.).
Las masas intentan resistir a la contrarrevolución
Las medidas contrarrevolucionarias de Chamorro y Lacayo, a pesar de ser los más prudentes en el seno de la burguesía, provocan un primer estallido popular a principios de 1991. Los sindicatos y organizaciones campesinas se movilizan masivamente y llaman a la dirección del FSLN a ponerse al frente de la lucha.
Las bases sandinistas lucharán una y otra vez contra el intento de la burguesía de arrebatarles todas sus conquistas económicas y sociales. Si la dirección sandinista se hubiese puesto al frente de esta movilización habría sido posible, no en una sino en varias ocasiones, derribar al Gobierno contrarrevolucionario de Chamorro y que la revolución recuperase el poder. Pero en el contexto de reacción ideológica de comienzos de los 90 la mayoría de los dirigentes sandinistas, noqueados por una derrota cuyas causas de fondo no han comprendido y asimilado, y afectados por el derrumbe del estalinismo, parecen aceptar que el capitalismo es el único sistema posible. Estos dirigentes siguen bandeándose entre la presión de sus bases y la del imperialismo y la burguesía, aunque ahora tendiendo en cada momento decisivo a dejarse llevar por la segunda.
“Se concierta con el Gobierno entrante y a la vez se hace un discurso radicalizado de oposición (‘gobernaremos desde abajo’) con el que se trata de contener la presión de los sectores populares más activos y dispuestos a echarse al monte. Este comportamiento del sandinismo le acarrearía en un corto plazo críticas severas y hasta deserciones de sus filas, pero es probable que fuera eficaz para el éxito del Protocolo de Transición. (...) El Protocolo de Transición funcionó como amortiguador de inestabilidades sociales. Así, por ejemplo, en marzo de 1992, la dirección nacional del FSLN se reunió durante doce horas con el vicepresidente Antonio Lacayo para prevenir una explosión social que se veía venir por la convergencia de movilizaciones sindicales, de excontras, exsoldados sandinistas, y ligas campesinas. Fue útil asimismo para sellar unos compromisos del FSLN con el nuevo Gobierno que incluyó a Daniel Ortega en la delegación que Nicaragua envió a negociar ante la Conferencia de Donantes celebrada en Washington y auspiciada por el Fondo Monetario Internacional” (Op. cit.).
En 1993 la movilización popular volverá a estallar y pondrá nuevamente contra las cuerdas al Gobierno. La UNO está totalmente rota y Chamorro y Lacayo aislados. Incluso campesinos que habían apoyado a la Contra se movilizan en apoyo a las demandas de tierra y mejores salarios, más gastos sociales y rechazo a las privatizaciones formuladas por las organizaciones obreras y campesinas sandinistas, la CST, la ATC y la UNAG.
“Todas esas agrupaciones fueron el baluarte principal para defender las conquistas revolucionarias durante todo el periodo de gobierno de Violeta de Chamorro, y protagonizaron al menos dos huelgas generales y varias huelgas parciales de gran impacto nacional. En palabras de Miguel Ruiz, exdirigente de la CST, “sacamos la cara por el Frente Sandinista”, que no lograba superar su fase de partido de gobierno para transformarse en partido de oposición, y en cuyo seno había una enconada batalla ideológica entre “renovadores” y “ortodoxos” sobre cuál debía ser su identidad y cuáles sus métodos de lucha” (W. Grigsby, Nicaragua, 26 años después, ¿dónde está el movimiento popular?).
Crisis y escisiones en el FSLN
La dirección sandinista, una vez más, no ofrece una perspectiva y programa para luchar por el poder y tras varias reuniones de negociación con el Gobierno, los principales dirigentes del FSLN llaman a las bases a la calma. Durante todo este periodo, Lacayo y Chamorro reconocerán como decisivo el papel de Humberto Ortega y de los mandos del Ejército Popular Sandinista para estabilizar la situación. El EPS incluso llegará a disolver marchas, huelgas y manifestaciones protagonizadas por las bases sandinistas contra las medidas neoliberales de Chamorro.
Toda la situación anteriormente descrita provoca inevitablemente luchas y contradicciones que tienen su reflejo y expresión organizativa dentro del propio Frente Sandinista. La primera expresión de descontento de las bases tuvo lugar durante la Asamblea Nacional de Militantes celebrada en El Crucero, en las afueras de Managua, en 1991. Pero finalmente se aplazó el debate de los asuntos más conflictivos. En los congresos posteriores las divisiones cristalizarán en un ala de derecha encabezada por Sergio Ramírez, exvicepresidente y portavoz del grupo sandinista en la Asamblea Nacional, y otro ala encabezado por Daniel Ortega, apoyado tanto por los sectores del centro como por la izquierda sandinista. Este último se impone claramente y Ramírez y sus seguidores se escinden formando el Movimiento de Renovación Sandinista (MRS), concurriendo a las elecciones de 1996 por separado.
El MRS defiende una reforma amplia de la Constitución, elaborada al calor de la revolución, en el sentido de aceptar el capitalismo, consagrar el respeto a la propiedad privada de los medios de producción y continuar y ampliar los contenidos del Protocolo de Transición. En la práctica, su posición significa apoyar al Gobierno Chamorro-Lacayo desde la oposición frente a los ataques que el Gobierno está recibiendo por parte de la derecha más cavernícola y un sector del imperialismo. Daniel Ortega, por su parte, defiende la política de oponerse en la calle a las medidas privatizadoras del Gobierno más inaceptables pero, al mismo tiempo, sin un programa alternativo y un plan de lucha por el poder (y presionado por el ejército sandinista y la propia burguesía) mantiene en esencia los acuerdos del Protocolo de Transición.
El descontento por la izquierda busca expresión y la encuentra inicialmente en distintas corrientes que en 1994 intentarán agruparse en la llamada Izquierda Democrática Sandinista (IDS). La principal dirigente en ese momento de esta corriente, Mónica Baltodano, plantea la ruptura del Protocolo de Transición y que el FSLN, basándose en la CST, la ATC y el resto de organizaciones populares lidere la oposición a las medidas contrarrevolucionarias del Gobierno.
El potencial para el desarrollo de una corriente revolucionaria dentro del sandinismo, a pesar de la que estaba cayendo, era grande. Sin embargo, Baltodano y los principales dirigentes de la Izquierda Democrática acabarán saliendo también del FSLN y renunciando a defender una alternativa revolucionaria coherente dentro del mismo. En la práctica, esto significa dejar sin alternativa a las bases, que en su inmensa mayoría no se irán con ellos sino que continuarán intentando convertir al FSLN en su herramienta de lucha. Una buena parte de estos dirigentes que se definen como la izquierda del sandinismo abandonan cualquier referencia al marxismo y en lugar de plantear un programa socialista acabarán adoptando un punto de vista moralista pequeñoburgués, que llevará a una parte de ellos a aliarse incluso con partidos de la burguesía para criticar el supuesto “autoritarismo” y “afán de protagonismo” de Daniel Ortega.
El saldo de la contrarrevolución
Para culminar la privatización de las empresas nacionalizadas, el Gobierno contrarrevolucionario, una vez más, buscó la implicación de al menos un sector de los dirigentes sandinista; en este caso de los dirigentes sindicales. Para ello se planteó el perverso sistema de ofrecer a los sindicatos y a sectores de trabajadores participación en las acciones de las empresas privatizadas. Algunos dirigentes sindicales e incluso algunos sindicatos como tales acabaron convirtiéndose en propietarios de empresas. El resultado, además de desmoralizar por un periodo a capas importantes de los trabajadores, fue aumentar la burocratización del movimiento sindical y volver a fragmentarlo. La CST se dividió; de sus filas salió la CST “José Benito Escobar”, y varios sindicatos que formaban parte de ella también se fraccionaron.
Durante la segunda mitad de los años 90 las organizaciones de base sandinistas volvieron a intentar hacer frente a las medidas antiobreras y antipopulares de los Gobiernos de Bolaños y Alemán, que sucedieron al de Violeta Chamorro, con nuevas movilizaciones, aunque ya menos masivas, y construyeron un nuevo marco de unidad de acción: el Frente Nacional de Trabajadores (FNT). Sin embargo, la experiencia de haber estado tan cerca de un cambio decisivo y haber perdido la oportunidad; y, sobre todo, el ver cómo —mientras las masas sufrían todos estos ataques— algunos comandantes del FSLN y dirigentes sindicales, campesinos y populares se pasaban con armas y bagajes a la derecha y se convertían en florecientes empresarios, supuso tal golpe a la moral de los explotados que el reflujo de la marea revolucionaria se prolongaría más de una década.
Las masas obreras y campesinas en Nicaragua hicieron todo lo posible (y parte de lo imposible) para transformar la sociedad. No solo lucharon contra viento y marea, sin dirección consciente ni un programa definido, contra uno de los regímenes más sanguinarios y corruptos del mundo, como era el de Somoza, y lograron derrumbarlo. Durante 10 años intentaron completar la revolución, movilizándose para demandar al Gobierno sandinista que llevase hasta el final las expropiaciones y buscaron participar en la toma de las decisiones mediante el desarrollo del control obrero. Finalmente, incluso cuando la revolución sufrió su más duro revés, la derrota en las urnas, y la campaña mediática cantando las maravillas del capitalismo arreciaba con mayor intensidad, los trabajadores sandinistas intentaron levantar nuevamente la cabeza y volver a llevar al FSLN al poder. Solo los errores de su dirección impidieron que lo consiguiesen.
Sobre la base de la desmoralización, división y frustración que crearon esas derrotas sucesivas, la burguesía pudo llevar hasta el final la contrarrevolución y hacer retroceder, al menos temporalmente, la rueda de la historia. Prácticamente todas las conquistas revolucionarias fueron dinamitadas por la “dialogante” Doña Violeta primero y los Gobiernos también burgueses que la sucedieron de Enrique Bolaños y Arnoldo Alemán.
“El Gobierno de Violeta de Chamorro liquidó casi todas las empresas industriales y agropecuarias del Estado, y hasta vendió como chatarra los ferrocarriles y las líneas férreas (le pagaron a la gente por arrancar los rieles de los trenes). La Administración de Arnoldo Alemán vendió a precios ridículos las empresas estatales de energía eléctrica y telefonía, y saqueó las finanzas públicas. El régimen de Enrique Bolaños tiene como primera prioridad presupuestaria pagar a los banqueros locales intereses usureros por los bonos del tesoro adquiridos en el 2000 y que sirvieron para enriquecer a los gobernantes liberales y asumir la estafa descomunal protagonizada por los dueños de cinco bancos quebrados. Empresarios norteamericanos, canadienses, europeos y taiwaneses saquean cotidianamente las riquezas nacionales (madera, minerales, pesca, agua…) pagando salarios miserables a los trabajadores. Los ricos no pagan impuestos. Los ministros, magistrados, diputados y altos funcionarios de todos los poderes del Estado devengan salarios equivalentes a los de países desarrollados” (W. Grigsby, Nicaragua, 26 años después ¿dónde está el movimiento popular?).
Incluso en aspectos como la salud o la educación, en los que la revolución había conseguido resultados indudables, el retroceso ha sido dramático. No hablemos del empleo, la reforma agraria, las nacionalizaciones, los derechos de los trabajadores y campesinos o las formas de propiedad. Según afirma Sergio Ramírez, en su libro de memorias sobre la revolución, hacia 1996 “más de la mitad de las fincas están ya otra vez en poder de sus antiguos dueños, y las cooperativas de producción agrícola tienen ahora solamente el 2% de la tierra arable”. Hoy este retroceso es sin duda mayor.
Según las estadísticas, Nicaragua ha vuelto a convertirse en el segundo país más pobre de América Latina, tras Haití. “El 72% de la población vive con ingresos diarios de 2 dólares o menos, hay un déficit superior al medio millón de viviendas, el desempleo supera el 40%, un millón de jóvenes y niños no ha podido ingresar al sistema escolar y alrededor de un millón 300 mil nicaragüenses han sido forzados a abandonar el país para intentar encontrar recursos mínimos para vivir en Costa Rica y en Estados Unidos, principalmente” (W. Grigsby, Op. Cit.).
Tras ser derrotado nuevamente en las elecciones de 1996 y 2000, el FSLN volvió al poder en 2006. Después de veinte años de contrarrevolución, la miseria del capitalismo empuja nuevamente a las masas en toda América Latina hacia la izquierda y Nicaragua no es una excepción.
Nicaragua hoy
Aunque Daniel Ortega gobierna desde 2006 en coalición con sectores burgueses que durante la revolución sandinista incluso apoyaron a los contras, y prometió un Gobierno de todos y para todos, el viejo topo de la lucha de clases sigue haciendo su trabajo y hoy en Nicaragua lo que tenemos nuevamente, como en todo el continente, es una creciente polarización. Pese a los intentos de algunos dirigentes del FSLN por moderar su imagen e insistir en los pactos con fuerzas burguesas, para los contrarrevolucionarios Daniel Ortega y el FSLN siguen representando, se quiera o no, la memoria de la revolución. El problema que tienen los burgueses es que para sectores importantes de las masas también.
Durante la campaña de las elecciones de 2006, Humberto Ortega (hoy desvinculado de la política activa y convertido en un exitoso empresario en Costa Rica) resumía, en unas declaraciones, el punto de vista de toda una capa de exdirigentes sandinistas que han girado enormemente a la derecha y quieren moderar a la actual dirección e impedir que el descontento de las masas por las condiciones de vida que el capitalismo les ofrece pueda volver a encontrar un cauce en el FSLN y resucitar el fantasma de la revolución.
El exjefe del ejército sandinista “aconsejó a su hermano dar muestras prácticas de que no tiene interés en formar parte de ese eje La Habana-Managua-Caracas. El único eje que cabe con las fuerzas de izquierda y centro derecha del cono sur es el de la cooperación activa que nos permita tener un mercado que nos ayude a luchar contra la pobreza” (EFE, 25/10/06). Por si no estuviesen suficientemente claros cuáles son sus objetivos, en otra entrevista realizada dos días antes añadía: “el socialismo y el neoliberalismo han demostrado ser un fracaso total. La juventud está llamada a desarrollar una conciencia centrista, (pero) que sea un centrismo pragmático, con sentido de nacionalismo y humanismo” (El Nuevo Diario, 23/10/06).
Las primeras decisiones de Daniel Ortega al frente del Gobierno (mantener su alianza con partidos burgueses, aceptar —con matices e intentando contrarrestar sus efectos— el Tratado de Libre Comercio previamente aprobado por su antecesor, etc.) indicaban que la dirección defendida por su hermano Humberto y el ala más derechista del FSLN parecía imponerse. Sin embargo, la inclusión de Nicaragua en el ALBA, la creciente vinculación de Ortega a Hugo Chávez y su coincidencia con este en varios foros internacionales criticando las políticas imperialistas demuestran que también hay una presión hacia la izquierda y que todavía no está decidido cuál de las dos se impondrá.
Los temores de Humberto Ortega y la burguesía nicaragüense se están cumpliendo, al menos en parte, y ante el acercamiento de Ortega a Chávez un sector de las oligarquías latinoamericanas y del imperialismo ya ha empezado a incluir a Managua en el “eje del mal” chavista. En política interior, lejos del consenso y unidad nacional proclamado por la burguesía, y (¡cómo no!) por los contras con sotana de la Conferencia Episcopal, lo que hay es una creciente polarización política y social. Los sectores decisivos de la burguesía y el imperialismo han organizado una campaña contra Daniel Ortega y el FSLN similar a la que mantienen contra otros Gobiernos de izquierda antiimperialistas del continente.
Una vez más: o socialismo o capitalismo
La virulenta campaña mediática nacional e internacional contra el sandinismo y los intentos por parte del imperialismo y la burguesía de sacarle nuevamente del Gobierno no son casualidad. Como hemos visto a lo largo de todo este trabajo, la burguesía nicaragüense nunca ha podido estabilizar de forma duradera Nicaragua y consolidar un régimen de democracia burguesa. Ello se debe, en última instancia, a la incapacidad del capitalismo nicaragüense para desarrollar de forma duradera y seria las fuerzas productivas y conceder unas condiciones de vida dignas a las masas. Esta situación no ha cambiado decisivamente. Lo único que ha permitido que durante los últimos diez años los Gobiernos burgueses de Bolaños y Alemán se mantuviesen en el poder fue la inercia de la derrota de la revolución de 1979-90, la válvula de escape que representó la emigración de miles de nicaragüenses golpeados por la pobreza a otros países y los acuerdos firmados con los dirigentes sandinistas en determinados momentos en aras de garantizar la estabilidad y evitar un enfrentamiento social.
El problema fundamental al que se enfrentan Daniel Ortega y la dirección actual del FSLN, ahora que vuelven a ser Gobierno, es el mismo que hace 30 años: no es posible hacer una política que contente y beneficie tanto a los empresarios como a los trabajadores, campesinos, estudiantes y demás oprimidos. No es posible servir a dos amos a la vez. El Gobierno nicaragüense ha tomado algunas medidas intentando paliar los efectos de la crisis del capitalismo sobre los más desfavorecidos y mejorar la condición de éstos pero, en un contexto de crisis mundial y sobre la base de un capitalismo tan degenerado como el nicaragüense, estas medidas resultan insuficientes para resolver los problemas del pueblo.
Como ha ocurrido a lo largo de toda la historia de Nicaragua, el capitalismo es una base demasiado débil para poder mantener la paz social y ofrecer unos mínimos niveles de progreso a las masas. La principal fuente de ingresos del país hoy son las remesas de los inmigrantes en Costa Rica o EEUU, representan un 15% del PIB y ya están siendo golpeadas por la crisis capitalista mundial. Los trabajadores están exigiendo salarios dignos, el incremento de los gastos sociales y un programa de gobierno que realmente les ofrezca una vida mejor.
Hoy como ayer, la única política que puede hacer que estos deseos se conviertan en realidad es aplicar un programa de transición al socialismo, que para satisfacer las necesidades más inmediatas de las masas expropie a los capitalistas y construya un Estado de los trabajadores. Si Daniel Ortega y el FSLN desarrollasen desde el Gobierno un programa en estas líneas su apoyo se multiplicaría y el entusiasmo de las masas aplastaría cualquier plan capitalista para intentar volver a sacar a los sandinistas del Gobierno. Otro camino solo puede llevar, antes o después, a una nueva derrota a manos de la reacción y nuevos sufrimientos y penalidades para el pueblo nicaragüense.