El 27 de septiembre estallaron nuevos combates entre Armenia y Azerbaiyán por la disputada región de Nagorno Karabaj –Alto Karabaj, autodenominada República de Artsaj desde 2017–. Si bien se han repetido las provocaciones y choques periódicos desde el alto el fuego de 1994, en esta ocasión se trata de los más violentos y de mayor alcance, con uso masivo de artillería pesada y misiles, drones y aviación. Aunque no hay cifras claras de bajas, todas las fuentes las cuentan por cientos, entre ellos muchos civiles, víctimas de bombardeos indiscriminados a ciudades de ambos países y del propio Nagorno Karabaj.
¿Por qué en esta ocasión asistimos a una guerra tan virulenta? Porque el combustible fundamental ha sido proporcionado por actores externos, fundamentalmente por Turquía, que ha decidido convertir este choque en un enfrentamiento abierto con Rusia.
Un conflicto histórico producto de la intervención imperialista y del estalinismo
La región es reconocida internacionalmente como parte de Azerbaiyán pero la mayoría de su población es armenia, y proclamó su independencia en 1991, tras un referéndum.
El Cáucaso ha sido históricamente un área por la que han luchado diferentes potencias. A su posición geoestratégica se sumó el descubrimiento de importantes materias primas: minerales, gas y petróleo. La zona es un auténtico mosaico cultural y étnico, y el imperialismo ha utilizado a conciencia los conflictos nacionales y el chovinismo para lograr sus objetivos.
La Revolución rusa de 1917 constituyó una oportunidad de solucionar el problema nacional en el Cáucaso. La clase obrera de diferentes nacionalidades creó la Comuna de Bakú (la capital azerí) en 1918. La intervención del imperialismo británico y de Turquía provocó la guerra armenio-azerí de 1918-20, finalizada con la entrada del Ejército Rojo. El naciente poder soviético se enfrentó a años de divisiones sectarias, masacres y desplazamientos forzosos levantando la Federación Transcaucásica en 1922. Sin embargo, el responsable de la aplicación de la política bolchevique hacia las nacionalidades era Stalin. En 1923, aplicando una política que poco tenía que ver con el bolchevismo y el internacionalismo, Nagorno Karabaj pasó a formar parte de Azerbaiyán.
Décadas de política estalinista de opresión hacia las nacionalidades tuvieron como consecuencia un estallido de la cuestión nacional durante el colapso de la URSS. A partir de 1988, el conflicto de Nagorno Karabaj renació con plena fuerza. La proclamación de la independencia en 1991 marcó el inicio de una guerra hasta 1994, con un saldo de 40.000 muertos.
Desde entonces, el conflicto se ha mantenido dentro de unos límites. Tanto la oligarquía armenia como la azerí han azuzado la tensión cuando lo han considerado necesario, utilizando el chovinismo y el veneno nacional para desviar la atención de sus problemas domésticos. En el ámbito diplomático, el garante del alto el fuego ha sido el llamado Grupo de Minsk, formado por EEUU, Francia y Rusia, siendo esta última la evidente protagonista.
El objetivo de Rusia todo este tiempo ha sido claro: recuperar su influencia decisiva en los territorios que formaron parte de la Unión Soviética. Así, en el marco de tensiones recurrentes, aunque a primera vista parezca un aliado únicamente de Armenia —donde tiene una importante base militar—, no ha descuidado las relaciones con Azerbaiyán, a quien también vende armas, cultivando una relación en la que Moscú aparece como pieza imprescindible.
El papel de Turquía
En el último periodo, Azerbaiyán se ha convertido en un importante exportador de petróleo y gas natural. Eso le ha permitido una mayor independencia de Moscú, diversificando sus clientes y también sus proveedores de armamento. Por ejemplo, Turquía importó un 22% más de gas azerí en julio de este año en comparación con 2019 mientras que redujo un 28% el gas ruso. Por otro lado, las importaciones de armas de Azerbaiyán crecieron un 15% entre 2014 y 2018, con un reparto por proveedores entre 2015-2019 que coloca a Rusia con un 31% y a Israel con un 60%.
La política exterior de Turquía está siendo cada vez más agresiva. Esto tiene su base en dos hechos: la crisis económica y la decadencia del imperialismo estadounidense, que está dejando más espacio para potencias regionales. El giro bonapartista de Erdogan es la forma que adoptó el capitalismo turco para salir de su impasse. Pero eso tiene su propia dinámica. La crisis económica se tradujo en la peor derrota de Erdogan en casi veinte años en las últimas elecciones. El único combustible que le queda es el chovinismo, una búsqueda frenética de “éxitos” fuera que puedan servirle para distraer la atención de las masas en Turquía.
Sus acuerdos comerciales, bases e intervenciones militares se expanden desde Pakistán hasta África, entrando en conflicto con otros poderes regionales como Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos o con potencias imperialistas como Francia. Y el Cáucaso es una zona natural de expansión para Turquía. Ya en 2009 formó el Consejo de Cooperación de los Estados de Habla Túrquica, junto a Azerbaiyán, Kazajistán y Kirguistán.
En el último periodo ha protagonizado intervenciones “exitosas” en Siria y en Libia. Sin embargo, a pesar de sus logros sobre el terreno, Erdogan no ha conseguido imponer sus intereses en ninguno de los conflictos en los que está inmerso.
En Siria conserva las posiciones que ocupó para frenar la posibilidad de una entidad kurda en su frontera sur (la zanahoria que le ofreció Putin); pero esto se combina con un aumento de la presión del régimen de Assad y de los ataques aéreos rusos sobre la provincia de Idlib. Esta es la última gran batalla de la guerra siria y Putin exige a Erdogan que se implique en la derrota de las milicias islamistas.
En Libia, tras ser clave en la derrota de la ofensiva de Haftar y en asegurar el Gobierno de Trípoli, Erdogan amenazó con avanzar hacia el este del país pero tuvo que pasar a un segundo plano: las negociaciones, y todo lo que supone la diplomacia, se están llevando a cabo en El Cairo entre otros actores internacionales: Francia, Italia, Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Rusia.
Tras este revés, incrementó la tensión en el Mediterráneo oriental con Grecia (y de nuevo con Francia) hasta niveles no vistos desde los 90, amenazando con una nueva guerra. Este envite se ha saldado con la retirada de los barcos turcos y una mesa de negociación sin condiciones, ante la amenaza de sanciones por la UE, además de otro enfrentamiento con Rusia.
En la compleja relación que mantienen Putin y Erdogan, el aspirante a sultán no está consiguiendo lo que quería del oso ruso y ha decidido subir la apuesta. Este es el elemento decisivo en el conflicto actual de Nagorno Karabaj. En verano, antes de la ofensiva azerí del 27 de septiembre, Turquía realizó maniobras militares en Azerbaiyán pero una parte de los militares turcos no volvieron a casa. Al menos cinco F-16 con sus dotaciones correspondientes, drones y sus operadores y un número indeterminado de tropas y equipos se quedaron en territorio azerí. Igualmente, cientos de mercenarios islamistas sirios han sido trasladados por Turquía para participar en la guerra.
La complicada situación de Putin
El inicio de la ofensiva azerí ha aprovechado un momento en el que se multiplican los problemas para Putin, colocando en una posición muy incómoda a Moscú. A los conflictos que mantiene abiertos en Ucrania, Siria y Libia se ha sumado este verano la oleada de protestas en Bielorrusia contra el régimen de Lukashenko.
Por si fuera poco, el 4 de octubre estallaban protestas en Kirguistán, tras unas elecciones consideradas fraudulentas por la oposición y que han obligado a dimitir a su presidente pocos días después de que el propio Putin afirmara que “harían todo para apoyarlo como jefe de Estado”.
Mientras Rusia trataba de fortalecer su posición como actor clave en la escena internacional, se ha debilitado su influencia cerca de casa. Y otros se están aprovechando de esa situación. De hecho, este nuevo envite de Turquía a Putin ya no se produce en escenarios lejanos, sino en el Cáucaso, el patio trasero histórico de Rusia. A esto se suma la cada vez mayor colaboración militar de Turquía con Ucrania, cuyo presidente Volodímir Zelenski fue recibido por Erdogan en Estambul el 16 de octubre, en un nuevo gesto de desafío a Rusia.
Hay más ejemplos además del turco: en Kirguistán se está construyendo el corredor de transporte China-Kirguistán-Uzbekistán, un proyecto apoyado por Pekín y que minará el monopolio actual de Rusia sobre el tránsito de mercancías por vía terrestre de China a Europa. Y existe el riesgo de nuevos conflictos en los próximos meses, con las elecciones en Moldavia, Georgia o Kazajistán.
Otras potencias implicadas
En la guerra de Nagorno Karabaj se aprecian las características actuales de las relaciones internacionales. Los principales implicados son Turquía y Rusia, pero no son los únicos. En un segundo plano se encuentran Irán, Israel y Francia. El imperialismo estadounidense, al igual que en otros conflictos abiertos, no está jugando ningún papel. Sin embargo, Francia sí está aprovechando su posición de miembro del Grupo de Minsk. En el último período ha chocado abiertamente con Turquía en frentes como Siria y sobre todo Libia, expresando la competencia directa de París y Ankara por dos escenarios: el Mediterráneo oriental y las antiguas colonias francesas en África.
Irán tiene una extensa frontera con Azerbaiyán y el 25% de su población son azeríes étnicos. A pesar de haber apoyado a Armenia en el pasado, ha mantenido una posición muy cauta en esta ocasión. De hecho, en las últimas semanas ha variado su posición, haciendo declaraciones más favorables a Azerbaiyán, reflejando la difícil situación del régimen: Irán está inmerso en la tercera oleada del coronavirus, en medio de una profunda crisis económica y lo último que quieren los ayatolás es que la cuestión nacional pueda transformarse en otro problema.
Israel se ha convertido de forma silenciosa en un importante aliado de Azerbaiyán en los últimos años. Una parte considerable de su gas natural es azerí y ha incrementado exponencialmente la venta de armas al país caucásico. Otro factor es el uso de la inteligencia israelí de la frontera azerí con Irán, desde donde puede monitorizar parte de la actividad iraní e incluso realizar incursiones.
Como curiosidad, Israel y Turquía se han encontrado en Azerbaiyán como “aliados” al igual que hace décadas, a pesar de que en Oriente Medio estén hoy en día en campos opuestos.
¿Hacia una guerra más amplia en el Cáucaso?
¿Qué puede ocurrir en las próximas semanas? Algunos analistas hablan del peligro de que el conflicto escape de las fronteras de Nagorno Karabaj y dé pie a una guerra más amplia. Es evidente que ni Rusia ni Turquía quieren algo así, pero también es cierto que una guerra se sabe cómo empieza pero no cómo termina.
Por un lado, Rusia está tratando de enfriar el conflicto. Ha negociado ya dos acuerdos de alto el fuego totalmente infructuosos y sigue en esa vía. En virtud del acuerdo de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (una especie de OTAN transcaucásica) se garantiza la defensa de Armenia, pero este acuerdo no se aplica a Nagorno Karabaj. El objetivo ruso es controlar tanto Armenia como Azerbaiyán. Habla de garantizar la seguridad de Armenia pero no puede perder más influencia sobre Azerbaiyán por el camino.
Por otro lado, Turquía está actuando como en el resto de conflictos: rociando todo de gasolina. Las declaraciones chovinistas de Erdogan y de la prensa oficial son constantes, utilizando la consigna “un pueblo, dos países” para referirse al vínculo turco-azerí, en un conflicto en el que está muy presente el recuerdo del genocidio de más de un millón y medio de armenios por el ejército turco en 1915.
A pesar de sus amenazas, no parece factible la conquista de todo Artsaj por Azerbaiyán. Es una zona montañosa mucho más favorable para los defensores que para los atacantes, y a esto se añade la llegada del invierno. Todo indica que Bakú y Ankara están intentando avanzar lo más posible antes de que se llegue a una mesa de negociación. Han retomado parte de los territorios azeríes conquistados por Armenia en 1994 y el siguiente objetivo podría ser el único pasillo terrestre entre la República de Artsaj y Armenia.
Rusia, por su parte, parece estar jugando a la sobrecarga de Turquía: demasiados frentes abiertos y un escenario económico que no le permita alargar mucho esta situación. La moneda turca ha vuelto a desplomarse, superando las ocho liras por dólar a finales de octubre. En esta línea, Putin puede presionar más en diferentes escenarios. En Siria, en los últimos días el ejército turco se ha retirado de uno de los doce puestos de observación que mantenía en Idlib y se informa de planes para retirarse de otros tres. En el Mediterráneo, Rusia se ha alineado con Grecia, Chipre y Francia. En el mar Negro, Moscú anunció el 10 de octubre unas históricas maniobras navales con Egipto mientras el ministro ruso de Exteriores aclaraba que Turquía “no es un socio estratégico aunque en algunas áreas la colaboración sea estratégica”.
Una cosa sí es segura: el capitalismo no ofrecerá ninguna solución para las masas, ni en Armenia ni en Azerbaiyán. Haga lo que haga cada potencia imperialista, se entablen las negociaciones que se entablen, la clase obrera y la juventud en estos países solo obtendrán más guerras y más chovinismo.
Azerbaiyán es un ejemplo muy gráfico de esto: un país con grandes riquezas naturales dominado por un régimen bonapartista burgués que saquea y despilfarra esa riqueza. Su presidente, Ilham Aliyev —en el cargo desde 2003, después de heredarlo de su padre, que gobernó desde 1993—, y la camarilla que lo rodea no han dudado en ir a la guerra para distraer el creciente descontento social.
La situación actual del Cáucaso no tiene nada que ver con odios ancestrales ni enfrentamientos religiosos, es el producto directo de la intervención del imperialismo y las diferentes oligarquías lacayas, y de ellos no podemos esperar nada.
Solo con una política revolucionaria, que se base en el internacionalismo proletario, se podría parar la guerra en primer lugar y sentar las bases para una convivencia pacífica en Nagorno Karabaj y en todo el Cáucaso.