Sin ninguna duda estamos ante las elecciones más trascendentales de las últimas décadas. Sus resultados influirán decisivamente en la evolución de la lucha de clases en el país, marcada por una crisis social y económica devastadora, una polarización política sin precedentes, y un nivel de movilizaciones de magnitudes no vistas en la historia contemporánea.
Las acciones, marchas y manifestaciones en cientos de ciudades desatadas tras el asesinato de George Floyd en mayo, mostraron con toda crudeza el profundo descontento que bulle entre millones de afroamericanos, latinos, trabajadores y jóvenes blancos y sectores de las capas medias empobrecidas. Este levantamiento social, con todo lo que puede tener de espontáneo, se ha ido incubando durante años de ataques a los derechos democráticos, de brutal violencia policial, racismo sistémico y desigualdad galopante.
Lejos de apaciguar las aguas, la acción represiva del aparato del Estado y de la Casa Blanca no ha hecho más que desnudar el auténtico carácter del capitalismo norteamericano y su particular visión de la democracia. El asesinato de Breonna Taylor, las escenas de las patrullas policiales ensañándose con los manifestantes, los choques con bandas fascistas armadas han echado mucha más leña al fuego, dando alas a unas protestas que no cesan y siguen dejando decenas de detenidos cada semana. La furia de la población sigue lejos de estar controlada y no solo ha puesto sobre la mesa el tremendo giro a la izquierda de la sociedad norteamericana, también el descrédito completo de instituciones como el congreso, la justicia o la policía a los ojos de las masas.
Divisiones en la clase dominante. Trump y sus proud boys
En este escenario, el nerviosismo cunde entre la clase dominante y sus divisiones internas se están multiplicando. El pavor y preocupación ante la fuerza extraordinaria de las movilizaciones ha provocado disensiones profundas sobre cómo abordar la situación. Aunque las dos facciones tengan como denominador común el interés de preservar los intereses de los grandes magnates y del propio sistema, los enfoques de cómo hacerlo difieren, dejando claro que las formas de dominación tradicionales se han agotado.
La polarización política es un fenómeno de doble dirección. Al tiempo que millones de jóvenes se declaran socialistas y toman las calles, también asistimos al giro a la derecha más extrema de una parte nada desdeñable de la pequeña burguesía acomodada y de sectores de trabajadores atrasados, desmoralizados y envenenados de chovinismo antichino y supremacismo racial. Trump ha hecho de estos sectores su caladero electoral. Su demagogia populista, totalitaria, racista y anticomunista conecta con el sentimiento de estas franjas que demandan soluciones totalitarias para enfrentar el caos que el mismo capitalismo ha propiciado.
La novedad es que en los últimos meses las palabras de Trump no se dirigen sólo a movilizar el voto, sino que se ha convertido en una auténtica voz de mando para activar a las milicias fascistas, los proud boys, y convertirlos en sus grupos de choque. Una estrategia que tiene puntos en común con lo que en su momento hicieron los líderes del fascismo y del nazismo europeo en los años treinta: combinar la acción parlamentaria y la violencia legal de la policía, con la actividad extraparlamentaria de sus bandas armadas para tomar la calle y combatir a la izquierda.
Se calcula que en EEUU hay en estos momentos alrededor de 600 grupos de extrema derecha. Entre ellos, 181 son milicias que agrupan de 20.000 a 60.000 personas armadas. El lenguaje guerracivilista del presidente y su llamada a luchar contra “la izquierda radical”, los “antifa” y “la amenaza del socialismo” no son ninguna broma y tampoco ningún accidente. Han marcado la línea argumental de la última convención republicana hasta convertirse en la línea de actuación de un sector de la clase dominante para ganar la guerra de clases que se ha declarado. Por supuesto, está táctica es jugar con fuego y muchos observadores políticos del gran capital están demandando frenar a este energúmeno lo antes posible. Pero las cosas no son tan sencillas.
La puesta en escena del primer debate electoral televisado, o su salida del hospital tras superar la Covid, son parte de esta misma estrategia: Trump pretende, en primer lugar, ocultar el desastre que ha supuesto su gestión. En el plano internacional, el imperialismo norteamericano está siendo desalojado de sus zonas de influencia, ha cosechado una derrota evidente en Afganistán, Iraq y Siria, su posición sigue siendo mucho más débil en América Latina que décadas atrás, y en su batalla por la supremacía económica, tecnológica y militar con China las cosas le van cada vez peor. En el frente interno, la deplorable actuación de la Casa Blanca frente a la pandemia no ha permitido ocultar por más tiempo la catástrofe social y económica que azota a la primera potencia mundial. Agitando este discurso enloquecido, propio de un fascista, busca exacerbar la polarización y apretar las filas de su base en un último esfuerzo por batir al candidato demócrata, Las amenazas denunciando que el voto por correo (que en esta ocasión tendrá mayor peso por la pandemia) es fraudulento, o las permanentes insinuaciones de que no aceptará irse pacíficamente si pierde las elecciones, son un llamamiento desesperado para convencer a sus fieles, y a los que pueden estar indecisos en su entorno, a que acudan en tromba a las urnas.
Muchos medios burgueses dan ya por hecho que la noche del 3 de noviembre no sabremos los resultados electorales y que habrá que esperar varios días hasta conocer el nombre del presidente electo. Las consecuencias de una negativa de Trump a abandonar el despacho de oval serían impredecibles. Lo que está claro es que el odio a Trump y todo lo que representa es enorme y la disposición a la lucha de las masas ha quedado patente. También que hay un sector de la burguesía que tiene claro que si es necesario pasar por encima de las “remilgadas exigencias” de la democracia burguesa para no perder el control, utilizando la represión y sus fuerzas de choque, lo harán.
Biden, la otra opción de la clase dominante para desactivar la bomba social
El otro sector de la clase dominante que se opone a esta estrategia, consciente de que podría hacer saltar por los aires la ya precaria situación y empujar hacia un escenario revolucionario, está demostrando también sus enormes carencias y debilidades.
El candidato demócrata Joe Biden, cuenta con el apoyo público de 131 multimillonarios (frente a los nada despreciables 105 multimillonarios que apoyan a Trump). Entre los representantes de la oligarquía financiera que apoyan al candidato demócrata se encuentran Howard Schulz, fundador de Starbucks, Laura Powell, viuda de Steve Jobs, George Soros o Michael Bloomberg. Entre todos han hecho que la caja de Joe Biden para la campaña esté más llena que la Trump, con 466 millones de dólares frente a 325.
La apuesta de los demócratas por mostrar una cara más amable revestida de progresismo y canalizar hacia el frente electoral todo el descontento social que la movilización multitudinaria de los últimos meses ha expresado, no está cosechando los resultados esperados. El descrédito general de los demócratas, que sin ir más lejos han respaldado a Trump en su plan para inyectar 3 billones de dólares del presupuesto público en beneficio de las grandes corporaciones de Wall Street, y la imagen de su candidato, completamente identificado con el establishment, son también un argumento para Trump. Esto es lo que explica que a menos de un mes de la cita electoral no esté nada claro cuál será el resultado.
La preocupación es tan evidente, que desde la dirección demócrata han tenido que echar mano de una de las pocas figuras que dentro de sus filas siguen conservando cierta autoridad ante el movimiento: Bernie Sanders. Por primera vez desde que anuncio su retirada de las primarias y de proclamar su vergonzosa capitulación ante Biden, el senador por Vermont ha vuelto a los escenarios a cumplir el papel al que se comprometió: utilizar su prestigio para defender la estabilidad y la paz social.
Así, en una rueda de prensa para responder a las amenazas de Trump, Bernie Sanders afirmaba lo siguiente: "Trump también ha instado a sus partidarios a convertirse en 'observadores de urnas', pero lo que realmente está diciendo es que quiere que sus partidarios, algunos de los cuales son miembros de milicias armadas, intimiden a los votantes. Ya estamos viendo esto en Virginia, donde los primeros votantes fueron confrontados por los partidarios de Trump, y funcionarios electorales en el condado de Fairfax dijeron que algunos votantes y el personal electoral se sintieron intimidados (…) Como alguien que está apoyando firmemente a Joe Biden, seamos claros: una victoria aplastante de Biden hará prácticamente imposible que Trump niegue los resultados y es nuestro mejor medio para defender la democracia".
De nuevo una aplicación práctica de la táctica del mal menor que trata de tapar el tremendo poder que las masas han mostrado en estos meses y que han puesto al Gobierno Trump contra las cuerdas. Según Sanders, una victoria aplastante de Biden es la única forma de frenar a Trump. No la lucha de clases, ni la movilización de masas, ni la defensa de un programa socialista para arrancar el poder de la minoría de oligarcas que gobierna con puño de hierro el país, y que de hecho ejerce una dictadura política revestida de democracia parlamentaria. Sanders también está desesperado, y ha extendido un cheque en blanco a los jefes del Partido Demócrata y al sector de la clase dominante que está detrás de ellos. Quema su crédito en aras de convencer a sus seguidores, consciente de que existe una opinión muy extendida entre los activistas de que el voto a Biden no resolverá nada y que solo se puede confiar en la acción política independiente de la clase obrera y la juventud.
Un escenario explosivo
El rechazo que millones han manifestado a las políticas antiobreras de Trump, a sus soluciones represivas, a su racismo y su totalitarismo, y las ansias de echarle de la Casa Blanca han quedado absolutamente claras en los últimos meses. Por supuesto la lógica que Sanders tanto se esfuerza en recordar, mejor Biden que Trump, no se puede soslayar. Millones de personas que han participado activamente en las calles luchando contra la violencia racista y contra el sistema no quieren que Trump permanezca un minuto más presidiendo el país. Pero Sanders se equivoca si piensa que con Biden las viejas formas de la democracia burguesa, que por cierto en el caso de EEUU siempre estuvieron teñidas por la violencia racista, antisindical y la furia anticomunista, pueden acabar con la actual explosión de la lucha de clases. No, lo que está en juego es mucho más profundo como para dirimirse en unas elecciones.
En el momento actual las proyecciones electorales dan una ventaja de diez puntos a Biden, pero incluso la propia prensa burguesa es muy cauta respecto a lo que pueda pasar. El diario El País, que ha realizado un estudio basado en las principales encuestas y sondeos, da una probabilidad de un 80% de victoria a Joe Biden pero alerta de que “paradójicamente, la ventaja del candidato demócrata es muy similar a la que tenía Clinton en 2016”. Es necesario recordar que aunque la candidata demócrata obtuvo dos millones de votos más que Trump, perdió la presidencia porque obtuvo menos representantes en los colegios electorales que son los que deciden finalmente la elección del presidente. Algo que también señala la pobre calidad de la democracia estadounidense y de sus contiendas electorales.
Si Trump es derrotado lo será a pesar de la maquinaria y del candidato demócrata. Por supuesto Biden tratará de que la gente regrese a sus casas, pero no será tan fácil. En una lucha histórica como la que se está desarrollando, las masas sin Trump tendrán aún más confianza en su capacidad de acción, y se verán también muy acuciadas por una crisis social y económica que ha llevado a millones hasta el abismo. Los demócratas tendrían una presión considerable, y no está claro que pudiesen cumplir sus objetivos de apaciguar la situación, mucho más cuando -como partido de los grandes monopolios- gobernarán para sus intereses. Lo que hay que entender es que las reformas, en el actual contexto de crisis capitalista, solo pueden ser fruto de la más enconada lucha de clases. Y los demócratas no tienen ninguna intención de recorrer este camino.
Pero si Trump se alzase finalmente con la victoria, algo que no se puede descartar, o incluso perdiese y se negase a dejar su puesto, alentaría la movilización de una forma extraordinaria. Todos recordamos que hace cuatro años fue recibido con un reguero de manifestaciones de masas, empezando por las protagonizadas por las mujeres y el movimiento feminista. Muchas cosas han pasado desde entonces y la experiencia, el nivel de organización y la conciencia de clase han dado un salto notable.
La clase trabajadora norteamericana está huérfana de dirección política. Sanders la traicionó, poniendo un obstáculo más para que esta pudiera hacerse con una herramienta propia, es decir, con un partido y un programa de clase que está en las antípodas de lo que siempre ha defendido y defenderá el Partido Demócrata. Pero los oprimidos en EEUU han demostrado que se abrirán paso a pesar de todo e inevitablemente crearán su organización independiente, en la que las fuerzas del marxismo revolucionario tendrán grandes posibilidades. Las encuestas también señalan un nada despreciable resultado para el Partido Verde, que se puede convertir en un canal de expresión del descontento existente con el candidato demócrata. Pero sobre todo, algo así indica que las fuerzas de la izquierda militante tienen una oportunidad en EEUU para generar una alternativa política, que aunque no obtenga resultados electorales espectaculares sí pueda establecerse como una referencia con credibilidad para millones de trabajadores y jóvenes, e insertarse en el corazón de sus batallas cotidianas. Un espacio que no se conquistará desde dentro del Partido Demócrata, como la amarga experiencia de Sanders ha demostrado por dos ocasiones. Según una encuesta reciente, un 60% de la población estadounidense apoya la creación de un tercer partido.
Ni los golpes de la guardia nacional ni las traiciones de los reformistas han logrado desmoralizar al movimiento. Para las dos alas de la clase dominante que tratan, cada una a su manera, de hacerse con el control de la situación, los tiempos en los que los estallidos eran aislados, reprimidos y desactivados, derivándolos a las tranquilas aguas del parlamentarismo han pasado a mejor vida. Sea quien sea el que ocupe el despacho oval, la paz social y la estabilidad están completamente descartadas, y un mayor enfrentamiento entre las clases está servido.