“Quienes comen juntos, permanecen juntos”.

En 2011 comenzó la guerra en Siria y desde entonces 500.000 personas han sido asesinadas o están desaparecidas y doce millones han tenido que abandonar su hogar.

En 2015, fruto de la huida desesperada de miles de refugiados sirios hacia Europa, se produjo una crisis migratoria que causó una ola de solidaridad entre los trabajadores y jóvenes europeos, con movilizaciones multitudinarias como en la ciudad de Barcelona. Por el lado contrario, las políticas racistas y la violencia institucional se agudizaron. La democrática Unión Europea se comprometió ese año acoger 180.000 refugiados en el continente, pero dos años después (el último del que hay registros generales) sólo se había albergado un 20% de lo prometido. Unas 27.000 personas que vivían (y viven) en condiciones miserables, en campos de refugiados, hacinados, pasando frío, hambre y dolor.

Este es el escenario de fondo de la nueva película del mítico cineasta social Ken Loach. Un film que arranca con la llegada de familias sirias a un pequeño pueblo del condado de Durham, en el norte de Inglaterra. Un pueblo prácticamente abandonado, con su población duramente golpeada por la desindustralización y donde todavía se sufren las heridas de la derrota minera en los 80.

J.T. Ballantyne es el propietario del viejo y destartalado pub The Old Oak (El Viejo Roble). Un lugar de reunión de los vecinos, la mayoría de ellos antiguos mineros que vivieron el cierre de sus puestos de trabajo, deprimidos, alcoholizados, donde hablan de los mejores tiempos pasados.

Con la aparición de los refugiados sirios –la mayoría de ellas mujeres y niños y niñas que lo han perdido todo–, empiezan a aparecer tensiones. Por un lado, aparecen los racistas violentos que los desprecian, insultan y golpean. Después aparecen los que, con su pinta en la mano, juran no ser racistas pero “primero los de casa”. Y finalmente, resplandece la gente solidaria que hace todo lo posible por ayudar, por dar cobijo, comida y compañía.

Ken Loach centra su relato en la amistad que nace entre T.J y Yara, una joven siria fotógrafa. El propietario del bar, ante cada vez más comentarios xenófobos por parte de sus clientes, para luchar contra el veneno del racismo y unir a la población migrante con la nativa –que también sufren un abandono institucional fuertísimo y la falta de cualquier ayuda social– decide abrir la zona del restaurante de su bar, cerrada al público desde hacía décadas, para organizar comidas de confraternización. Un local pequeño, con problemas en el sistema eléctrico y las tuberías del agua, pero todo decorado con las fotografías de las históricas huelgas mineras contra los planes de ajustes de  Margaret Tatcher: los piquetes, las mujeres que todos los días daban de comer a 300 huelguistas, la represión policial… “Quienes comen juntos, permanecen juntos”, aparece en un cartel colgado en la pared. Y esto es lo que hacen, 30 años después: banquetes solidarios y gratuitos, donde la solidaridad de clase estalla.

The Old Oak es una emotiva reflexión sobre cómo es posible arrancar de raíz los prejuicios racistas que pretenden dividir a la clase trabajadora por el color de nuestra piel, la religión o nuestro lugar de origen. Ken Loach se moja y explica por qué el odio antiinmigrante aparece entre sectores de los trabajadores ingleses: no hay trabajo ni servicios sociales dignos, la especulación inmobiliaria ahoga a las familias, regiones enteras abandonadas por las instituciones, depresión económica... Algo que la extrema derecha explota. Pero como dice el protagonista: “cuando sufrimos todo esto siempre miramos abajo, al que está peor que nosotros, a esos pobres bastardos que no tienen nada, en lugar de mirar arriba”. Eso es lo que hay que hacer: mirar arriba, a los empresarios, capitalistas e imperialistas que provocan las guerras, no a quienes las sufren y huyen.

La película llega en un momento idóneo, con el Gobierno de Rishi Sunak aplicando una política salvaje en la cuestión migratoria, hacinando a refugiados en una prisión flotante en la isla de Portland, y también con duros ataques contra la clase trabajadora. Por eso, películas que apelan a la solidaridad de clase por encima de las fronteras, siguen siendo más necesarias que nunca.

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