Cuestiones de táctica y política marxista
El levantamiento de la juventud, los trabajadores y el pueblo chileno contra el Gobierno derechista de Piñera en octubre de 2019 se ha convertido, por derecho propio, en uno de los movimientos revolucionarios de masas más avanzados y profundos de los últimos años.
Como en otras ocasiones a lo largo de la historia, un ataque más, en este caso la subida del billete del metro en Santiago, rebosó el vaso de la indignación social. La cantidad se transformó en calidad y el profundo malestar acumulado estalló. Una de las consignas más coreadas por los manifestantes en aquellas jornadas iniciales fue “no son 30 pesos, son 30 años”, tan sencilla cómo certera: sintetizaba las conclusiones de amplios sectores de la población que no cuestionaban únicamente los ataques y recortes de Piñera, sino el conjunto de políticas aplicadas por la clase dominante y el régimen político establecido desde 1990 tras el fin de la sangrienta dictadura de Pinochet.
Décadas de represión, desigualdad y explotación
La dictadura pinochetista, instaurada en 1973 por los capitalistas con el apoyo del imperialismo estadounidense para aplastar el proceso revolucionario que vivía el país, exterminó a decenas de miles de militantes de los sindicatos y partidos de izquierda. El terror sembrado por los milicos, las ejecuciones extrajudiciales, las torturas y la represión despiadada permitió a la clase dominante (chilena e internacional) hacer de Chile el laboratorio de sus políticas neoliberales: las privatizaciones y el desmantelamiento de los servicios públicos, las contrarreformas laborales y la precariedad se sucedieron sin continuidad y, a diferentes ritmos, se aplicaron posteriormente en otros muchos países.
Pinochet fue obligado a abandonar el poder por la lucha de masas y la derrota abrumadora que cosechó en el plebiscito de 1988, pero la llamada transición democrática fue un completo fraude. La constitución impuesta por la dictadura en 1980 y todo el entramado de leyes reaccionarias y represivas que la acompañan se dejaron intactos, los crímenes quedaron sin juicio y castigo, y las políticas neoliberales se profundizaron.
El capitalismo chileno mudó de apariencia exterior, pero el dominio de la oligarquía financiera y de un puñado de familias ricas quedó blindado. Este fue el resultado del pacto político entre la derecha pinochetista y la Concertación, coalición entre la también derechista Democracia Cristiana (DC) y el Partido Socialista (PS), y que implícitamente fue aceptado por los dirigentes del Partido Comunista (PCCh).
Piñera, o el probable candidato de su partido para las próximas presidenciales, Joaquín Lavín, iniciaron su carrera política como cargos de la dictadura, desempeñando un papel importante en diseñar sus políticas económicas. Todos los Gobiernos chilenos desde 1990, incluido el de la Nueva Mayoría (coalición del PS, PCCh y otras fuerzas entre 2012 y 2016) han mantenido en esencia esas mismas políticas exigidas por la clase dominante.
Chile es hoy el octavo país más desigual del mundo, igualado con Ruanda. Según un estudio del Banco Mundial, el 1% más rico posee el 26,5% del ingreso nacional, mientras el 50% más pobre solo retiene el 2,1%. A ello se suma una ausencia casi completa de sanidad y educación públicas, desmanteladas y privatizadas por la dictadura, situación que ningún Gobierno posterior revertió; o la eliminación del sistema público de pensiones, sustituido por fondos privados controlados por la banca (AFP) que condenan a millones de pensionistas a la miseria.
Situación revolucionaria
En 1915, en su folleto La bancarrota de la II Internacional, Lenin resumía los elementos que caracterizan una situación revolucionaria: “La imposibilidad para las clases dominantes de mantener su dominio en forma inmutable (...) Que ‘los de arriba no puedan vivir’ como hasta entonces. Una agravación, superior a la habitual, de la miseria y las penalidades de las clases oprimidas. (Que ‘los de abajo no quieran’ vivir como antes) Una intensificación considerable, por las razones antes indicadas, de la actividad de las masas, que en tiempos ‘pacíficos’ se dejan expoliar tranquilamente, pero que en épocas turbulentas son empujadas, tanto por la situación de crisis en conjunto como por las ‘alturas’ mismas, a una acción histórica independiente. El conjunto de estos cambios objetivos es precisamente lo que se llama situación revolucionaria”
Todos estos factores estaban presentes en Chile en octubre-noviembre de 2019. La incorporación masiva de la juventud y clase obrera a la lucha, y el apoyo de amplios sectores de las capas medias que han girado a la izquierda golpeadas por la crisis económica y décadas de recortes, precariedad y corrupción, logró lo que parecía imposible: derrotar el estado de sitio y enfrentar la brutal represión del Estado[1], abriendo divisiones profundas dentro de la clase dominante. Sondeos de la prensa capitalista concedían a Piñera un apoyo ridículo de menos del 8%. El rechazo popular se extendía a los partidos que durante 30 años han aparecido como pilares del régimen: la derecha pinochetista, la DC y el PS.
La movilización también desbordó a los dirigentes del PCCh y la Central Única de Trabajadores (CUT), obligándoles a convocar la huelga general de 48 horas del 23 y 24 de octubre que, con un seguimiento histórico, paralizó el país. Manifestaciones multitudinarias inundaron las calles al día siguiente: solo en Santiago, la capital, un millón y medio de personas exigieron la salida inmediata de Piñera, el fin de la represión y el abandono de la austeridad y los recortes.
En el artículo citado anteriormente, Lenin añadía: “la revolución no surge de toda situación revolucionaria, sino solo de una situación en la que a los cambios objetivos antes enumerados viene a sumarse un cambio subjetivo, a saber: la capacidad de la clase revolucionaria para llevar a cabo acciones revolucionarias de masas lo bastante fuertes como para destruir (o quebrantar) al viejo gobierno, que jamás ‘caerá’, ni siquiera en las épocas de crisis, si no se lo ‘hace caer’...”
Las masas chilenas protagonizaron esas “acciones revolucionarias de masas lo bastante fuertes como para destruir (o quebrantar) al viejo gobierno”: tres huelgas generales en pocos meses, incontables manifestaciones y protestas masivas; incluso generaron organismos revolucionarios de coordinación de su lucha como asambleas populares, cabildos abiertos... que se extendieron por los barrios obreros y populares superando a las direcciones políticas y sindicales reformistas.
Si las organizaciones de la izquierda, en especial el PCCh (mayoritario en la CUT y la Mesa de Unidad Social que coordinaba las movilizaciones), hubiesen llamado a paralizar el país en una huelga general indefinida; si, junto a ello, hubiesen planteado un trabajo sistemático entre la base del ejército para ganar a los soldados a la revolución, un plan concreto para ocupar las fábricas y los centros de estudio, y movilizado a decenas de miles de activistas para unificar y extender las asambleas populares y cabildos abiertos coordinándolos nacionalmente en una Asamblea Revolucionaria… el Gobierno de derechas habría sido barrido.
Defendiendo un programa socialista basado en la nacionalización de la banca, la expropiación de la oligarquía y el control democrático de la clase obrera sobre la economía, una asamblea revolucionaria encabezada por un Gobierno obrero sí habría podido lanzar un plan de choque con el que resolver los graves problemas de la población. No cabe duda que millones se hubieran sentido representados por esta alternativa, abriendo el camino para transformar la sociedad.
Pero esta estrategia estuvo completamente ausente de la ecuación. Cuando el 15 de noviembre de 2019 la derecha, el PS y el Frente Amplio (FA) firmaron el “Acuerdo Por la Paz y la Nueva Constitución”, Piñera logró retener el poder en sus manos. Aquel pacto contó al principio con la renuencia de la Mesa de Unidad Social —la plataforma que agrupa a los principales movimientos sociales y sindicatos del país—, la CUT y el PCCh. Pero estos últimos renunciaron a profundizar la revolución y respaldaron en lo esencial la estrategia del acuerdo.
El plebiscito de Octubre de 2020
El plebiscito del 25 de Octubre de 2020 fue un compromiso entre el régimen asesino y los dirigentes reformistas de la izquierda para desactivar el movimiento revolucionario y desviar la lucha al terreno parlamentario. Por supuesto, mientras las direcciones de los trabajadores creaban ilusiones en una nueva constitución, el Gobierno y los capitalistas adoptaban otro tipo de medidas. Piñera invirtió más de 15 millones de dólares en equipar a los milicos y policía, y anunció el despliegue de 40.000 carabineros para control de manifestaciones después de aprobar nuevas leyes represivas en el parlamento, que contaron con el apoyo infame del PS.
Con todo, y a pesar de los obstáculos y las maniobras que se han sucedido sin pausa, millones de jóvenes y trabajadores volvieron a asestar un duro golpe a la reacción, esta vez en su propio terreno. Un año después del estallido revolucionario, 5.884.076 de los participantes en el plebiscito (78,27%) votaron derogar la Constitución de 1980. Otros 5.644.418 (78,99%) aprobaron también que la convención encargada de redactar la nueva constitución sea electa en su integridad, derrotando la pretensión gubernamental de que un 50% de la convención constituyente la integrasen miembros del actual parlamento dominado por la derecha.
El voto fue masivo en los barrios proletarios, con 10 o 15 puntos de participación más que las urbanizaciones de clase media-alta y con porcentajes de apoyo al “apruebo” superiores al 80 y 85%. Solo 5 municipios en todo el país respaldaron la constitución pinochetista, incluyendo una base militar y los tres municipios con mayor renta per cápita. Decenas de miles de jóvenes y trabajadores tomaron al día siguiente la Plaza Dignidad (epicentro del estallido revolucionario de 2019) para dejar claro que las fuerzas que levantaron la revolución chilena siguen activas.
La prensa burguesa tuvo que reconocerlo en sus análisis. Los resultados no significaban tan solo apoyar una mera renovación constitucional, y mucho menos que las masas estén dispuestas a esperar más de dos años, hasta que se redacte una nueva constitución, para que sus reivindicaciones sean atendidas.
Atendiendo a estos desarrollos la cuestión a dirimir no es complicada de entender: o una reforma cosmética del régimen, que permitirá utilizar a la clase dominante todos los mecanismos a su alcance para descafeinar cualquier texto constitucional y después pasar a incumplir aquellos artículos que afecten a sus intereses; o plantear una alternativa socialista basada en la fuerza demostrada por las masas en lucha, y que plantee con toda franqueza la expropiación del poder político y económico de la burguesía chilena.
La cuestión de la asamblea constituyente, incluyendo la posición que desde sectores de la izquierda anticapitalista se ha ofrecido como alternativa, “asamblea constituyente libre y soberana”, debe ser examinada a la luz de esta disyuntiva. Para profundizar en este debate es importante recurrir a la experiencia histórica, tanto en Chile como internacionalmente, y basarnos en los fundamentos de la teoría marxista.
Lecciones de la Unidad Popular
En 1970 la victoria en las elecciones presidenciales de Salvador Allende, candidato de la Unidad Popular (frente del PS, PCCh y otras organizaciones de izquierda) abrió una crisis revolucionaria que impactó América Latina y el mundo entero. En el programa político de la UP se planteaban reformas políticas y sociales para mejorar gradualmente las condiciones de vida de la población, y se teorizaba sobre una “vía chilena al socialismo” utilizando los resortes del parlamentarismo y las leyes. Allende confiaba movilizar los recursos institucionales a su alcance, incluido el supuesto respeto del ejército chileno a la constitución, para sortear la oposición activa del imperialismo estadounidense, de la oligarquía y de la extrema derecha.
Las ilusiones en alcanzar el “socialismo” mediante reformas parlamentarias pronto se dieron de bruces con la realidad. La burguesía y el imperialismo utilizaron la mayoría de la derecha en el parlamento para sabotear toda la legislación que Allende intentó implementar. No siempre lo consiguió, porque las atribuciones presidenciales eran muy importantes, pero su firme control del aparato estatal y de las grandes empresas, de los bancos y la tierra les permitía perfectamente, como así ocurrió, sabotear todas las medidas que afectaban a sus intereses de clase. La reacción desplegó todo su arsenal legal, pero también el ilegal movilizando a las bandas fascistas y utilizando al lumpen y a las organizaciones patronales para aterrorizar a la vanguardia obrera y juvenil.
En un contexto de crisis económica creciente y de hostilidad manifiesta desde la democracia cristiana hasta la extrema derecha de Patria y Libertad, las masas obreras y populares sacaron conclusiones políticas muy aceleradas y giraron cada vez más a la izquierda. Para defenderse de la patronal crearon los cordones industriales en Santiago y otras ciudades, coordinaciones de comités de huelga que en la práctica actuaban como organismos de poder obrero que pronto se convirtieron en un auténtico desafío para la burguesía. También se formaron las Juntas de Abastecimiento y Precios (JAP) para luchar contra el sabotaje económico y la especulación. Estos organismos pidieron al Gobierno su unificación y la sustitución del parlamento burgués dominado por la derecha por una Asamblea Revolucionaria del poder obrero y popular.
Las direcciones del PS y del PCCh, influenciados por la URSS estalinista y la doctrina reformista del etapismo, en lugar de aceptar estas propuestas y basarse en la fuerza extraordinaria de las masas en acción, intentaron conciliar y llegar a acuerdos con el ala “progresista” de la democracia cristiana. En lugar de pasar a una ofensiva general contra la derecha y el imperialismo, nacionalizar la economía e imponer el control obrero de la producción, algo perfectamente posible, intentaron contemporizar con la reacción, realizando concesión tras concesión, y depositaron todas sus esperanzas en conquistar la mayoría en el parlamento burgués en unas próximas elecciones.
Pocos días antes del golpe militar del 11 de septiembre de 1973, cientos de miles de trabajadores desfilaron ante el palacio de la Moneda pidiendo armas al presidente y mano dura contra los golpistas, que ya estaban conspirando abiertamente. Pero Allende y los dirigentes de PCCh no hicieron nada al respecto. Semanas antes habían elogiado la lealtad constitucional del ejército y promocionado a Augusto Pinochet a la jefatura del Estado Mayor. La clase trabajadora sabía certeramente que el golpe se iba a desencadenar, pero a pesar del martirio de Allende y sus compañeros, los dirigentes estalinistas y reformistas de la izquierda ni armaron a los trabajadores ni emprendieron la ofensiva. La parálisis política de su estrategia se pagó con un río de sangre obrera, y los militares, con el apoyo de la CIA, se hicieron con el poder.
La reacción militar se enseñoreo del continente: Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Colombia… La experiencia chilena, como otras tantas, demostró la imposibilidad de la transformación socialista recurriendo a los mecanismos del parlamentarismo burgués y la colaboración de clases. Una lección importante para los acontecimientos actuales.
La asamblea constituyente y la posición de los marxistas
Un principio irrenunciable del marxismo es que “la verdad siempre es concreta”. En ciertas circunstancias políticas, específicamente en la lucha contra regímenes despóticos o dictaduras, Marx, Lenin y Trotsky inscribieron la consigna democrática de la “asamblea constituyente” en su programa junto a otra serie de reivindicaciones transicionales. Por ejemplo, Marx defendió la consigna de asamblea constituyente en la revolución de 1848 para Alemania, en la medida que permitía movilizar a las masas populares contra la monarquía absoluta, por la unificación del país y a favor de los derechos democráticos.
Es importante reconocer también que las aspiraciones democráticas de las masas fueron traicionadas por la burguesía, que prefirió echarse en manos de la reacción monárquica y pactar con ella. Abrir el camino a una revolución que, además de conquistar la democracia política en términos burgueses, fortalecía al proletariado insurrecto y sus objetivos socialistas, estuvo detrás de la inconsistencia que también manifestó la pequeña burguesía, de sus vacilaciones y su capitulación en el combate. Marx y Engels escribieron mucho sobre ello, y textos como el Mensaje del Comité Central a la Liga Comunista, que Lenin reconocía saberse casi de memoria, siguen siendo una fuente de inspiración para los momentos actuales.[2]
La consigna de asamblea constituyente fue también utilizada por Lenin y Trotsky en la revolución de 1905 en la lucha contra el despotismo zarista, como parte de otras consignas que jugaron un papel fundamental en la agitación revolucionaria: jornada de ocho horas, libertad de expresión, reunión y manifestación, derecho de autodeterminación y, sobre todo, la insurrección armada para acabar con el régimen. Lenin y Trotsky rechazaron tajantemente cualquier tipo de alianza con la burguesía rusa, y se opusieron al Manifiesto Constitucional emitido por el zar el 17 de octubre de 1905, tras la oleada huelguística más impresionante de la historia, calificándolo de fraude al pueblo.
En medio de una ofensiva revolucionaria, los marxistas rusos no se pusieron a negociar con el primer ministro Witte la redacción de la nueva constitución o la preparación de las elecciones a la Duma, sino que entendieron que aquella concesión era el resultado de la fuerza del movimiento y alentaron a la intensificación de la lucha y al fortalecimiento de los sóviets, los órganos de poder obrero surgidos al calor de la huelga, para lograr el derrocamiento revolucionario del zarismo.
La experiencia de la revolución rusa de 1917 fue todavía más esclarecedora. Los bolcheviques llevaban en su programa la reivindicación de la asamblea constituyente cuando se produjo la revolución de febrero. Pero una vez que el zarismo fue derrocado por la acción armada de los trabajadores y soldados de Petrogrado, esa consigna no jugó ningún papel en la propaganda bolchevique. Retamos desde aquí a cualquiera a presentar un solo texto de Lenin y Trotsky entre febrero y octubre de 1917 donde se utilice la consigna de la asamblea constituyente como un eje de su agitación. Será un esfuerzo vano.
Los bolcheviques movilizaron a la clase obrera y el campesinado con un programa y unas consignas que incidían en el carácter socialista de la revolución. Por supuesto que existían “ilusiones democráticas” entre los trabajadores y los campesinos rusos, como también había fuertes tendencias a la conciliación con la burguesía entre los reformistas de aquel momento, los mencheviques y socialistas revolucionarios. Pero los bolcheviques nunca las alimentaron, al contrario, explicaron pacientemente que la única forma de alcanzar la auténtica democracia con justicia social era acabando con el capitalismo, la propiedad terrateniente y la guerra, y extendiendo la revolución a Europa. Todo el poder a los sóviets, para lograr la paz, el pan y la tierra. Ese fue el programa, en síntesis, del bolchevismo. Y esta es, en síntesis, la teoría de la revolución permanente.
En la Rusia de 1917 la consigna de asamblea constituyente sí fue enarbolada por los reformistas mencheviques y socialrevolucionarios. “Los representantes de las clases poseedoras rusas y, a la zaga de ellos, los conciliadores, estaban a favor de postergar la resolución de todos los problemas importantes de la revolución, ‘hasta la Asamblea Constituyente’, mientras demoraban la convocatoria de esta (…)”, explica Trotsky en su monumental Historia de la Revolución Rusa.
Existen más ejemplos. Cuando los marinos, soldados y los trabajadores alemanes se levantaron contra el Kaiser en noviembre de 1918 y barrieron la monarquía, establecieron la república de los Consejos de Obreros y Soldados. En ese momento la burguesía alemana salía derrotada de la Primera Guerra Mundial y los bolcheviques se hacían con el poder en Rusia. Las posibilidades para el triunfo de la revolución socialista en Alemania eran más que evidentes. Pero la clase dominante y el Estado Mayor reaccionaron con rapidez para conjurar la amenaza. Apoyándose en la dirección reformista del Partido Socialdemócrata (SPD), que había demostrado su fiabilidad servil en los años de guerra, logró controlar desde dentro los Consejos de Obreros y Soldados apelando a la consigna de elecciones “libres” a la “asamblea constituyente”. Es decir, descarrilar la revolución socialista logrando que las masas aceptasen unas elecciones parlamentarias mientras el poder seguía en manos de la oligarquía militarista.
El desenlace de aquella estrategia contrarrevolucionaria, que adoptó las formas “democráticas” de la “asamblea constituyente” es conocido. El frente único entre el SPD, el Estado Mayor, los freikorps y la burguesía logró aplastar la insurrección obrera de Berlín en enero de 1919 y asesinar a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Las elecciones a la asamblea constituyente se realizaron días después en un ambiente de terror contrarrevolucionario, con el Partido Comunista en la ilegalidad y miles de sus militantes asesinados y encarcelados. La República de Weimar comenzaba su andadura, pero los graves problemas sociales y económicos derivados de la descomposición del capitalismo no se resolvieron ni mucho menos,
¿Qué programa necesita la clase obrera chilena para vencer?
Ante lo irrefutable de estos hechos, los defensores de la consigna Asamblea Constituyente Libre y Soberana argumentan que en Rusia en 1917 existía una situación de doble poder y en Chile no. Evidentemente en el proceso de la revolución chilena de octubre de 2019 no surgieron sóviets en la manera en que se constituyeron en Rusia desde febrero hasta octubre. Pero si existieron organismos populares como los cabildos abiertos que reflejaban la tendencia a constituir órganos de poder alternativos a la burguesía. Es más, las condiciones de una situación revolucionaria estaban presentes en Chile en los términos definidos por Lenin: la clase dominante se mostraba dividida sobre el camino a tomar para hacer frente a la lucha de masas (represión o concesiones); las capas medidas giraban a la izquierda, o al menos observaban neutralidad; la clase obrera, la juventud y los oprimidos mostraron una decisión inequívoca de continuar la batalla desbaratando los planes represivos.
El factor que estaba ausente de la situación era la presencia de un partido revolucionario con influencia real entre las masas y armado con un programa alternativo para tomar el poder. Y la ausencia de este factor, una vez más, ha sido determinante para la evolución que han tomado los acontecimientos. En el proceso de la revolución, los organismos de doble poder, para que se desarrollen, generalicen y unifiquen, necesitan del impulso consciente de una dirección dispuesta a llevar la lucha hasta el final. ¿Algún partido de masas de la izquierda chilena ha planteado tal estrategia? No, todo lo contrario. El PS y los partidos del Frente Amplio se subieron al carro de Piñera, y el PCCh primero se negó en redondo a convocar a la huelga general indefinida para derrocar al Gobierno asesino, y más tarde se plegó a la convención constituyente acordada entre la derecha y la socialdemocracia.
La cuestión, por tanto, es entender que la consigna de la asamblea constituyente, una institución burguesa que al fin y al cabo no socava el poder de la oligarquía chilena, se ha colocado en primer plano con el fin de derrotar el movimiento revolucionario y descarrilarlo en el pantano del parlamentarismo burgués. Finalmente, con la izquierda reformista, el PCCh y la CUT apostándolo todo al guión de la asamblea constituyente, esta opción se ha impuesto entre amplios sectores de la población. Pero las masas apoyan esta salida porque creen que traerá soluciones frente a los recortes y las privatizaciones, la austeridad, el paro y la represión.
La postura de los marxistas, obviamente, no puede ser llamar al boicot de esa asamblea, lo que constituiría un izquierdismo infantil y estéril. Nuestra obligación es explicar pacientemente y acompañar a las masas en su experiencia, realizando una crítica marxista para elevar el nivel de conciencia y combatividad de la vanguardia. Presentar candidatos revolucionarios que expliquen, de manera concreta y detallada, que lo que necesitamos no es una constitución capitalista, sino derrocar el capitalismo. Abogar por un gobierno de los trabajadores que nacionalice la banca, los monopolios y la tierra, porque es la única manera real de asegurar el empleo y las pensiones dignas, la sanidad y la educación públicas, acabar con las privatizaciones y la corrupción, garantizar los derechos de pueblo mapuche y la depuración de fascistas del aparato del Estado.
La burguesía chilena es muy consciente de que incluso una asamblea constituyente, en el contexto actual, debe estar amañada y controlada. Por eso han introducido que se necesite una mayoría cualificada de 2/3 para que la nueva constitución salga adelante. Con poco más de un tercio de la cámara por tanto, la derecha podría vetar cualquier artículo constitucional contrario a sus intereses. Además, los plazos fijados para aprobarla se han colocado ¡en mayo de 2022! Esta dilación busca desmoralizar a la población con interminables debates parlamentarios, mientras siguen aplicando sus políticas capitalistas y recomponen sus fuerzas.
Los marxistas no somos sectarios. Hemos valorado el resultado del referéndum como un tremendo golpe a la derecha y entendemos que, aunque la revolución chilena iniciada en octubre de 2019 se encuentra en una fase temporal de reflujo, las condiciones objetivas son tan explosivas que el movimiento inevitablemente se reactivará. Por ejemplo, el candidato del PCCh a las próximas elecciones presidenciales, Daniel Jadue, está en primera posición en las encuestas con un 17,9%. Este dato, uno más, da una idea del profundo giro a la izquierda que vive la sociedad chilena y del enorme potencial que existe para construir una alternativa revolucionaria consecuente.
Pero es necesario decir alto y claro que ningún parlamento burgués, y la asamblea constituyente por muy “libre y soberana” que se autoproclame lo es, puede resolver los problemas de los oprimidos.
Toda la experiencia histórica demuestra que la constitución o el parlamento más democráticos chocan con un obstáculo insalvable: el carácter de clase del Estado capitalista. El Estado burgués y todas sus ramificaciones: leyes, jueces, ejército y policía, parlamento,... responden en última instancia a la clase dominante. Incluso cuando la presión de las masas fuerza la aprobación de leyes a su favor, o elige un parlamento dominado por la izquierda, el aparato estatal sabotea cualquier medida progresista. Esta ha sido la experiencia en países donde la izquierda ha gobernado durante años y se aprobaron constituciones progresistas como Venezuela, Bolivia o Ecuador.
El rasgo fundamental que define hoy la situación a escala internacional es el miedo de la clase dominante a la revolución. La contradicción entre la enorme fuerza y disposición a luchar de los oprimidos, y la ausencia de una dirección marxista con un programa y un plan de acción para vencer, hace que los procesos revolucionarios sufran distorsiones monstruosas, avances y retrocesos, y que muchos de ellos se salden en derrotas. Pero una diferencia significativa con otros momentos históricos es que, pese a la capitulación de las direcciones reformistas y su franca colaboración con el orden capitalista, la burguesía no consigue cerrar de manera concluyente los procesos revolucionarios abiertos. La cuestión de la asamblea constituyente en Chile es un ejemplo clarísimo.
Notas.
[1] Piñera decretó el toque de queda y le estado de excepción para acabar con las protestas. La actuación policial causó, según el Instituto Nacional de Derechos Humanos, 1.915 personas heridas y 20 muertos reconocidos oficialmente tan solo en el primer mes de movilizaciones, más de la mitad por disparos de los militares y carabineros con balines de goma, disparos de bala o arma no identificada, y cerca de 600 por perdigones, ocasionando pérdidas oculares a 182 personas. A todo ello hay que sumar varios miles de procesados y detenidos, muchos de los cuales todavía siguen en prisión.
[2] “La actitud del partido obrero revolucionario ante la democracia pequeñoburguesa es la siguiente: marcha con ella en la lucha por el derrocamiento de aquella fracción a cuya derrota aspira el partido obrero; marcha contra ella en todos los casos en que la democracia pequeñoburguesa quiere consolidar su posición en provecho propio. Muy lejos de desear la transformación revolucionaria de toda la sociedad en beneficio de los proletarios revolucionarios, la pequeña burguesía democrática tiende a un cambio del orden social que pueda hacer su vida en la sociedad actual lo más llevadera y confortable (...)
Mientras que los pequeñoburgueses democráticos quieren poner fin a la revolución lo más rápidamente que se pueda, después de haber obtenido, a lo sumo, las reivindicaciones arriba mencionadas, nuestros intereses y nuestras tareas consisten en hacer la revolución permanente hasta que sea descartada la dominación de las clases más o menos poseedoras, hasta que el proletariado conquiste el poder del Estado, hasta que la asociación de los proletarios se desarrolle, y no en un solo país, sino en todos los países dominantes del mundo, en proporciones tales, que cese la competencia entre los proletarios de estos países, y hasta que por lo menos las fuerzas productivas decisivas estén concentradas en manos del proletariado. Para nosotros no se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”. Marx y Engels, Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunistas