¿Es posible una transición desde la dictadura de Ben Alí hasta la consecución de las reivindicaciones democráticas, sociales y económicas de las masas tunecinas, en un proceso dirigido por la misma cúpula del régimen dictatorial? Los acontecimientos del mes de febrero nos dan la respuesta. El gobierno de Mohamed Ghannouchi (primer ministro con Ben Alí durante once años), presentado como de unidad nacional y de transición a la “democracia” pero realmente continuista, fue derribado el 27 de febrero, casi un mes después de su formación, por el movimiento revolucionario.
En última instancia, esta experiencia demuestra el hecho de que la burguesía (en gran parte vinculada a la camarilla del antiguo dictador) y el aparato burocrático del Estado no pueden dar solución a los problemas de la población, y de que sólo la ruptura con el imperialismo y con el capitalismo puede hacerlo. La resolución de las demandas democráticas de las masas tunecinas (como en Egipto, Libia, y el mundo árabe en general) pasan por la transformación socialista de la sociedad. El primer intento de formar gobierno de Ghannouchi fue el 17 de enero, tres días después de la huida del dictador. Ese gobierno incluía una mayoría de ministros del partido de Ben Alí, RCD (hoy ilegalizado), junto a una testimonial presencia del ex Partido Comunista y otros partidos legales en la dictadura, y topó inmediatamente con la resistencia del movimiento. Trabajadores y jóvenes de todo el país tomaron el centro de la capital, y en particular la avenida Habib Bourguiba y la plaza de la Kasbah (epicentro de la revolución), durante dos semanas enteras, exigiendo la dimisión de todos los miembros de RCD.
A la cabeza de ese movimiento, se colocaron organizaciones ilegales de la izquierda y los militantes y cuadros intermedios de la Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT), que desafiaron las vacilaciones y componendas planteadas por una parte importante de su cúpula. Durante dos semanas la clase dominante tunecina, desplazada del poder, tuvo que maniobrar, y negociar con la UGTT. En esos momentos el movimiento, que había acabado con la dictadura, tenía el poder. Si el sindicato hubiera llamado a formar una asamblea de delegados de los comités en barrios, localidades, etc., y de sus propias federaciones locales, y a la extensión de esos comités donde no había, habría creado el germen de un nuevo poder, un poder obrero, que hubiera podido gobernar de formar democrática toda la sociedad. Finalmente, la propuesta de formar un gobierno sin ningún miembro de RCD, salvo el propio Ghannouchi, fue aceptado por la dirección del sindicato, en una reñida votación, el 28 de enero.
Un gobierno débil desde el principio
La decisión de la UGTT desconcertó temporalmente al movimiento. Miles de jóvenes resistieron en la avenida Habib Bourguiba, frente al Ministerio de Interior, pero fueron finalmente reprimidos y brutalmente desalojados por la policía. Sin embargo, como luego vimos en Egipto, las masas no dieron ningún respiro al nuevo gobierno burgués continuista.. La oleada de huelgas y manifestaciones impulsada por la victoria del 14 de enero no decreció, pese a los desesperados llamamientos de Abdessalem Jerad, secretario general de la Unión, y pese a la calumnia, expandida por él, de que agentes de RCD estaban detrás de los paros y asaltos a comisarías.
El 10 de febrero, tras 11 días de gobierno, la UGTT le reclamó negociaciones sociales. “Al gobierno le interesa entablar rápidamente negociaciones con la central sindical, puesto que la situación social es explosiva”, declaró un dirigente sindical. El mismo reconoció que “no controlamos todos los movimientos de las huelgas”, y que la dirección sindical “está siendo contestada por una corriente de izquierda que organiza esporádicamente concentraciones delante de sus locales en la capital para reclamar su dimisión, acusándole de contemporizar con el gobierno provisional y de corrupción” (AFP, 11/02/11). Curiosamente, sólo cinco días antes, la cúpula sindical había manifestado “su satisfacción por la mejora sensible del plan de seguridad, a fin de permitir una reanudación de la actividad normal de los ciudadanos y de las empresas productivas”. También tomaba nota de “los progresos importantes registrados en cuanto a la resolución de ciertos asuntos sociales urgentes”. Es evidente que el movimiento no opinaba igual. Eso sí, la misma declaración de la UGTT advertía al gobierno, expresando “su preocupación en cuanto a los últimos nombramientos de gobernadores, ya que la mayoría de ellos [19 de 24] tuvieron responsabilidad en RCD o están presuntamente [sic] implicados en casos de corrupción y malversación”. Y es que una de las reivindicaciones más sentidas por la revolución es el cese de todos los cargos que participaron en la dictadura, a todos los niveles. Depuración que en muchos casos el movimiento ha conseguido imponer en empresas y organismos oficiales, sobre todo locales.
La revolución avanza
El intento de Ghannouchi de resistir basándose en sectores de las capas medias que pudieran estar suspirando por cierta estabilidad, y organizando una manifestación de apoyo al “restablecimiento del orden”, se saldó de forma muy magra, con 200 manifestantes.
La semana del 20 al 27 de febrero fue decisiva para el avance del movimiento y la caída del gobierno. Los maestros se declararon en huelga indefinida y junto a ellos los estudiantes de instituto jugaron un papel clave. Las manifestaciones exigiendo la dimisión del gobierno, incapaz de dar satisfacción ni a una sola de las demandas populares, han recorrido todo el país: Ben Guerden, Monastir y Gabés el lunes 21, Sfax y Redeyef el martes, Kairouan y Sousse el miércoles, y así hasta el viernes. El domingo 20 de febrero, decenas de miles de manifestantes exigieron la dimisión del gobierno en el mismo escenario del 14 de enero. Unos cientos de jóvenes decidieron acampar en la Kasbah hasta conseguirla. El lunes 21 ya eran miles. Otros miles y miles fueron llegando en los días siguientes, de todos los rincones de Túnez. El viernes 25 una multitud de 250.000 manifestantes (la manifestación más masiva desde la caída de Ben Alí) clamaron por la caída del gobierno en la capital, mientras otros 100.000 lo hacían en el resto del país. Algunos jóvenes ocuparon el Ministerio de Turismo, lo que fue utilizado para excusar una violenta represión policial. En Tozeur y Kasserine comisarías y aduanas fueron asaltadas. El impotente Ghannouchi se quejaba amargamente de que el pueblo tunecino “todavía no está maduro para la democracia”.
El sábado 26 muchos de los manifestantes se mantenían, a pesar de que el gobierno había decidido cortar la avenida Habib Burguiba. Miles de jóvenes intentaron asaltar el Ministerio de Interior. La policía, la misma de la época de Ben Alí, contestó matando e hiriendo. En total, en estas jornadas, seis revolucionarios han perdido la vida a manos de las fuerzas del gobierno. Sin embargo, puesto que en este nivel de la revolución en Túnez la represión no paraliza el movimiento, Ghannouchi no pudo resistir la presión más allá del domingo 27. Todo su gobierno dimitió y el presidente provisional Fuad Mebaaza (también cargo político en la dictadura) encargó formar el nuevo a Beji Caid Essebsi. Este abogado fue ministro de Asuntos Exteriores a principios de los 80, cuando gobernaba Habib Bourguiba (predecesor de Ben Alí), y por tanto con él la clase dominante pretender dar una imagen menos comprometida con la dictadura (aunque Essebsi fue también embajador en Alemania occidental con Ben Alí y presidente de la cámara de Diputados). Por eso, Siad Cherni, un abogado y activista de derechos humanos tunecino en declaraciones a Al Jazeera, señala: “Los tunecinos son lo suficientemente inteligentes como para saber que no es un verdadero cambio: han cambiado la cabeza, pero no el régimen”. En estos momentos la situación es inestable; en una entrevista televisiva, Abdessalem Jerad negaba que la UGTT diera legitimidad a este nuevo gobierno, ya que no había sido negociado previamente. Reflejaba así la presión interna fruto del movimiento de masas.
Es imprescindible un programa socialista
El (en principio) nuevo primer ministro ha prometido elecciones en julio “como máximo” y la creación de una Asamblea Constituyente. Como venimos señalando desde la Corriente Marxista El Militante, ante el ímpetu de la revolución, los capitalistas intentarán hacerla descarrilar por distintos medios. Uno de ellos, la adopción de la bandera, aparentemente rupturista, de la Asamblea Constituyente. La promesa de convocarla es un engaño. Sin tocar las bases materiales del poder de la burguesía, cualquier tipo de asamblea se enredará en todo tipo de discusiones y maniobras parlamentaristas, que polemizarán sobre aspectos secundarios. Mientras, los oprimidos, los protagonistas de la insurrección, verán pasar el tiempo sin ninguna perspectiva concreta de solución de sus perentorios problemas: el paro, la carestía de la vida, la explotación, la reforma agraria, la depuración del Estado. De esta forma la clase dominante intentará cansar al sector más consciente y activo de las masas, aislarlo del resto y recuperar plenamente su control.
Ninguna maniobra que surja de las entrañas del antiguo régimen puede traer libertades democráticas, mucho menos la resolución de los graves problemas sociales que fueron el origen de la revolución. El gobierno de la sociedad debe venir del propio movimiento (y especialmente el movimiento obrero), ya que él y sólo él conoce las necesidades reales de la mayoría, y sólo él busca soluciones reales a esas necesidades. El ejemplo de Libia, donde los comités populares han sido capaces de dirigir la revuelta y la vida de las zonas liberadas, es claro. La toma del poder por parte de la clase obrera, mayoritaria en el país, y junto a ella el resto de sectores oprimidos, organizados a través de asambleas y comités, y la expropiación de las grandes empresas y su puesta en funcionamiento bajo el control de los trabajadores, permitirían empezar a solucionar los problemas. ¿Cómo conciliar una subida drástica de salarios, la creación de empleo para cubrir necesidades sociales, la bajada de los precios de productos básicos, o un subsidio de paro suficiente e indefinido, por poner claros ejemplos, con el beneficio de los imperialistas y capitalistas, que necesitan a toda costa —y más en el contexto de la crisis mundial de su sistema— mantener a las masas en condiciones de sobreexplotación?
El estallido de la revolución en Libia ha sido visto por las masas tunecinas, como no podía ser de otra forma, como un capítulo más (y muy importante) de la revolución que está sacudiendo toda la región árabe. La ola de solidaridad con los revolucionarios libios ha sido enorme, y se ha reflejado gráficamente con la acogida a las decenas de miles de personas que han cruzado la frontera libio-tunecina, huyendo de las masacres de Gadafi. En la mayoría de los casos están siendo egipcios (un millón y medio de ellos vive en Libia), y tunecinos. La revolución tunecina, a pesar de su escasez de recursos para absorber a esta marea de refugiados (se calcula en cincuenta mil en pocos días), les ha acogido como hermanos, procurando satisfacer al menos sus necesidades inmediatas. ¡Qué contraste con los gobiernos burgueses europeos, que se llenan la boca para condenar la represión de Gadafi (con el que hacían buenos tratos hasta hace pocos días), mientras a la vez mantienen a los refugiados en Lampedusa (Italia) en condiciones deplorables, y se preparan para tomar incluso medidas militares para evitar un éxodo a Europa!
Como dice Hazem Missaoui, desde Djerba, “las familias tunecinas son pobres y están compartiendo sus cenas y almuerzos con los que se acercan a la frontera. El gobierno envía alimentos y medicamentos, pero estamos terminando una revolución y Túnez también necesita ayuda”. La ayuda que necesitan las masas árabes sólo la puede dar la clase obrera del resto del mundo, inspirándose en su ejemplo, luchando contra la opresión imperialista y las intervenciones que prepara, contra el capitalismo, difundiendo su revolución, y organizando a través de sus organizaciones de clase el apoyo material necesario.