En este mes se cumple el noventa aniversario de la Comuna asturiana, aquel Octubre del 34 en el que los trabajadores y su vanguardia revolucionaria, los mineros, tomaron el poder por unas semanas, combatieron al fascismo con las armas en la mano y pusieron a prueba su enorme capacidad para construir una sociedad libre de explotación.
La insurrección obrera del 34 marcó un punto de ruptura con lo que acontecía en Europa. Mientras el fascismo en Italia o en Alemania triunfó sin provocar ninguna resistencia armada de envergadura, en el territorio español las cosas iban a ser bastante diferentes. La dictadura fascista solo logró imponerse después de tres años de guerra civil y de una revolución social que conmovió el mundo igual que lo hizo la revolución bolchevique de 1917.
En un momento en que los progresos de la extrema derecha se hacen muy visibles, desde Israel a EEUU, desde Argentina a Chile, en Alemania, Austria, Francia o en el Estado español, no tiene sentido minimizar esta amenaza apelando a la democracia capitalista o a “cordones sanitarios” en el Parlamento.
Hoy como ayer, la lucha contra el fascismo va unida a la revolución. La burguesía necesita suprimir los derechos y las libertades democráticas, pisotear su propia legalidad, aplastar a la izquierda organizada y militante para seguir manteniendo el orden social del que extrae sus beneficios y privilegios. Hoy como ayer, esta ofensiva totalitaria chorreante de racismo institucionalizado, y la progresiva y pública fascistización del aparato del Estado, de la policía, de los tribunales… nos vuelve a interpelar: ¿permitiremos que la peste parda se haga con el control de la situación?
Conocer y entender lo que fue la Comuna asturiana, sus fuerzas motrices, sus grandes aciertos, y también sus carencias, no es un ejercicio baladí. Nos prepara para encarar los grandes acontecimientos que van a llamar a nuestra puerta. No podemos mirar hacia otro lado.
Republicanos de ocasión
Tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera en enero de 1930, la monarquía borbónica estaba condenada. Corroída por la crisis económica, las huelgas obreras masivas y las protestas estudiantiles, con la desafección de amplios sectores de la pequeña burguesía y la intelectualidad liberal, se enfrentaba a una situación desesperada.
A principios de 1931, y ante la ausencia de una base social suficiente en la que apoyarse, los líderes monárquicos maniobraron con la esperanza de lograr el apoyo de los sectores republicanos más moderados a un dudoso proyecto de monarquía constitucional. Todo ello desembocó en la convocatoria de elecciones municipales para el 12 de abril, pero la jugada salió mal. A pesar del fraude perpetrado por los caciques rurales, el triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue arrollador en las principales ciudades del país.
El 14 de abril, el entusiasmo ya era imparable. El ayuntamiento de Eibar fue el primero en izar la bandera republicana en su balcón. En Barcelona, los trabajadores abandonaron las fábricas y llenaron la plaza de la Generalitat y sus aledaños. Lluís Companys proclamó la república, mientras los concejales de Esquerra Republicana cantaban La Marsellesa seguidos por la multitud, que posteriormente se dirigió a la cárcel Modelo para liberar a los presos, ante la atónita mirada de los funcionarios.
En Madrid, miles de trabajadores venidos desde los barrios obreros llenaban por segundo día el centro de la capital. Tras horas de grandes manifestaciones populares, los emisarios del rey negociaron las condiciones de la abdicación. A las ocho y media de la tarde, el exmonárquico Niceto Alcalá Zamora proclamó la Segunda República en nombre del gobierno provisional republicano reunido en la sede del Ministerio de la Gobernación.[1] Alfonso XIII tomaba el camino hacia un exilio dorado, con los equipajes repletos de dólares y oro. Una tradición en esta familia de puteros y ladrones que se ha perpetuado a lo largo de los años.
Con una correlación de fuerzas tan desfavorable, los capitalistas, los terratenientes y el aparato militar no pudieron impedir la llegada de la república, la aceptaron como un mal menor con el que había que lidiar. Pero la confianza de millones de oprimidos en sus propias fuerzas no hizo más que aumentar tras el 14 de abril. La convicción de que era posible acabar con siglos de opresión se apoderó de la conciencia popular.
Los momentos de grandes virajes ponen a prueba a las organizaciones y sus líderes. Y aunque toda una historiografía “progresista” se ha dedicado a blanquear y cantar las bondades de los “republicanos liberales”, la historia es muy clara al respecto.
El caso de Manuel Azaña, dirigente de Acción Republicana (más tarde Izquierda Republicana) y figura prominente de esos años, es un ejemplo paradigmático. Su actitud en aquellas horas trascendentales, narrada vívidamente por otro reaccionario convertido en republicano de ocasión, Miguel Maura, deja poco lugar a la especulación:
“No fue fácil localizarle porque el secreto que envolvía su paradero era celosamente guardado por sus íntimos. Al fin, me indicaron el domicilio de su cuñado, Cipriano Rivas Cherif. Fui en su busca. Tras no pocas formalidades, y teniendo que dar el nombre y esperar un buen rato, fui introducido en una habitación del fondo de la casa. Allí estaba, pálido, con palidez marmórea (...) Le hice presente el objeto de mi visita y le conminé para que me acompañase (...) Se negó rotundamente (...) ¡No salía yo de mi asombro! Le expliqué la euforia del pueblo (...) Ya me disponía a dejarle encerrado cuando apareció su cuñado Rivas Cherif, que regresaba de la calle en un estado de excitación y entusiasmo similar al de los republicanos en esa hora. Confirmó con pormenores cuanto yo venía diciendo y, por fin, Azaña, de muy mala gana, se decidió a seguirme (...) Azaña, hombre de una inteligencia extraordinaria y de cualidades excelsas, estaba aquejado de un miedo físico insuperable.”[2]
Manuel Azaña sintetizaba la cobardía política de esos republicanos que rendían un culto obsesivo a la propiedad privada y a las instituciones del Estado, y eran orgánicamente incapaces de enfrentarse a las grandes tareas de la historia. Miguel Maura señaló con franqueza las intenciones que guiaron a estos políticos: “La Monarquía se había suicidado y, por lo tanto, o nos incorporábamos a la revolución naciente, para defender dentro de ella los principios conservadores legítimos, o dejábamos el campo abierto, en peligrosísima exclusiva, a las izquierdas y a las agrupaciones obreras”.[3]
Para controlar con mayor efectividad estas organizaciones republicanas, la clase dominante las llenó de políticos del viejo régimen: “Los republicanos acogieron a los monárquicos en las zonas rurales para fortalecer sus partidos. Hay que tener en cuenta que los partidos republicanos locales tenían escasos miembros; muchos de ellos carecían de organizadores, oradores e incluso personal de base. Irónicamente, a menudo fueron necesarios exmonárquicos con experiencia política para el funcionamiento mismo de los partidos republicanos”.[4]
La izquierda en 1931
La situación abierta tras el 14 de abril fortaleció la afluencia de trabajadores hacia las organizaciones de la izquierda, en lo que era un síntoma inequívoco del avance y la profundidad de la revolución.
La UGT, que en diciembre de 1930 contaba con 287.332 militantes y 1.881 secciones, llegó a 1.054.599 afiliados y 5.107 secciones en junio de 1932. El PSOE también registró un crecimiento importante: de 16.878 afiliados en junio de 1930 a 75.133 dos años más tarde.[5]
Pero a pesar de la fortaleza numérica de las organizaciones socialistas, sus dirigentes cedieron el protagonismo a los republicanos burgueses. Según su planteamiento, los sectores liberales y progresistas de la burguesía española, con la colaboración del PSOE, tendrían la oportunidad de emprender las transformaciones democráticas consumadas en Inglaterra y Francia en los siglos anteriores.
Con la reforma agraria se barrerían los vestigios feudales y la propiedad latifundista, creando una clase de pequeños propietarios agrícolas que se convertirían en un firme apoyo del nuevo régimen republicano. Supuestamente lograrían la separación de la Iglesia y el Estado, la gran tarea pendiente, e impulsarían la modernización de la administración, el ejército y la justicia, velando por las libertades públicas.
Un gobierno de colaboración con los republicanos abriría, según sus cálculos, una perspectiva positiva para la solución del problema nacional, al menos en Catalunya, donde las fuerzas nacionalistas de izquierda, con una base amplia entre la pequeña burguesía, habían alcanzado un mayor grado de desarrollo.
En definitiva, republicanos y socialistas lograría poner en marcha un capitalismo avanzado, con un tejido industrial y una red de transportes moderna. Pero los hechos demostrarían que estas fantasías, al margen de la lucha de clases y de la historia, jamás se cumplirían.
En la izquierda existía otra gran organización proletaria con una influencia de masas reconocida, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Su papel heroico encabezando las huelgas más combativas y radicalizadas, y enfrentando la represión del pistolerismo patronal y de la dictadura de Primo de Rivera le granjearon el apoyo de los sectores obreros más avanzados y con más conciencia de clase.
El progreso de la CNT fue tremendo. Si en el otoño de 1931 rondaba los 800.000 afiliados, un año después superaba el millón. Su fuerza en Catalunya y Andalucía era manifiesta, 300.000 afiliados en cada una, y junto a Aragón y País Valencià se convirtieron en los grandes feudos cenetistas.
Por último, el Partido Comunista de España (PCE), fundado en 1921, atravesaba una situación de extrema debilidad diez años después. La existencia de un poderoso polo anarcosindicalista, la situación de clandestinidad bajo la dictadura y, sobre todo, la evolución de los acontecimientos en la URSS —con la consolidación del estalinismo y las sucesivas depuraciones burocráticas del partido ruso y de la Internacional Comunista—, determinaron el sectarismo con que el PCE se aproximó a los acontecimientos revolucionarios de 1930-1931.
En el momento en que tras meses de combates y acciones revolucionarias, los trabajadores acababan con la monarquía y se despertaba el entusiasmo general, los dirigentes del PCE fueron incapaces de comprender la trascendencia de aquellos hechos. Condicionados por las teorías ultraizquierdistas del “socialfascismo”, la Internacional Comunista estalinizada, y en consecuencia el PCE, despreciaron la proclamación de la república contraponiéndola a unos sóviets inexistentes..[6]
El PCE contaba con poco más de un millar de militantes, mientras que las escisiones y las expulsiones llevaron a la creación de grupos que mantenían una influencia considerable. La Federación Comunista Catalano-Balear (FCCB), dirigida por Joaquín Maurín, que más tarde se convertiría en el Bloque Obrero y Campesino (BOC), alcanzó en Cataluña una presencia mucho mayor que el PCE. Por su parte, la Oposición de Izquierda española, partidaria de Trotsky, comenzó su andadura a finales de 1930 aglutinando a muchos de los fundadores del comunismo español, como Andreu Nin,[7] y cuadros destacados por su nivel teórico y su tradición en el movimiento obrero.
Un capitalismo débil y atrasado
Para los dirigentes socialistas el movimiento obrero tenía que subordinarse a la burguesía republicana para consolidar un régimen de democracia parlamentaria. Este planteamiento se anclaba en la tradición reformista de la Segunda Internacional y fue combatido por el ala marxista, representada por Rosa Luxemburgo, Trotsky, Lenin y los bolcheviques rusos.
El enfoque etapista —primero una revolución burguesa triunfante, para pasar después a la fase socialista—, falseaba las condiciones objetivas del desarrollo histórico del capitalismo español y el carácter contrarrevolucionario de la burguesía.
En España, la burguesía jamás protagonizó una revolución como en Inglaterra o Francia, y recurrió constantemente a los acuerdos con las viejas clases nobiliarias con las que formó un sólido bloque de poder. La consolidación del régimen burgués no significó ningún cambio fundamental para el campesinado, cuyo despojo fue un proceso ininterrumpido. La clase dominante española optó por conservar las bases de un capitalismo agrario extensivo, latifundista y expropiador de la masa campesina.
En cuanto a los grandes industriales, estrechamente vinculados a la gran propiedad agraria, utilizaron las ventajas políticas del régimen monárquico para incrementar sus beneficios gracias a los bajos salarios, las jornadas laborales extenuantes, y la represión sistemática contra los sindicatos, especialmente los anarcosindicalistas. La industrialización era débil y desigual, con Catalunya y Bizkaia concentrando la parte fundamental de las industrias extractivas, siderúrgicas y textiles y, en consecuencia, a los batallones pesados del proletariado.
Esta configuración del capitalismo nacional dejó campo libre a la penetración de los capitales extranjeros, fundamentalmente ingleses y franceses, que monopolizaron sectores enteros, como la minería del cobre, el plomo y el hierro, los ferrocarriles, etc. El sector financiero dominaba la industria, y los grandes banqueros se fusionaron con la aristocracia empresarial y los propietarios agrarios, muchos de ellos nobles aburguesados. Eran las famosas cien familias que controlaban la vida económica y política del país.
El atraso del capitalismo español se manifestaba en la posición predominante de la agricultura: aportaba el 50% de la renta nacional y dos tercios de las exportaciones. Dos tercios de la tierra cultivable estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur, el 75% de la población poseía el 4,7% de la tierra, mientras un 2% poseía el 70%. Aproximadamente el 60% de la población nacional se concentraba en el medio rural en condiciones de extrema explotación, sufriendo penurias y hambre entre cosecha y cosecha.
La clase obrera, que superaba los tres millones en todo el país, había dado muestras sobradas de sus tradiciones combativas. No en vano protagonizó tres años de lucha revolucionaria durante el llamado trienio bolchevique (1918-1920), resistió la embestida de la dictadura militar de Primo de Rivera y derrocó la monarquía tras una oleada huelguística imparable.
La burguesía contaba con firmes aliados en el clero y el ejército. En 1931, según datos de una encuesta elaborada por el Gobierno, había 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas, que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. En total, el número de personas englobadas en la calificación profesional de “culto y clero” del censo general de población de 1930 era de 136.181.
El mantenimiento de este ejército de sotanas consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y al campesinado. La Iglesia era un auténtico poder económico: según datos de 1931 del Ministerio de Justicia, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales, 7.828 urbanas y 4.192 censos[8].
El Ejército estaba dirigido por 198 generales y 16.926 oficiales de diferente graduación, que mandaban sobre 105.000 soldados. Los mandos, seleccionados cuidadosamente en los medios burgueses y monárquicos, ya habían puesto su sello protagonista en la política del siglo XIX y eran la espina dorsal del aparato del Estado burgués, empleados sistemáticamente en la represión del movimiento obrero y en las aventuras colonialistas en el norte de África.
La historia del capitalismo español pronto puso de relieve el carácter profundamente contrarrevolucionario de la burguesía nacional y su completa renuncia a liderar consecuentemente la lucha por las reformas democráticas.
Las ‘reformas’ republicano-socialistas
En las elecciones constituyentes del 28 de junio de 1931, el PSOE obtuvo unos resultados históricos y el grupo de diputados más numeroso.[9] Consecuentes con sus planteamientos, el parlamento resultante ratificó el Gobierno provisional republicano-socialista, con una composición mayoritaria de republicanos burgueses y pequeñoburgueses de derecha y liberales. Fue una manera fraudulenta de utilizar el voto mayoritario de la clase obrera y el campesinado.[10]
No asustar a la clase dominante, no provocar a la reacción, esta era la directriz más importante de la estrategia del PSOE. Pero la dinámica de concesiones y repliegues del Gobierno de conjunción republicano-socialista tendría la virtud de no satisfacer a nadie: ni a la burguesía ni a la base social del gobierno.
En efecto. Cuando Azaña, Besteiro, Largo Caballero e Indalecio Prieto intentaron poner en práctica su tímida agenda reformista, se dieron de bruces con la realidad del capitalismo español. Su proyecto “modernizador”, respetando la estructura del régimen burgués-terrateniente, fracasó estrepitosamente. Basta analizar los rasgos más sobresalientes de su gestión.
* La depuración del ejército. El gobierno y su ministro de la Guerra, Manuel Azaña, intentaron poner en marcha una serie de reformas legales que favorecían el retiro de mandos desafectos a la República. Se les aseguraba una paga de por vida, pero la mayoría de los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado como colonialistas y represores, permanecieron en sus puestos.
La República no depuró el aparato militar, al contrario, premió y promocionó a los oficiales de la monarquía, como Francisco Franco, Mola, Sanjurjo, Queipo de Llano, Yagüe y muchos otros, a las posiciones más altas del escalafón militar.
* Los privilegios de la Iglesia no se tocan. La cuestión de la financiación estatal de las actividades de la Iglesia católica y los límites al monopolio clerical de la educación fueron una prueba de fuego para el Gobierno. Haciendo honor a su extracción de clase, Alcalá Zamora, primer presidente de la República, y Miguel Maura, ministro de la Gobernación, ambos exministros de Alfonso XIII, presentaron su dimisión en señal de protesta durante la redacción de la nueva Constitución republicana, que pretendía poner coto, muy tímidamente, al poder eclesiástico.
La enseñanza constituyó otro gran frente de batalla con la Iglesia. En 1931, la tasa de analfabetismo superaba el 40%. En la primera semana de mayo de 1931, el gobierno de conjunción suprimió la obligatoriedad de la enseñanza de la religión. A finales de ese mismo mes se puso en marcha el proyecto cultural de las misiones pedagógicas para luchar contra el analfabetismo. La estrella de las reformas fue el ambicioso decreto del 23 de junio de 1931, que aprobó la creación de 7.000 nuevas plazas de maestro y otras tantas nuevas escuelas, como parte de un plan quinquenal para repartir más de 27.000 escuelas por toda la geografía.
Sin embargo, todos estos proyectos quedaron muy limitados. La construcción de las miles de escuelas prevista en el primer bienio se llevó a cabo muy parcialmente debido a la escasez de recursos de las arcas municipales y al boicot de los caciques de siempre. Posteriormente, el gobierno derechista del bienio negro arrinconó definitivamente estos planes, permitiendo de nuevo a la jerarquía católica disfrutar de un amplio control sobre el sistema educativo y anulando cualquier medida que pudiera afectar a su poder económico.
En cualquier caso, muchos de los avances educativos del período republicano fueron el resultado del esfuerzo abnegado de las organizaciones obreras y de sus militantes más comprometidos. Los ateneos libertarios, las casas del pueblo socialistas o las misiones pedagógicas se convirtieron en los más importantes focos de cultura popular.
* La reforma agraria que no fue tal. La ley de reforma agraria, aprobada finalmente en 1932 después de numerosos proyectos boicoteados por los terratenientes y los partidos de la derecha en el Parlamento, fue un completo fiasco. El instrumento fundamental de la ley fue un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas a expropiación mediante el pago de indemnización; pero este sistema tenía por base las “declaraciones” hechas por los grandes propietarios agrarios.
Los créditos para la reforma agraria procederían del Banco Agrario Nacional, con un capital inicial de 50 millones de pesetas, pero su administración no dependía de los jornaleros ni de sus organizaciones, sino de representantes del Banco de España, el Banco Hipotecario, el Cuerpo Superior Bancario y el Banco Exterior de España, es decir, del gran capital financiero, ligado a los terratenientes. El proyecto, además, obviaba el problema de los arrendamientos, que esclavizaba a los pequeños campesinos a las tierras del amo en Castilla la Vieja, Extremadura y otras zonas.
La reforma agraria del gobierno Azaña fue un fracaso en toda regla. “En 1933 —escribe el historiador Edward Malefakis—, ciento veinte años después de que las Cortes de Cádiz aprobasen las primeras leyes desamortizadoras, la aristocracia continuaba siendo una importante clase terrateniente. Sus propiedades que en su mayor parte eran cultivables (...) representaban más de medio millón de hectáreas en las seis provincias latifundistas estudiadas (Badajoz, Cáceres, Cádiz, Córdoba, Sevilla y Toledo) (...) La nobleza poseía de una sexta a una octava parte de toda la tierra incluida en el Registro de Badajoz, Córdoba y Sevilla. En Cádiz y Cáceres, la nobleza debía de controlar algo así como la cuarta parte de las tierras incluidas en el Registro”.
Y continúa: “A finales de 1933, solamente había instalados 4.399 campesinos en 24.203 hectáreas. No había una sola provincia en la que se hubiese distribuido una extensión suficiente de tierras como para alterar significativamente la estructura social agraria existente. El Estado se había apropiado de 20.133 hectáreas más, propiedad de los participantes en el levantamiento de Sanjurjo, por la ley de 24 de agosto de 1932, pero en ellas se asentaron incluso menos colonos”.[11]
* Los derechos democráticos y laborales pisoteados. Las promesas de poner fin a todo el entramado de leyes reaccionarias heredadas del régimen monárquico y garantizar la libertad de expresión, de reunión y de huelga habían sido fundamentales para ganar el apoyo de las masas a la causa republicana. Pronto se vio que el gobierno republicano-socialista no estaba dispuesto a llevar adelante ninguna política audaz en este terreno.
El derecho de huelga se siguió rigiendo por la ley de 1909 y tan sólo se modificó parcialmente con el decreto del 27 de noviembre de 1931. Aun así, este decreto lo limitaba seriamente, al establecer que los Jurados Mixtos, que sustituían a los comités paritarios creados por la dictadura, fueran encargados de intentar la conciliación antes de que se declarase una huelga. Fue un arma legal en manos de la patronal y permitió reprimir a los sindicatos más combativos, especialmente a los encuadrados en la CNT, aunque también se utilizó contra las huelgas campesinas lideradas por los sectores cada vez más radicalizados de la FNTT (Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra-UGT).
Ante el incremento de la conflictividad laboral y las ocupaciones de tierras, el Gobierno aprobó, el 21 de octubre de 1931, la llamada Ley de Defensa de la República, que incluía la prohibición de promover huelgas políticas y todas aquellas que no hubieran seguido el procedimiento de arbitraje. Bajo el paraguas de esta ley, y alentados por el gobierno de conjunción, los mandos de la Guardia Civil se emplearon a fondo en el asesinato de cientos de campesinos y trabajadores. Posteriormente, la ley sería utilizada por la derecha durante el bienio negro para aplastar con saña el movimiento revolucionario de octubre de 1934.
* Ni derecho de autodeterminación ni fin de la política colonial en Marruecos. Aunque se concedió a Catalunya una autonomía muy restringida, se negó el estatuto de autonomía para Euskadi con el pretexto de no fomentar el nacionalismo vasco. La posición gubernamental de no reconocer el derecho de autodeterminación de Catalunya, Euskadi y Galiza fue una capitulación ante el nacionalismo español y fortaleció a la reacción de derechas.
El gobierno republicano-socialista siguió gobernando Marruecos como antes había hecho la monarquía, como una potencia colonialista. El resultado fue funesto, pues, tras el golpe militar, Franco controló el territorio ocupado en el norte de África, aprovisionándose de medios y tropas.
La lucha de clases se recrudece
Para las masas la República tenía que cambiar radicalmente sus terribles condiciones de vida. Pero la incapacidad de los líderes republicanos y socialistas para satisfacer las demandas de tierra, empleo y buenos salarios, y sus continuas concesiones a los poderes fácticos, se tradujeron en un constante y violento enfrentamiento con el proletariado urbano y el movimiento jornalero.
La represión contra los campesinos sin tierra tuvo escenarios sangrientos: Castilblanco, Arnedo, Castellar de Santiago, Casas Viejas, Espera, Yeste... En todos ellos la Guardia de Asalto y la Guardia Civil fueron utilizadas, por orden gubernamental, para defender la propiedad terrateniente asesinando a decenas de jornaleros.
La deriva represiva del Gobierno de conjunción fue el resultado inevitable de sus posturas políticas y su negativa a depurar el aparato del Estado. En palabras del historiador Julián Casanova:
“Utilizaron los mismos mecanismos de represión que los de la Monarquía y no rompieron ‘la relación directa existente entre la militarización del orden público y politización de sectores militares’. El poder militar siguió ocupando una buena parte de los órganos de administración civil del Estado, desde las jefaturas de policía, Guardia Civil y de Asalto, hasta la Dirección General de Seguridad, pasando incluso por algunos gobiernos civiles. Sanjurjo, Mola, Cabanellas, Muñoz Grandes, Queipo de Llano o Franco, protagonistas del golpe de Estado de 1936, constituyen buenas muestras de esa conexión en los años treinta, como lo habían sido Pavía y Martínez Campos en 1873. La subordinación y entrega del orden público al poder militar comenzó desde la misma proclamación de la República”.[12]
Los capitalistas españoles que habían asumido con mucha cautela el cambio de régimen, nunca confiaron en sus posibilidades. Presionaban con fuerza a los gobernantes republicanos y socialistas, y saboteaban la economía trabajando simultáneamente por una alternativa que sirviera directamente, y sin ninguna concesión, a sus intereses inmediatos.
La polarización política se manifestó en el campo de la derecha con la formación de grupos reaccionarios que apelaban abiertamente al golpe militar y la salida fascista. En octubre de 1931, los monárquicos alfonsinos crearon Acción Nacional, más tarde Acción Popular, en la que participaban Herrera Oria y Gil Robles, y a la que se adhirieron monárquicos como Ramiro de Maeztu o José María Pemán.
Ramiro Ledesma Ramos, que dirigía la publicación La conquista del Estado, se uniría a las Juntas Castellanas de Acción Hispánica para formar las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista). Paralelamente, José Antonio Primo de Rivera, Rafael Sánchez Mazas y Julio Ruiz de Alda fundarían el Movimiento Español Sindicalista, que posteriormente se convertiría en Falange Española.
Esta dinámica pronto se trasladó a los cuartos de banderas, donde los militares más derechistas, que habían conservado sus privilegios y posiciones, empezaron a conspirar abiertamente contra el régimen republicano, envalentonados por las concesiones del gobierno de conjunción y de su ministro de la Guerra, Manuel Azaña. El historiador Gabriel Cardona lo señala así:
“En el verano [de 1931], la soberbia de Azaña y los temores de Miguel Maura hicieron que el general Sanjurjo detuviera al teniente coronel Camacho, al comandante Romero Basart y a varios oficiales republicanos, acusados injustamente de preparar la revolución social en la base de Tablada. Todos ellos eran antiguos luchadores por la democracia, mientras que Sanjurjo había colaborado activamente en el golpe de Estado de 1923 y ocupó ininterrumpidamente la jefatura de la Guardia Civil desde 1928 (...) Esta falta de calor de sus propios políticos dispersó progresivamente a los militares republicanos, acosados por las presiones internas del propio Ejército. El general Villegas, un antirrepublicano notorio, pasó a mandar las tropas de Madrid, y el capitán Gallego, un republicano, fue detenido mientras custodiaba un polvorín, acusado de comunista. Como siempre, todo era una falacia y fue puesto en libertad por falta de pruebas. Azaña se enteró del asunto por la prensa, pero no hizo nada por enmendar aquella y sucesivas sevicias que segaban la hierba bajo sus pies”.[13]
Desde los primeros meses de 1932, un amplio sector de militares empezaron a preparar un golpe, al que se sumó el general Sanjurjo, exdirector de la Guardia Civil y en ese momento jefe del cuerpo de Carabineros. Muchos de los protagonistas del levantamiento militar del 18 de julio de 1936 estuvieron implicados en esta conspiración: el general Goded, el coronel Varela... Asimismo, la trama era respaldada por un amplio sector de la oligarquía capitalista y los terratenientes. Los puntos de apoyo para el golpe se extendían a Pamplona, Madrid, Málaga, Cádiz y Sevilla.
En la noche del 9 de agosto, y con el Gobierno al corriente de la conjura, los golpistas intentaron apoderarse en Madrid del Palacio de Comunicaciones y del Ministerio de la Guerra. Tras dos horas de enfrentamientos con fuerzas militares leales, fracasaron. Pero no ocurrió lo mismo en Sevilla, donde, en la mañana del 10 de agosto, el general Sanjurjo sublevó a toda la guarnición militar, ocupó los lugares estratégicos de la ciudad y detuvo al gobernador civil.
La reacción masiva de la clase trabajadora sevillana declarando la huelga general acabó con la sanjurjada. En la acción se destacaron los militantes cenetistas y comunistas, que organizaron una agitación ejemplar y con su determinación frustraron lo que se habría convertido en una auténtica carnicería.
La sublevación monárquico-militarista pretendía acabar con el Gobierno y establecer una nueva dictadura. La actitud gubernamental hacia los golpistas fue toda una declaración de principios. Aunque Sanjurjo fue condenado a muerte, posteriormente fue indultado con el voto favorable de los ministros socialistas. Muchos de los condenados pudieron, más tarde, regresar a sus puestos tras ser amnistiados durante el bienio negro. La permisividad con aquellos que habían intentado poner fin al orden constitucional republicano contrastaba demasiado con la intransigencia brutal que desde el gobierno republicano-socialista se manifestaba hacia los trabajadores.
La reacción levanta cabeza
La catastrófica crisis económica, social y política del capitalismo europeo en los años treinta pudrió las bases de la democracia parlamentaria y rompió el equilibrio de la sociedad, acelerando la salida fascista. La situación en el Estado español no era diferente a la que atravesaban otros países.
“El régimen fascista —escribió Trotsky— ve llegar su turno porque los medios ‘normales’ militares y policiales de la dictadura burguesa, con su cobertura parlamentaria, no son suficientes para mantener a la sociedad en equilibrio. A través de los agentes del fascismo, el capital pone en movimiento a las masas de la pequeña burguesía irritada y a las bandas del lumpemproletariado, desclasadas y desmoralizadas, a todos esos innumerables seres humanos, a los que el capital financiero ha empujado a la rabia, a la desesperación. La burguesía exige al fascismo un trabajo completo: puesto que ha aceptado los métodos de la guerra civil, quiere lograr calma para varios años (...)
La victoria del fascismo conduce a que el capital financiero coja directamente en sus tenazas de acero todos los órganos e instrumentos de dominación, dirección y educación: el aparato del Estado con el ejército, los municipios, las escuelas, las universidades, la prensa, las organizaciones sindicales, las cooperativas (...) y demanda, sobre cualquier otra cosa, el aplastamiento de las organizaciones obreras”.[14]
La derrota de los trabajadores alemanes y austríacos, como anteriormente sucedió con los italianos, era un recordatorio de que las organizaciones obreras, por poderosas que sean en afiliación, recursos o aparato, son completamente impotentes en los momentos críticos si abandonan una política revolucionaria y de clase. En el caso del Estado español, los líderes socialistas en el Gobierno pudieron comprobar que sus esquemas doctrinarios, por más realistas que a ellos les resultasen, apenas se habían traducido en resultados prácticos, pero sí habían servido para fortalecer a la derecha.
A comienzos de 1933, la burguesía española había emprendido el camino de cohesionar sus fuerzas ante las futuras batallas, las parlamentarias y las que se librarían en las calles, las más decisivas. Entre febrero y mayo de ese año se formó la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Su líder, José María Gil Robles, encabezaba Acción Popular, la formación más importante de la coalición, a la que se sumaron otras organizaciones, como Derecha Regional Valenciana, Bloque Agrario de Valencia, Asociación Católica Nacional de Propagandistas o la Confederación Nacional Católica Agraria.
La CEDA contaba con más de 700.000 militantes y una fuerte sección de choque en torno a sus juventudes (la JAP, Juventud de Acción Popular). Su base social movilizaba a los medianos y pequeños propietarios de Castilla la Vieja, León, Valencia, Murcia y otras zonas del Estado, y a la pequeña burguesía de las ciudades influida por el clero. No era ningún secreto que la financiación de la CEDA provenía de los industriales, banqueros y grandes terratenientes del país.
Como instrumento contrarrevolucionario de la burguesía española, la CEDA compartía el mismo programa de fondo que los fascistas italianos y los nazis alemanes, pero adaptándolo al acervo reaccionario de raíz hispana. La familia, el machismo, la unidad sagrada de la patria y su pasado imperial, la lucha contra el marxismo, la defensa de la propiedad o el Estado corporativo eran sus consignas.[15]
Cuando el presidente de la República disolvió las Cortes y convocó nuevas elecciones para noviembre de 1933, la derecha había reconquistado una parte importante del terreno perdido el 14 de abril. El descontento y la enorme crítica de la clase obrera hacia la política gubernamental se hicieron visibles en las urnas.
Si en 1931 la CNT no había podido impedir que miles de sus afiliados votaran por las candidaturas republicano-socialistas, en esta ocasión desarrolló una intensa campaña de boicot que logró un amplio eco. La abstención fue del 32%, pero en la ciudad de Barcelona alcanzó el 40% y en Andalucía, el 45%.
El PSOE retuvo una parte sustancial de los votos —en torno a 1.800.000, aproximadamente el 20% del censo—, pero la ley electoral aprobada por el gobierno de conjunción, que favorecía a las agrupaciones y/o bloques electorales, castigó duramente a los socialistas, cuyos escaños se redujeron de 116 a 61, de un total de 471. El PCE consiguió en torno a 200.000 votos y un diputado por Málaga. Esquerra Republicana de Catalunya, cerca de 350.000 y 19 diputados. El desplome de los republicanos fue espectacular: pasaron de 118 diputados a 19.
Los radicales de derechas de Lerroux —que habían ocupado carteras ministeriales en la primera etapa del gobierno de conjunción— se alzaron con 104 escaños, mientras que la CEDA y sus aliados lograron 115.
La derecha contaba con la mayoría, pero los elementos más perspicaces de la clase dominante consideraron oportuno actuar por aproximaciones y reforzar su control del aparato estatal y del Parlamento. La CEDA, a pesar de sus magníficos resultados, no entró inmediatamente en el Gobierno, sino que utilizó a los radicales de Lerroux para llevar a cabo su programa.
La burguesía realizó una amplia labor contrarrevolucionaria endureciendo la legislación laboral, aumentando la represión contra las organizaciones obreras, especialmente contra la CNT y la UGT, y fortaleciendo el poder de los terratenientes y la patronal. La mayoría de derechas aprobó también una ley de amnistía para dejar en libertad, con todos sus derechos, a los militares sublevados de 1932 a las órdenes de Sanjurjo.
Estaban preparando el asalto al poder. Apoyándose en las instituciones republicanas, la clase dominante trataba de desmontar el edificio parlamentario y establecer un Estado autoritario siguiendo el modelo fascista alemán e italiano. Finalmente, la CEDA exigió la entrada en el Gobierno, segura de su fuerza y de sus objetivos. Pero la tensión de los acontecimientos obraba también en otra dirección: aceleró la radicalización de las masas hacia la izquierda, que no estaban dispuestas a ceder ente el fascismo sin una lucha a muerte.
Este proceso adquirió una tremenda fuerza entre la juventud trabajadora, y se expresó en una crisis interna de los partidos y sindicatos obreros. Surgió la izquierda socialista liderada por Largo Caballero, con una gran influencia en la UGT, especialmente en la Federación de Trabajadores de la Tierra, y sobre todo en las Juventudes Socialistas, donde era mayoritaria.
Las Federación de Juventudes Socialistas (FJS) influenciadas por la derrota alemana y la amenaza fascista en el suelo español, la amarga experiencia del gobierno de conjunción y la radicalización de los obreros en huelga, correctamente y de forma más instintiva que política, intentaron orientarse en los acontecimientos volviendo a Marx, Engels, Lenin y Trotsky.
“El proceso de radicalización estaba iniciado”, escribe Ricard Viñas, “ y en lo que se refiere a la FJS tomará carácter orgánico a partir de su V Congreso, verificado en abril de 1934, en el que se desplaza el sector besteirista —Mariano Rojo, José Castro y Felipe García— del semanario Renovación y de la Ejecutiva, colocando en ella a Jesús Hernández Zancajo, como presidente, Santiago Carrillo, secretario general, y Federico Melchor, Serrano Poncela, Alfredo Caballero, Rafael Cuadrado, José Laín y Cazorla, como vocales…”.[16]
La Escuela de Verano de las Juventudes Socialistas de 1933, realizada en la localidad madrileña de Torrelodones, atestiguó este giro hacia la bolchevización de las Juventudes, tal como definían a esta nueva orientación los dirigentes juveniles. Largo Caballero presente en la escuela, no tardó en conectar perfectamente con este estado de ánimo. Frente a estas posiciones se levantaron las voces de otros dirigentes históricos del socialismo que encarnaban su tradición colaboracionista y moderada, desde Julián Besteiro a Indalecio Prieto.
Este último intentaría hacer oír su voz el 8 de agosto en la Escuela juvenil: “Si aquí por una sola circunstancia se implantara un régimen plenamente socialista” señaló Prieto, “¿No pondría la Europa burguesa cerco a España? ¿No la bloquearía? España no podría defenderse como se defendió Rusia. Llamo la atención al exceso de vuestro ímpetu y no sería mucho exigiros un gesto de simpatía y respeto, para quienes caminando delante de vosotros abrieron holgadamente el camino por el que ahora marcháis”.
Largo Caballero en su alocución cinco días después se preguntaría: “¿Asustarse por la dictadura del proletariado? ¿Por qué? El período de transición política hacia el nuevo Estado es inevitablemente la dictadura del proletariado”.
Las Alianzas Obreras
Todos estos factores empujaron a la formación de las Alianzas Obreras (AO), un intento de frente único proletario que constituyó un caso inédito en la Europa de los años treinta. Impulsadas en un primer momento por el Bloque Obrero y Campesino, adquirieron su mayor extensión e influencia tras la incorporación del PSOE y la UGT.
Su primer manifiesto fue firmado el 16 de diciembre de 1933 por el PSOE, la UGT, el BOC, la Izquierda Comunista de Andreu Nin, la Unió Socialista de Catalunya (USC), los sindicatos expulsados de la CNT (treintistas) y la Unió de Rabassaires. El PCE, imbuido por la política sectaria que desarrollaba el estalinismo internacionalmente, se negó a participar acusando a la AO de ser una plataforma “socialfascista”. También la CNT rechazó integrarse, aunque en diferentes territorios, como en el caso de Asturias, sí lo hizo.
En torno a las AO, a su función y objetivos, se libró un debate de la mayor importancia. La izquierda socialista, predominante en ellas, tenía un análisis bastante contradictorio de su naturaleza. Consideradas “órganos de la revolución”, Largo Caballero y sus colaboradores inmediatos insistían en que no debían involucrarse en el movimiento huelguístico para no desgastarse. Una concepción formalista que, a pesar de la verborrea revolucionaria empleada, las pretendía mantener al margen de la lucha de clases cotidiana que nacía de las insoportables condiciones de vida y de trabajo.
Largo Caballero se oponía también a que las AO se desarrollaran en los barrios, en las fábricas o en las áreas rurales, impidiendo que funcionasen como los órganos efectivos de la revolución y se pudieran coordinar a escala estatal mediante delegados elegidos y revocables democráticamente.
El enfoque de la izquierda socialista era muy claro: tratar a las AO como meros comités de enlace de las organizaciones y partidos que participaban en ellas, y no en organismos de poder obrero para la revolución. Una posición que jugó un papel contraproducente en el desarrollo posterior de los acontecimientos.
En el caso de la CNT, los prejuicios antipolíticos dominantes en aquel momento en la dirección confederal fueron esgrimidos para justificar la oposición a las AO. El Comité Nacional de la CNT haría público un manifiesto el 28 de febrero de 1934 en el que denunciaba el origen marxista de las AO: “Repetimos: habida cuenta de las lecciones tomadas” señalaba el manifiesto, “la CNT no pactará con nadie que amase propósitos inconfesables”.
Sin embargo esta posición en las filas anarcosindicalistas no era unánime. A la presión que suponía la firma del acuerdo de las AO por los sindicatos treintistas en Cataluña y Valencia, se vino a sumar las voces de teóricos anarquistas prominentes, como Valeriano Orobón Fernández, favorable al frente único y a las AO. Este fenómeno cristalizaría con mayor fuerza en Asturias, donde la CNT asturiana se sumaría al pacto de la Alianza Obrera dándole a la misma un carácter mucho más amplio que en otras zonas del Estado.[17]
La actitud del Partido Comunista respecto a las AO, ya bajo dirección de José Díaz, representó, en los momentos iniciales, una continuación de la posición sectaria dominante en la filas de la Internacional Comunista.[18]
Las declaraciones hostiles se sucedieron desde la dirección del Partido:
“(…) los renegados del Bloque, la rama anarquista del treintismo, la variante socialfascista catalana, el grupo de contrarrevolucionarios trotskistas, enemigos acérrimos del frente único y el Partit Comunista de Catalunya, constituyendo la Alianza Obrera, caricatura del frente único, pretenden engañar a los obreros que quieren el frente único sinceramente…”[19].
En los órganos de expresión del PCE la hostilidad era igual de acusada:
“¿Qué es la Alianza Obrera contra el fascismo? Una maniobra de traidores contra el frente único revolucionario de trabajadores (...) En los momentos de lucha heroica de las masas trabajadoras contra el Gobierno y el fascismo (…) la flamante Alianza Obrera divide a los obreros y fortalece la posición del Bloque de toda la reacción, de toda la burguesía, alrededor del gobierno de Martínez Barrios (…) La maniobra reformista de la Alianza Obrera no prosperará. Los obreros y campesinos realizarán el frente único revolucionario y los trabajadores bloquistas, socialistas, sindicalistas, los rabassaires, aparceros y arrendatarios, por encima de sus jefes que quieren dividirles, forjarán a través de las luchas el bloque de hierro, constituirán los Comités de Fábrica, de Parados y Campesinos, crearán las Milicias Obreras y Campesinas Revolucionarias y se encaminarán hacia el aplastamiento definitivo del fascismo: a la instauración del Gobierno Obrero y Campesino, dirigidos por el único partido revolucionario, por el Partido Comunista, el mismo partido que en Rusia condujo a los trabajadores a la victoria definitiva, al derrocamiento de la dominación capitalista.” [20]
Pero la presión de la base militante comunista y de las juventudes, y el viraje que Stalin ya estaba tramando hacia la política frentepopulista después de concretar una nueva alianza diplomática y militar con el gobierno francés, propició un giro copernicano y el ingreso oficial de los comunistas en las Alianzas Obreras, acordado por el pleno del Comité Central del PCE el 12 de septiembre de 1934.
En ese momento, la labor de las AO había sido socavada por la estrategia política de Largo Caballero. Bajo el pretexto de que nada debía desviar a las Alianzas de la preparación de la “insurrección”, el PSOE y la UGT se negaron en redondo a participar en las luchas cotidianas de la clase obrera o en las huelgas políticas que se desataron en esos meses.
Ambas organizaciones respondieron con el silencio a la represión de la huelga cenetista de diciembre de 1933. Desautorizaron en el primer semestre de 1934 las huelgas de cocineros y transportes de Madrid, la de la Federación local de obreros de la madera de Madrid en protesta por la concentración cedista de El Escorial; en total la dirección madrileña de la UGT desautorizó nueve peticiones de huelga entre febrero y junio de 1934. Esta esperpéntica situación quedó aún más en evidencia con la condena ugetista de la huelga general de Asturias en septiembre de 1934, organizada contra la concentración de la CEDA en Covadonga.
Todas estas carencias se hicieron más evidentes durante la gran huelga campesina del verano de 1934. Como respuesta a los salarios de hambre, a la persecución política y los lock-out, la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT) de la UGT decidió convocar huelga general en el campo. Sus peticiones no eran excesivas: comités de inspección para supervisar los contratos de trabajo, límites en el empleo de maquinaria, revisión salarial, etc. De hecho las negociaciones con el ministerio de trabajo y de agricultura progresaban, pero la CEDA quiso dar una lección ejemplar a la clase obrera cerrando las puertas a cualquier solución pactada.
Salazar Alonso declaró que la cosecha era un servicio público nacional y la huelga un “conflicto revolucionario”. Con el respaldo entusiasta de la CEDA, el ministro de Gobernación se lanzó a una represión despiadada: se impuso la censura de prensa y se detuvo a centenares de sindicalistas y militantes de la izquierda; se cargaron en camiones a millares de campesinos a punta de bayoneta y los deportaron a cientos de kilómetros de sus casas, abandonándolos allí para que volvieran por sus propios medios. Se destituyeron a decenas de concejales, especialmente en Cáceres y Badajoz.
El éxito de la lucha jornalera, enfrentada al aparato represivo del gobierno, dependía también de su extensión y de la solidaridad de la clase obrera industrial de las ciudades. Las condiciones para ese apoyo estaban maduras, como ponía de manifiesto que la clase obrera tomara la iniciativa en la calle para boicotear todas las demostraciones de fuerza cedistas, y que las huelgas económicas continuaran extendiéndose.
A pesar de todas estas posibilidades para unificar la lucha de los trabajadores y los campesinos, Largo Caballero se negó desde la UGT a promover ningún movimiento de solidaridad con la huelga. La huelga campesina alcanzó 38 provincias y más de 300.000 huelguistas, pero después de 15 días de resistencia y lucha, el hambre y la represión acabó con el movimiento: hubo trece muertos, diez mil detenidos y la FNTT fue desmantelada. El campesinado quedaba temporalmente fuera de combate y sin capacidad de reacción.
La táctica miope de Largo Caballero, al aislar la huelga campesina, tuvo consecuencias enormemente negativas para la insurrección de octubre. En un país dónde el proletariado rural jugaba un papel decisivo, la derrota de la huelga jornalera dejó al margen de la insurrección a un aliado clave del proletariado urbano.
Octubre del 34. La Comuna asturiana
Largo Caballero, que en enero de 1934 accedió al cargo de secretario general de la UGT (ya lo era del PSOE), anunció públicamente que la llegada de la CEDA al gobierno obligaría al PSOE y a la UGT, y por tanto a las Alianzas Obreras, a desencadenar la revolución. Pero el lastre de años de políticas reformistas dejó su impronta en la forma en que se abordaron los preparativos de la insurrección.
Los dirigentes socialistas crearon una comisión mixta integrada por dos representantes del PSOE, dos de UGT y otros tantos de las Juventudes Socialistas. Se estableció un organigrama muy completo de juntas provinciales responsables de los comités locales que dirigirían la insurrección y también de las atribuciones prácticas de tales juntas. Incluso se planteó la creación de milicias armadas, pero estas sólo fueron impulsadas por las Juventudes, ante la pasividad general de los cuadros dirigentes del PSOE.
Dentro de la comisión mixta, se confió a Largo Caballero la orientación política de la insurrección y a un dirigente reconocido por su reformismo, como Indalecio Prieto, la responsabilidad de la organización militar, incluyendo la obtención de las armas. Pero Prieto no tenía ninguna intención de actuar en consonancia al mandato. Se limitó a confiar en la buena voluntad de los mandos militares republicanos que pudieran ser ganados para la causa, y se negó a organizar comités de soldados y a formar milicias obreras tomando las Alianzas Obreras como base de reclutamiento.
Cuando la noche del 4 de octubre de 1934 se anunció la entrada de la CEDA en el Gobierno y Largo Caballero y las AO dieron la orden de insurrección, el movimiento revolucionario, insuficientemente preparado y sin objetivos claros, se transformó en una mera huelga laboral, salvo en Asturias y algunos territorios aislados.
El movimiento se consumió en Madrid en medio del abandono general de los dirigentes socialistas. La huelga general se declaró en la noche del 4 al 5 de octubre y se prolongó durante ocho días con un gran seguimiento, pero fueron lideradas por los dirigentes socialistas con el silencio. [21]
A pesar de que en Madrid se encontraba el Comité Nacional Revolucionario, los dirigentes no ofrecieron ningún plan de lucha. Como señala Santos Juliá:
“Los insurrectos no supieron qué hacer con sus pistolas y sus ametralladoras y los huelguistas no supieron qué hacer con su huelga (...) mientras los dirigentes volvían a casa a esperar pacientemente la llegada de la policía. Creían quizá —como en 1917, como en 1930— que un paso por la cárcel acabaría por borrar las carencias que tan clamorosamente habían manifestado en Madrid durante los hechos de octubre de 1934”.[22]
En Cataluña, la AO dominada por el BOC de Maurín se limitó a desencadenar la huelga y esperar que la Generalitat de Companys tomase la iniciativa. No hubo planes militares, ni intentos serios para ganar a la base de la CNT, cuyos líderes en Barcelona se opusieron a la huelga. Aunque el papel del PSOE en la Alianza Obrera catalana era menor, la política nacionalista y errada de Maurín tuvo las mismas consecuencias: “El éxito o el fracaso depende de la Generalitat (…) es muy probable que la pequeña burguesía desconfíe de la causa de los trabajadores. Hay que procurar en lo posible que este temor no surja, para lo cual, el movimiento obrero se colocará al lado de la Generalitat para presionarla y prometerla ayuda, sin ponerse delante de ella…”.[23]
La Generalitat y la pequeña burguesía gubernamental respondieron traicionando el movimiento insurreccional, aunque para salvar su “honor” proclamaron el Estado Catalán, sin hacer nada por resistir el asedio militar de las tropas del gobierno de Madrid. El movimiento insurreccional se mantuvo tan sólo en algunas localidades como Villanova i Geltrú, Manresa (donde la corporación municipal proclamó la República Socialista Ibérica), Badalona, Granollers, Tarrasa y Sabadell, en general núcleos industriales dónde la llamada a la abstención de la CNT tuvo menos efecto.
Frente a estas dificultades y obstáculos, el movimiento insurreccional prendió con éxito en Asturias. La insurrección obrera asturiana se transformó en poder obrero, un poder que se extendió durante quince días dominando la vida económica, política y social de la región hasta la rendición de las columnas mineras el 18 de octubre. Por primera vez en la historia de España, el proletariado revolucionario se levantaba con las armas en la mano contra la burguesía y emprendía el camino para establecer su propio gobierno.
En Asturias, el triunfo fue nutrido por toda una serie de factores. En primer lugar, la unidad de acción CNT-UGT, fraguada meses antes de la insurrección y que facilitó la confraternización de las bases socialistas y confederales. En segundo lugar, el hecho de que la Alianza Obrera Asturiana participase en la mayoría de las acciones huelguísticas de la región, tanto económicas como políticas, a diferencia de lo que ocurrió en el resto del país. Se produjo una gran conflictividad laboral y social en Asturias que alcanzó su cúspide en 1933.
En tercer lugar, la existencia de unas Juventudes, tanto socialistas como comunistas, bien organizadas y en continuo crecimiento facilitaban la radicalización política y la organización de milicias armadas. Un hecho más reforzaba la educación política y la conciencia de la clase: la alta difusión de literatura marxista y el papel que jugó el diario socialista Avance, que se convertiría en un genuino portavoz de las aspiraciones obreras y un dinamizador de la revolución.
Todos estos factores, junto con el aprovisionamiento militar previo realizado durante todo el año de 1934, favorecido por la existencia de fábricas de armas a las que los trabajadores organizados tenían acceso y por la dinamita acumulada en las minas, explican el éxito del levantamiento.
Como en el resto del Estado, la llamada se produjo en la madrugada del 5 al 6 de octubre. El primer comité provincial de la insurrección estaba instalado en Oviedo y contaba con representantes de la UGT-PSOE (en mayoría), de la CNT y del BOC. Las primeras horas fueron de vacilaciones en las instrucciones militares y en la organización del asedio a las fuerzas gubernamentales.
Según Díaz Nosty, las fuerzas militares del gobierno disponibles en Asturias para enfrentar la insurrección no sobrepasaban los 2.700 hombres entre militares y soldados, guardia civil y guardia de asalto, instaladas fundamentalmente en las dos grandes ciudades, Oviedo y Gijón, y en los 95 cuarteles de la guardia civil desparramados por toda la región. El auténtico problema de las fuerzas armadas del Gobierno fue su escasa capacidad de reacción ante el empuje insurreccional.[24]
Los combatientes no superaron los 15.000 entre mineros y trabajadores, aunque hay que señalar que sin los problemas de aprovisionamiento de municiones, el armamento de miles de trabajadores más hubiera sido perfectamente posible. Como reconoce Díaz Nosty, si sumamos a los combatientes las fuerzas obreras que se organizaron en los comités locales, así como aquellos que permanecieron en sus puestos de trabajo al servicio de la insurrección, la participación en la revolución superaría el 25% de la población activa asturiana.
El control de las cuencas mineras por parte de los revolucionarios fue una tarea asequible desde el punto de vista militar y político. Inmediatamente que se produjo el desarme de las fuerzas armadas gubernamentales, la revolución procedió a organizar la vida pública de las localidades. Este aspecto demostró una vez más la capacidad de la clase obrera para gobernar la vida cotidiana sin la necesidad de la burguesía.
Durante un lapso de 15 días, el poder obrero en forma de comités locales militares, de transporte, abastecimiento, sanitarios, de orden público, justicia revolucionaria, propaganda..., sustituyó a las instituciones de la burguesía. Como en la Comuna de París en 1871, o en la Revolución rusa de octubre de 1917, la posibilidad de un poder alternativo al del capital se estaba fraguando. Su fracaso no estuvo causado por la ineficacia de estos organismos, sino por el aislamiento de la revolución y la derrota militar en un combate completamente desigual.
En la campaña contra la insurrección participaron cerca de 25.000 soldados. El general López Ochoa fue el encargado de dirigir las operaciones en Asturias, mientras otros generales, como Franco, prestaron un innegable servicio. Franco fue el director de las operaciones desde el ministerio de Guerra y actuó como el verdadero jefe del Estado Mayor Central. En la práctica dirigió todas las acciones militares desde la retaguardia, aportando la experiencia que había adquirido cuando era comandante en Asturias, durante la represión de la huelga general de 1917.
Los combates fueron muy duros en las cuencas, y el gobierno tuvo que movilizar hasta siete unidades militares comandadas primero por el general Bosch y después por el general Balnes. Les costó diez días de enfrentamientos para poder penetrar hacia el Caudal desde el frente sur.
El avance militar, la escasez de munición y la falta de confianza en la victoria, movió a la mayoría socialista del primer comité a plantear el repliegue y dar por finalizada la revolución. Tan sólo habían transcurrido cuatro días del inicio de la insurrección.
Pero la retirada chocaba con la actitud militante de la propia base socialista y de los activistas del PCE. Estos últimos acometieron una acción enérgica de denuncia del abandono de la responsabilidad revolucionaria de los líderes socialistas, y lograron hacer elegir en el mismo Oviedo un segundo Comité en el que contarían con la mayoría (de sus siete miembros cinco eran de las Juventudes Comunistas).
La nueva dirección comunista intentó organizar de forma más eficaz y disciplinada las tareas de los diferentes comités de guerra, abastecimiento, transportes, propaganda... y especialmente lanzaron una campaña para constituir el Ejército Rojo con un nítido carácter de clase, sobre la base de la centralización de las columnas y unificación del mando. En casi todas sus acciones, este segundo comité fue apoyado por los militantes de las Juventudes Socialistas que desautorizaban la actitud de los dirigentes ugetistas y del partido en el primer comité.
La agitación a favor de continuar la insurrección hasta el final, enardeció a los combatientes y fue decisiva para evitar la desbandada y la derrota inmediata. Este segundo comité, clave para asegurar la continuidad de la lucha, apenas tuvo un día de existencia, pero proporcionó una gran autoridad a los militantes comunistas y les aseguró su participación en el tercer y último comité revolucionario. La resistencia en Oviedo apenas duró 48 horas hasta el repliegue de las fuerzas revolucionarias hacia las cuencas mineras.
El tercer comité revolucionario se constituyó en Oviedo en una reunión de representantes socialistas y comunistas, fijando su sede en Sama de Langreo. Liderado por el socialista Belarmino Tomás, reorganizó las fuerzas insurreccionales en coordinación muy estrecha con el comité de Mieres. Su resistencia se mantuvo hasta el último momento, cuando la superioridad aplastante del enemigo, la falta de munición y la certeza de la derrota del proletariado en el resto del Estado, habían afectado decisivamente a la moral de las filas revolucionarias. En estas condiciones se hacía imposible continuar la lucha.
La Comuna no pudo mantenerse por más tiempo, y la represión salvaje se extendió tras la derrota militar. En lo que se refiere a Asturias, los muertos en los combates podrían estar cercanos a los dos mil, muchos más numerosos entre las filas de los revolucionarios que en las fuerzas gubernamentales. La cifra de los fusilados y asesinados superarían los 200 trabajadores. Figuras siniestras como el comandante Doval, perpetraron crímenes colectivos que quedaron completamente impunes.
El terror blanco se desató en Asturias y en el conjunto del país. Decenas de miles de trabajadores revolucionarios abarrotaban las cárceles. Tan sólo en Asturias, hasta final de 1934, habían sido detenidas 10.000 personas; decenas de miles más sufrieron los despidos y las represalias de los patronos que se vengaban así del movimiento revolucionario.
La actitud de la reacción de derechas quedó plasmada en los discursos de sus representantes parlamentarios. Melquíades Álvarez, diputado derechista por Asturias, clamó en una intervención parlamentaria: “El derramamiento de sangre cuesta muchas lágrimas e inquietudes, pero por encima de la sensibilidad está el interés de España. Thiers, el hombrecillo que fue la befa de sus contemporáneos, cuando presenció los horrores de la Commune de Paris, en 1871, fusiló en nombre de la República y produjo millares de víctimas. Con aquellos fusilamientos salvó la República, las instituciones y mantuvo el orden. Que los delitos no queden impunes: al cumplir la ley se sirven los intereses de la República y España.”
Por su parte Calvo Sotelo afirmó en el parlamento español: “La República francesa vive, no por la Commune, sino por la represión de la Commune. (El señor Maeztu: —‘¡Cuarenta mil fusilamientos!’) Aquellos fusilamientos aseguraron setenta años de paz social”.
La fuerte represión contra Asturias la Roja no logró acabar con la conciencia ni con la voluntad antifascista de la clase obrera. Hay derrotas y derrotas, y la experiencia de la Comuna asturiana fue muy fecunda. Durante un lapso de 15 días, los mineros demostraron en la práctica que la revolución socialista no era una ilusión utópica sino algo perfectamente posible. En julio de 1936, las lecciones de la Comuna asturiana fueron puestas en práctica, esta vez por millones de trabajadores y campesinos sin tierra, que armados y con sus propios órganos de lucha derrotaron a los fascistas y lograron organizar una resistencia que duraría tres años. Algo que no ocurrió en ningún otro país de Europa. Pero eso ya es otra historia.
Notas:
[1] Las fuerzas políticas que encabezaron las negociaciones para la abdicación de Alfonso XIII se habían agrupado en el pacto de San Sebastián. El 17 de agosto de 1930 se reunieron en el Ateneo de dicha ciudad, entre otros, el radical Lerroux, los republicanos Manuel Azaña y Casares Quiroga, los derechistas monárquicos pasados al republicanismo Niceto Alcalá Zamora y Miguel Maura, y los socialistas Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos, acordando un plan de acción para proclamar la república y constituir un gobierno provisional.
[2] Miguel Maura, Así cayó Alfonso XIII, Ed. Ariel, Barcelona, 1966, p.167.
[3] Miguel Maura, op. cit., p. 48.
[4] Nigel Towson, La República que no pudo ser. La política de centro en España (1931-1936), Ed. Taurus, Madrid, 2002, p. 67.
[5] Tuñón de Lara, El movimiento obrero en la historia de España, Ed. Sarpe, 1985, vol. II, p. 307.
[6] Cuando se proclamó la Segunda República, la Internacional Comunista estaba inmersa en un giro ultraizquierdista, conocido como el tercer período. Stalin se había sacado de la manga la teoría del “socialfascismo”, que consideraba a la socialdemocracia como gemela del fascismo, lo que implicaba rechazar cualquier política de frente único con las organizaciones socialistas. El socialfascismo también se extendió a otras corrientes del movimiento obrero, como el anarquismo y el anarcosindicalismo, que en el Estado español tenía una influencia de masas.
En 1931, el PCE rechazaba la utilización de consignas democráticas como medio para movilizar a los trabajadores. Fue incapaz de ligar las aspiraciones populares a favor de reformas profundas (libertad de expresión, reunión y manifestación; derecho de autodeterminación para Catalunya, Euskal Herria y Galiza; independencia de las colonias, reforma agraria y mejora de las condiciones laborales y salariales) con la necesidad de expropiar a los capitalistas y el impulso de los órganos de poder obrero, los sóviets, que evidentemente sólo pueden surgir en una fase madura de la revolución socialista. No concedieron ninguna importancia a la proclamación de la república, que veían como una maniobra de la clase dominante, y no como el fruto de la lucha revolucionaria de la clase obrera, el campesinado y la juventud.
Estas posturas ultraizquierdistas tuvieron sus consecuencias más funestas en Alemania. Después del triunfo de Hitler, que Stalin, tras negarse al frente único con la socialdemocracia alemana, calificó como un asunto episódico, se produjo un giro a la derecha en la Internacional Comunista. A finales de 1934 y principios de 1935, la burocracia estalinista popularizó la idea del frente popular, es decir, la colaboración con la burguesía para defender la “democracia” frente al fascismo, lo que implicó la completa renuncia a la revolución socialista. Los zigzags del estalinismo, a fin de salvaguardar sus intereses políticos y materiales tanto en el interior como en el exterior de la URSS, fueron una constante.
Para un análisis más detallado de la política estalinista se puede consultar: León Trotsky, Escritos sobre la revolución española, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid, 2010, y Juan Ignacio Ramos, Los años decisivos. Teoría y práctica del Partido Comunista de España, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid, 2013.
[7] El BOC de Joaquín Maurín y la Izquierda Comunista de Andreu Nin se fusionarían en septiembre de 1935, dando lugar al Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM).
[8] Contrato por el cual un inmueble está sujeto al pago de un canon anual, ya sea como interés perpetuo de un capital recibido o como reconocimiento de la propiedad cedida inicialmente.
[9] El reparto de escaños fue el siguiente: Socialistas, 117; Acción Republicana, 27; Radical-socialistas, 59; Organización Republicana Gallega Autónoma (ORGA), 16; Esquerra Republicana de Catalunya, 32; Al Servicio de la República, 14; Partido Radical, 93; Derecha Liberal Republicana, 16; Vasco-Navarros (PNV y carlistas), 14; Agrarios, 26; Lliga Regionalista, 3. Monárquicos, 36. La derecha se afianzó en las provincias agrarias de Castilla y en Navarra, donde los carlistas tradicionalistas empezaron a poner en marcha, nada más proclamarse la República, sus planes de armamento, bajo la dirección del general Orgaz y el banquero Urquijo.
[10] Los dirigentes socialistas cedieron posiciones claves del Gobierno, empezando por la presidencia, que fue ocupada por el derechista y clerical Niceto Alcalá Zamora. El Ministerio de la Guerra quedó en manos de Manuel Azaña (Unión Republicana), mientras el de Marina fue para Casares Quiroga, portavoz de la ORGA. El de Gobernación, que controlaba el orden público y la policía, fue para Miguel Maura, de la Derecha Liberal Republicana. Los ultrarreaccionarios del Partido Radical obtuvieron dos ministerios: Lerroux en Estado y Martínez Barrio en Comunicaciones. El PSOE se conformó con tres carteras: Indalecio Prieto en Hacienda, Fernando de los Ríos en Justicia y Largo Caballero en Trabajo.
[11] Edward Malefakis, Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX, Ed. Ariel, Barcelona, 1976, pp. 92 y 325.
[12] Julián Casanova, De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España (1921-1939), Ed. Crítica, Barcelona, 1997, pp. 20-21.
[13] Gabriel Cardona, “Estado y poder militar en la Segunda República”, en La II República, una esperanza frustrada, Institució Alfons el Magnánim, Valencia, 1987, p. 55.
[14] León Trotsky, “¿Y ahora?”, en La lucha contra el fascismo, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid, 2004, p. 131.
[15] Las fronteras entre ellos, de hecho, se desdibujaron con el estallido de la guerra civil: los militantes de la CEDA y de la JAP llenaron las columnas falangistas de la retaguardia dedicadas a labores de exterminio de militantes de izquierdas y proporcionaron cientos de cuadros dirigentes para la administración político-militar del nuevo Estado franquista. Es interesante la reflexión del historiador Paul Preston: “A este respecto, la opinión de fascistas contemporáneos tanto italianos como españoles es significativa. Casi todos aceptaron que Renovación Española y la CEDA compartían las recetas económicas, sociales y políticas del fascismo. Creyeron que la derecha conservadora había intentado modernizarse al ‘fascistizar’ su retórica y métodos operativos. Según ellos, las diferencias se encontraban en el desprecio ‘elitista’ de los monárquicos de Renovación Española por la movilización masiva y en las lealtades vaticanistas de la CEDA (...) La actitud de Gil Robles era muy ambigua. Hizo una visita a Italia en enero de 1933, elogiaba los logros de Mussolini con frecuencia y permitió a su propio movimiento juvenil, la Juventud de Acción Popular, que se comportase como un partido fascista, con sus uniformes, sus grandes mítines y su adopción de consignas fascistas. Tenía reservas, sin embargo, acerca del panteísmo fascista. Aun así, la participación de Gil Robles en la campaña electoral de 1933, durante la cual hablaba de fundar un nuevo Estado y de purgar la patria de ‘masones judaizantes’, indujo a José Antonio Primo de Rivera a alabar sus principios fascistas y a aplaudir el ‘entusiasmo fascista’ de su estilo. Sin embargo, en el mismo debate parlamentario previo a la guerra durante el cual Calvo Sotelo se declaró fascista, Gil Robles expresó dudas sobre lo que él consideraba los elementos de socialismo de Estado del fascismo. Para el radical Ramiro Ledesma Ramos, fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, se trataba de unos conservadores tradicionales que se ‘fascistizaban’, impregnando su retórica de elementos fascistas para engañar a las masas a fin de que les apoyaran (...) Deben tenerse en cuenta las características individuales de cada fascismo nacional. Estas se derivan en parte de las tradiciones específicas del país en materia de retórica patriótica y conservadora. (...) Consecuentemente, el análisis de cualquier alianza contrarrevolucionaria nacional debe basarse en el conocimiento de la naturaleza y el desarrollo del capitalismo correspondiente a que estaba vinculada”. Paul Preston, La política de la venganza. El fascismo y el militarismo en la España del siglo XX, Ed. Península, 2004, pp. 48-51.
[16] Ricard Viñas, La formación de las Juventudes Socialistas Unificadas (1934-1936), Siglo XXI de España Editores, Madrid, 1978, p. 11.
[17] La incorporación a la Alianza Obrera por parte de la Regional de Asturias, León y Palencia era también el resultado de una profunda reflexión: “La realidad, la experiencia amarga de los movimientos de enero, mayo y diciembre de 1933, nos enseña que la CNT por sí sola, no es suficiente para el triunfo de un movimiento revolucionario; que es preciso que en él cooperen todas las fuerzas obreras organizadas hispanas, el pueblo entero, como lo atestigua el movimiento último, en el que se han puesto en juego todos los elementos de combate, obteniendo los resultados catastróficos que constan en el informe remitido por el CN a todas las regionales con respecto a las gestiones por él realizadas”. (La Confederación Regional del Trabajo de Asturias, León y Palencia, al resto de la organización confederada, Solidaridad Obrera, 13 de marzo de 1934).
[18] Como señala Marta Bizcarrondo: “El Partido Comunista de España se encontraba pésimamente situado para ajustarse a las nuevas condiciones creadas por la crisis de 1933. La historia oficial habla del “gran viraje” que habría tenido lugar en octubre de 1932, al ser depuesto por la Internacional el equipo de dirección encabezado por José Bullejos y ocupar la Secretaría del Partido el sevillano José Díaz. La verdad es que, a corto plazo, los efectos del cambio sólo se dejaron sentir en el terreno de la subordinación en toda regla del partido español a los delegados-tutores de la Internacional, encargados de fijar las normas de aplicación de la política definida en Moscú. Una situación que, según los informes de Togliatti, durará hasta bien entrada la guerra civil.” Marta Bizcarrondo: “De las Alianzas Obreras al Frente Popular”. En VV.AA.: Contribuciones a la historia del PCE. Madrid, FIM Fundación de Investigaciones Marxistas, 2004, pp. 217-251.
[19] Proyecto de tesis del PCE, 31 de agosto de 1934.
[20] Catalunya Roja, nº 33, diciembre 1933.
[21] Una descripción muy interesante del levantamiento de Octubre en Madrid y Catalunya se puede leer en la obra de Grandizo Munis, Jalones de derrota, promesa de victoria, pp. 157-199.
[22] Citado por David Ruiz en Insurrección defensiva y Revolución obrera. El octubre español de 1934, Ed. Labor, Barcelona 1988, p. 44.
[23] Joaquín Maurín, Hacia la Revolución, 1935.
[24] B. Díaz Nosty, La Comuna Asturiana, Ed. ZYX, Madrid 1975.